primera semana la lectura es de 1 al 7 de agosto del 2016
LIBRO QUE SE LEERÁ ESTA SEMANA ES JUAN SALVADOR GAVIOTA
en el siguiente link encontraran el libro
PRIMERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 1 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE
GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1 ) Lee el siguiente párrafo tomado del libro
Amanecía,
y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo. Chapoteaba un
pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando
a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para
regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan
Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su
pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición
requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el
viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció
detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el
aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más... Encrespáronse
sus plumas, se atascó y cayó. Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan,
nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es
deshonor. Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez
sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose
de nuevo-, no era un pájaro cualquiera. La mayoría de las gaviotas no se
molesta en aprender sino las normas de vuelo más elementales: como ir y volver
entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que
importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le
importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba
volar. Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace
popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a
Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
experimentando.
2 ) Escribe la idea principal del anterior
párrafo
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3 ) ¿Qué enseñanza nos deja el anterior
párrafo?
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4 ) ¿Porque los padres se decepcionaron de
juan?
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5 ) Escribe lo que más te gusto del párrafo
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SEGUNDA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 2 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) Escribe el significado de cada palabra
*pesquero:__________________________________________________________________________________________________________________________________
*bandada:__________________________________________________________________________________________________________________________________
* ajetreos:__________________________________________________________________________________________________________________________________
*entorno:___________________________________________________________________________________________________________________________________
2) realiza un resumen de la continuación con respecto al primer párrafo para saber desde donde empezar el párrafo dice "no comprendía porque" hasta donde dice " y cayo en picado vertical"
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3) escribe la idea principal del párrafo
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4) con las palabras desconocidas anteriormente realizo una oración con cada una
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*_____________________________________________________________________
*_____________________________________________________________________
*_____________________________________________________________________
5) escribe lo que mas te llamo la atención del párrafo leído
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6) realiza un dibujo con relación al párrafo leído
TERCERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 3 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) lee el texto (continuación dela parte donde tenían que hacer el resumen)
CUARTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 4 DE AGOSTO DEL 2016
QUINTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 5 DE AGOSTO DEL 2016
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por
hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas
a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien,
y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente
el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo
la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas
rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si
pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran
viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había
hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas
que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje
no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil
metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de
la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo
estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas,
extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia
el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era
una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más
rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por
hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a
desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de
gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad
era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas
batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el
barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de
una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Asi es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan
Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la
Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos
cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la
Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos
cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra
vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad máxima! ¡Una gaviota a trescientos
viente kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande
y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva época se abrió para Juan Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de practicas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso
a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
2) busca palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado.
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3) realizo una pequeña y corta historieta donde representes lo que dice el texto.
4) escribe la enseñanza que te dejo el texto
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5) realizo un dibujo donde represente el texto.
CUARTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 4 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) lee el siguiente texto.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una
fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda
velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia
más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue
Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió
volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance
lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche.
Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo
para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan,
pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor
sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a
los pesqueros, hay una razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra
ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia
y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó
tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo.
Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor
sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el
Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro
por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre
las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana:
vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo
de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos
nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza
ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a
temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos. ¿Al Centro para
deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están
equivocados! ¡Están equivocados!
-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la
dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas...
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de
las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se
paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido
para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se
hizo oir:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable
que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más
alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los
peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para
descubrir; para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre
lo que he encontrado...
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo
cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más
allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que
las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar;
que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta
velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a
tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni
pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta
durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento
cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a traves
de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y
deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más
que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para
regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo
ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había
pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son
las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer
aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y
solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron juto a sus alas
eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el
alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que
volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante
centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había
superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro
por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la
suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se
dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron
firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a
la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y
no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha
llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento
iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era
capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
2) busca las palabras desconocidas que encuentres y copialas con su respectivo significado.
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3) con las palabras encontradas anteriormente realiza una oración con cada una
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4) realiza una loteria sencilla con los siguientes dibujos (en el materia que prefieras)
5) escribe que es lo que mas te gusto del texto
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QUINTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 5 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) lee el texto
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde
tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para
desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy
respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de
entrar en él.
Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las
dos resplandecientes gaviotas, vió que su propio cuerpo se hacía tan
resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había
existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.
Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el
antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de
velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran
lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a
familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando
su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que
estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente
desilusionado. Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y
aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal,
era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el
cielo, pensó, no debería haber limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se
afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el
horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos
pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso
debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era
de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba
haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido
mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba
algo de la lucha por la comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que
ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que esta
era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no
recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante
en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas
aterrizaron tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el
viento, extendidas sus brillantes alas, y luego, sin que supiera él cómo,
cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo instante
en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control,
pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo. De pie, allí en la
playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se durmió.
Durante los proximos días vió Juan que había aquí tanto que aprender sobre
el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aqui
había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más
importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más
amaban hacer: volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y pasaban hora
tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese
lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de volar,
empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero
de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras
descansaba en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.
-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien
acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar
de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde
vengo había...
-... miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza
afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres
una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos com mucha
lentitud. Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en
seguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos,
viviendo solo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos
cruzar antes de que lográramos la primera idea de que hay mas en la vida
que comer, luchar. o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez
mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender que hay algo
llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la vida es
encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a
nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que
hemos aprendido de éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que
éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que
pasar por mil vidas para llegar a esta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener
la formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que
entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando
la curvatura, y cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.
-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo. -
Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se
quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su
coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a
trasladarse más allá de este mundo.
-Chiang... -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
-¿Si, hijo mío?
En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía
volar más y mejor que cualquier gaviota de la Bandada, y había aprendido
habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.
-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que
sea como el cielo?
-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo
consiste en ser perfecto. -Se quedó callado un momento-. Eres muy rápido
para volar, ¿verdad?
-Me... me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que
el Mayor se hubiese dado cuenta.
-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta
velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la
velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección
no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al
borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y
volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
-Es bastante divertido -dijo.
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?
-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y
cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es extraño. Las gaviotas que
desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y
lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección,
llegan a todas partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni
un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...
-¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista
de otro desafío.
-Por supuesto, si es que quieres aprender.
-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló
en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy
cuidadosamente.
-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -
dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado...
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo
como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro
centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era
saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no
escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta
después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse
ni un milímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe
para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es
exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez...
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos, concentrado, como un
relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se
estremeció de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente
distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles
gemelos y amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo mas
de trabajo...
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella
doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde
que dejara la Tierra:
-¡RESULTO!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se
hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control...
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con
reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto desaparecer de donde
había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
-Soy nuevo aqui. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de
vosotros.
2) realiza una historieta donde representes lo del texto
3) busca las palabras desconocidas y escribelas con su respectivo significado
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SEXTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 6 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) lee el texto
-Me pregunto se eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-.
En diez mil años no he visto una gaviota con menos miedo de aprender que tú.
-La Bandada se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de turbación. -Si
quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo Chiang-, hasta que
logres volar por el pasado y el futuro. Y entonces, estarás preparado para
empezar lo más difícil, lo más colosal, lo más divertido de todo. Estarás
preparado para subir y comprender el significado de la bondad y el amor. Pasó
un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con tremenda rapidez.
Siempre había sido veloz para aprender lo que la experiencia normal tenía para
enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en Persona, asimiló las
nuevas ideas como si hubiera sido una supercomputadora de plumas. Pero al fin
llegó el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando calladamente con
todos ellos, exhortándoles a que nunca dejaran de aprender y de practicar y de
esforzarse por comprender más acerca del perfecto e invisible principio de toda
vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se hicieron más y más
resplandecientes hasta que al fin brillaron de tal manera que ninguna gaviota
pudo mirarle. -Juan -dijo, y estas fueron las últimas palabras que pronunció-,
sigue trabajando en el amor. Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había
desaparecido. Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y otra
vez en la Tierra de la que había venido. Si hubiese sabido allí una décima, una
centésima parte de lo que ahora sabía, ¡cuanto más significado habría tenido
entonces la vida! Quedóse allí en la arena y empezó a preguntarse si habría una
gaviota allá abajo que estuviese esforzándose por romper sus limitaciones, por
entender el significado del vuelo más allá de una manera de trasladarse para
conseguir algunas migajas caídas de un bote. Quizás hasta hubiera un Exilado
por haber dicho la verdad ante la Bandada. Y mientras más practicaba Juan sus
lecciones de bondad, y mientras más trabajaba para conocer la naturaleza del
amor, más deseaba volver a la Tierra. Porque, a pesar de su pasado solitario,
Juan Gaviota había nacido para ser instructor, y su manera de demostrar el amor
era compartir algo de la verdad que había visto, con alguna gaviota que
estuviese pidiendo sólo una oportunidad de ver la verdad por sí misma. Rafael,
adepto ahora a los vuelos a la velocidad del pensamiento y a ayudar a que los
otros aprendieran, dudaba. -Juan, fuiste Exilado una vez. ¿Por qué piensas
ahora que alguna gaviota de tu pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el
refran, y es verdad: Gaviota que ve lejos, vuela alto. Esas gaviotas de donde
has venido se lo pasan en tierra, graznando y luchando entre ellas. Están a mil
kilómetros del cielo. ¡Y tú dices que quieres mostrarles el cielo desde donde
están paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden ver los extremos de sus propias alas!
Quédate aquí. Ayuda a las gaviotas novicias de aqui, que están bastante
avanzadas como para comprender lo que tienes que decirles. Se quedó callado un
momento, y luego dijo: -¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus
antiguos mundos? ¿Dónde estarías tú ahora? El último punto era el decisivo, y
Rafael tenía razón. Gaviota que ve lejos, vuelta alto. Juan se quedó y trabajó
con los novicios que iban llegando, todos muy listos y rápidos en sus deberes.
Pero volvióle el viejo recuerdo, y no podía dejar de pensar en que a lo mejor
había una o dos gaviotas allá en la Tierra que también podrían aprender.
¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado cuando era un
Exilado! -Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien. Te
podrán incluso ayudar con los nuevos. Rafael suspiró, pero prefirió no
discutir. -Creo que te echaré de menos, Juan -fue todo lo que le dijo. -¡Rafa,
qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas necio! ¿Qué intentamos
practicar todos los días? ¡Si nuestra amistad depende de cosas como el espacio
y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo,
habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos
quedará sólo un Aqui. Supera el tiempo, y nos quedará sólo un Ahora. Y entre el
Aqui y el Ahora, ¿no crees que podremos volver a vernos un par de veces? Rafael
Gaviota tuvo que soltar una carcajada. -Estás hecho un pájaro loco -dijo
tiernamente-. Si hay alguien que pueda mostrarle a uno en la Tierra cómo ver a
mil millas de distancia, ése será Juan Salvador Gaviota. -Quedóse mirando la
arena-: Adiós, Juan, amigo mío. -Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver. -Y con
esto, Juan evocó en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de
gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad,
que ya no era sólo hueso y plumas, sino una perfecta idea de libertad y vuelo,
sin limitación alguna. Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya
sabía que no había pájaro peor tratado por una Bandada, o con tanta injusticia.
-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se nubló mientras
volaba hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es tanto más importante que un
simple aletear de aqui para alla! ¡Eso lo puede hacer hasta un... hasta un
mosquito! ¡Sólo un pequeño viraje en tonel alrededor de la Gaviota Mayor, nada
más que por diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos acaso? ¿Es que no
pueden ver? ¿Es que no pueden imaginar la gloria que alcanzarían si realmente
aprendiéramos a volar? Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que
es volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré
que se arrepientan... La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy
suave, le asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire. -No seas
tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas solamente
se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán cuenta de ello; y un día verán
lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender. A un centímetro del extremo
de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente de todo el mundo,
planeando sin esfuerzo alguno, sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad
de Pedro. El caos reino por un momento dentro del joven pájaro. -¿Qué está
pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto? Baja y tranquila continuó la
voz dentro de su pensamiento, exigiendo una contestación: -Pedro Pablo Gaviota,
¿quieres volar? -¡SI, QUIERO VOLAR! -Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar
que perdonarás a la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás
para ayudarles a comprender? No había manera de mentirle a este magnífico y
hábil ser, por orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera. -Sí,
quiero -dijo suavemente. -Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura
resplandeciente, y la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal.
2) cual es la idea principal del texto
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3) busca las palabras desconocidas y escribelas con su respectivo
significado
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4) con las palabras encontradas realiza una oración con cada palabra
SEPTIMA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 7 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
JUAN SALVADOR GAVIOTA
1) lee el texto
Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados; observaba. Este rudo
y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi perfecto. Era fuerte, y
ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador
deseo de aprender a volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un
rugido, pasando como un bólido a su instructor, a doscientos veinte
kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance
de dieciséis puntos, vertical y lento, contando los puntos en voz alta.
...ocho... nueve... diez... ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad -delaire...
once... Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas...
doce...... pero-¡caramba!-no-puedo-llegar... trece... a-estos-últimospuntos...
sin... cator... ¡aaakk...!
La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al
fracasar. Se fue de espaldas, volteó, se cerró salvajemente en una barrena
invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en
que se hallaba su instructor.
-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado
estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo lograré!
Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.
-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan
brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros por hora en la entrada!
¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese
encabritamiento. Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero
curiosos por esta nueva visión del vuelo por el puro gozo de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos
que a comprender la razón oculta de ello.
-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea
ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa -, y el vuelo de
alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza.
Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas
prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias...
... y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les
gustaba practicar porque era rápido y excitante y les satisfacía esa hambre
por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera
Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser
tan real como el vuelo del viento y las plumas.
-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras
ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes
ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas
de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una
agradable ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de
volver a la Bandada.
-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos
bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos
bienvenidos, ¿verdad?
-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y
se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la
Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una
sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya
volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él encararía
por si solo a la hostil Bandada.
-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la
Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es
allá donde se nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos
en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas.
Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco
kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala
derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la
formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo
pájaro... de horizontal... a... invertido... a... horizontal, con el viento
rugiendo sobre sus cuerpos.
Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si
la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota
les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho
pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un
amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces,
como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio
comienzo a su crítica de vuelo.
-Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al
momento de juntaros...
Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han
vuelto! ¡Y eso... eso no puede ser! Las predicciones de Pedro acerca de un
combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero,
oye, ¿dónde aprendieron a volar asi?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la
Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado.
Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan,
quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus sesiones de
prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez,
forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.
-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! Pruébalo
primero y alardea después! ¡VUELA!
Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota,
paralizado al verse el blanco de los disparos de su instructor, se sorpendió a
sí mismo al convertirse en un mago del vuelo lento. En la más ligera brisa,
llegó a curvar sus plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena
hasta las nubes y abajo otra vez.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran
Viento de la Montana a ocho mil doscientos metros de altura y volvió,
maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.
Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caida
"en hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día siguiente, con sus plumas
refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel
triple que fue observado por más de un ojo furtivo.
A toda hora Juan estaba allí junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo,
presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y tormenta, por el
puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonoba miserablemente en
tierra.
2) cual es la idea principal del texto
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3) realiza un resumen de todos los textos leidos anteriormente en las otras fichas.
segunda semana la lectura es de 8 al 14 de agosto del 2016
TERCERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 10 DE AGOSTO DEL 2016
segunda semana la lectura es de 8 al 14 de agosto del 2016
LIBRO QUE SE LEERÁ ESTA SEMANA ES LAZARILLO DE TORMES
en el siguiente link encontraran el libro
PRIMERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 8 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) lee el siguiente texto
Pues sepa V.M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo
de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca.
Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tome el sobrenombre,
y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una
molienda de una aceña, que esta ribera de aquel río, en la cual fue molinero
mas de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí,
tomóle el parto y parióme allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en
el río. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías
mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo que fue
preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios
que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este
tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a
la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de
un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a
los buenos por ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una
casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a
ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue
frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las
bestias curaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a
nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de día llegaba a la puerta, en
achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada,
pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas de
que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque
siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos
calentábamos. De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre
vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y
acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el
niño vía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo para mi
madre, y señalando con el dedo decía: “¡Madre, coco!”. Respondió él riendo:
“¡Hideputa!” Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y
dije entre mí “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no
se ven a sí mesmos!” 5 Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que
así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, halloóe que la
mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y
salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos
hacií perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo
esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un
clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus
devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le
animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aun más, porque a mí con amenazas me
preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta
ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de
mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia,
sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no
entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese. Por no echar la soga tras
el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y
quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el
mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi
hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los
huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban. En este tiempo
vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para
adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era
hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los
Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que
le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él le respondió
que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé
a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo. Como estuvimos en Salamanca algunos
días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó
irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos
llorando, me dio su bendición y dijo: “Hijo, ya sé que no te veré más. Procura
ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Válete por
tí.” Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y
llegando a la puente, está a la entrada della un animal de piedra, que casi
tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allí
puesto, me dijo: “Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro
de él.” Yo simplemente llegue, creyendo ser ansí; y como sintió que tenía la
cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y dióme una gran calabazada en el
diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
“Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber mas que el diablo”,
y rió mucho la burla. 6 Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza
en que como niño dormido estaba. Dije entre mí: “Verdad dice éste, que me
cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer.”
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me
viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía: “Yo oro ni plata no te lo
puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré.” Y fue ansi, que después
de Dios, éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera
de vivir. Huelgo de contar a V.M. estas niñerías para mostrar cuanta virtud sea
saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos, cuánto
vicio. Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, V.M. sepa que
desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio
era un águila; ciento y tantas oraciones sabía de coro: un tono bajo, reposado
y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y
devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni
visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenía otras
mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y
diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto,
para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien; echaba
pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina,
decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre.
Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: “Haced
esto, haréis estotro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.” Con esto andábase todo
el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. Destas
sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que
cien ciegos en un año. Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo
lo que adquiría, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me
mataba a mi de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si
con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara
de hambre; mas con todo su saber y aviso le contaminaba de tal suerte que
siempre, o las más veces, me cabía lo mas y mejor. Para esto le hacía burlas
endiabladas, de las cuales contare algunas, aunque no todas a mi salvo. Él
traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se
cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas
las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no
bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella
lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
2) busca palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado.
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3) con las palabras encontradas realiza una oración con cada una
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4) ¿que enseñanza te deja el texto?
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SEGUNDA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 9 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) lee el texto
Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba
entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un
lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel,
sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y ansí
buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta
que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias
blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de
vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada
en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba
de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego,
porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:
“¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias
blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En tí
debe estar esta desdicha.”
También el abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa,
porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por
el cabo del capuz. Yo así lo hacia. Luego el tornaba a dar voces, diciendo:
“¿Mandan rezar tal y tal oración?”, como suelen decir. Usaba poner cabe si un
jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de
besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos
conocía la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el
jarro, antes lo tenía por el asa asido; mas no había piedra imán que así
trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester
tenía hecha, la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo
dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me
sintió, y dende en adelante mudo propósito, y asentaba su jarro entre las
piernas, y atapabale con la mano, y ansí bebía seguro. Yo, como estaba hecho al
vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni
valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y
delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de
comer, fingiendo haber frío, entrabame entre las piernas del triste ciego a
calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della luego
derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en
la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando
el pobreto iba a beber, no hallaba nada: espantábase, maldecía, daba al diablo
el jarro y el vino, no sabiendo que podía ser. “No diréis, tío, que os lo bebo
yo -decía-, pues no le quitáis de la mano.” Tantas vueltas y tiento dio al
jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no
lo hubiera sentido, y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como
solía, no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me
sentía, sentéme como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, 8 mi
cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el
sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de
mí venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo
jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de
manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras
veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con
todo lo que en él hay, me había caído encima. Fue tal el golpecillo, que me
desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos dél se me
metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes,
sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal
ciego, y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado
del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me
había hecho, y sonriéndose decía: “¿Que te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te
sana y da salud”, y otros donaires que a mi gusto no lo eran. Ya que estuve
medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes
tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar del; mas no lo hice tan
presto por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi
corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal
ciego desde allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome
coxcorrones y repelándome. Y si alguno le decía por que me trataba tan mal,
luego contaba el cuento del jarro, diciendo: “¿Pensareis que este mi mozo es
algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.” Santiguándose
los que lo oían, decían: “¡Mira, quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!”,
y reían mucho el artificio, y decíanle: “Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo
habréis.” Y él con aquello nunca otra cosa hacía. Y en esto yo siempre le
llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si había
piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto; que aunque yo no iba por lo mas
enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía.
Con esto siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual
siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos; y aunque yo juraba no
lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me
creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor. Y
porque vea V.M. a cuánto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un
caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a
entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a
tierra de Toledo, porque decía ser la gente mas rica, aunque no muy limosnera.
Arrimábase a este refrán: “Más da el duro que el desnudo.” Y venimos a este 9
camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia,
deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos Sant Juan. Acaeció que llegando
a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le
dio un racimo dellas en limosna, y como suelen ir los cestos maltratados y
también porque la uva en aquel tiempo esta muy madura, desgranábasele el racimo
en la mano; para echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se
llegaba. Acordó de hacer un banquete, ansí por no lo poder llevar como por
contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentamonos
en un valladar y dijo: “Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es
que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo.
Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me
prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo
acabemos, y desta suerte no habrá engaño.” Hecho ansí el concierto, comenzamos;
mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de
dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que el quebraba
la postura, no me contente ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a
dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco
con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo: “Lázaro, engañado me has:
juraré yo a Dios que has tu comido las uvas tres a tres.” “No comí -dije yo-
mas ¿por que sospecháis eso?” Respondió el sagacísimo ciego: “¿Sabes en que veo
que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”{, a lo cual
yo no respondí. Yendo que íbamos ansí por debajo de unos soportales en
Escalona, adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, había muchas
sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte dellas dieron a mi amo en
la cabeza; el cual, alzando la mano, toco en ellas, y viendo lo que era díjome:
“Anda presto, mochacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin
comerlo.” Yo, que bien descuidado iba de aquello, mire lo que era, y como no vi
sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, dijele: “Tío, ¿por qué decís
eso?” Respondióme: “Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y
verás como digo verdad.
2) realiza un resumen sobre el texto
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3) realiza una pequeña historieta donde relates lo que dice el texto.
4) realiza un dibujo que te ayude a representar lo del texto.
TERCERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 10 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) Lee el texto
“Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.”
Y ansí pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios
nunca allá llegáramos, según lo que me sucedía en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y
rameras y ansí por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir
oración.}
Reíme entre mí, y aunque mochacho noté mucho la discreta consideración del
ciego. Mas por no ser prolijo dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de
notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y
con él acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y dióme un pedazo
de longaniza que la asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las
pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por el de vino a la
taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen
decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y
ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente
nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome
puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había
de gozar, no mirando que me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir
con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saque la
longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo,
dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo
asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado.
Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine
halle al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual
aun no había conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las
rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza,
hallose en frío con el frío nabo. Alterose y dijo:
“¿Que es esto, Lazarillo?”
“¡Lacerado de mi! -dije yo-. ¿Si queréis a mi echar algo? ¿Yo no vengo de traer el
vino? Alguno estaba ahí, y por burlar haría esto.”
“No, no -dijo él-,que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible “
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me
aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y
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asióme por la cabeza, y llegóse a olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de
buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que
llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y
desatentadamente metía la nariz, la cual el tenía luenga y afilada, y a aquella
sazón con el enojo se habían augmentado un palmo, con el pico de la cual me
llegó a la gulilla. Y con esto y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del
tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estomago, y lo más
principal, con el destiento de la cumplidísima nariz, medio cuasi ahogándome,
todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se
manifestase y lo suyo fuese devuelto a su dueño: de manera que antes que el mal
ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estomago que le dio
con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra malmaxcada longaniza a un
tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quien estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba!
Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran, pienso no me
dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de
aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñazo el pescuezo y la
garganta; y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas
persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales
cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo
presente. Era la risa de todos tan grande que toda la gente que por la calle pasaba
entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis
hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía
sinjusticia en no se las reír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice,
por que me maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para
ello que la meitad del camino estaba andado; que con solo apretar los dientes se
me quedaran en casa, y con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor
mi estomago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas pudiera negar la
demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así.
Hicieronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para
beber le había traído, laváronme la cara y la garganta, sobre lo cual discantaba el
mal ciego donaires, diciendo:
“Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo
bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque
él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.”
Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara, y con
vino luego sanaba.
“Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con
vino, que serás tu.”
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el
pronostico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo
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de aquel hombre, que sin duda debía tener spiritu de profecía, y me pesa de los
sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día
me dijo salirme tan verdadero como adelante V.M. oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en
todo dejalle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego
que me hizo afirmelo más. Y fue ansí, que luego otro día salimos por la villa a pedir
limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y
andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos
mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
“Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia.
Acojámonos a la posada con tiempo.”
Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mu
cha agua iba grande. Yo le
dije:
“Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más
aína sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie
enjuto.”
Parecióle buen consejo y dijo:
“Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se
ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies
mojados.”
Yo, que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho
de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros
cargaban saledizos de aquellas casas, y digole:
“Tío, este es el paso mas angosto que en el arroyo hay.”
Como llovía recio, y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del
agua que encima de nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora
el entendimiento (fue por darme dél venganza), creyóse de mi y dijo:
“Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo.”
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y pongome detrás del
poste como quien espera tope de toro, y díjele:
“!Sus! Salta todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua.”
Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como
cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para
hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera
con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la
cabeza.
“¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? !Ole! !Ole! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de
la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos.
No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.
2) crea una sopa de letras con las siguientes palabras
- LAZARO
- PICARO
- CIEGO
- VINO
- FRAILE
- TORMES
- CLERIGO
- ARCIPESTRE
- PICARESCA
- REALISTA
- AUTOBIOGRAFICA
- PREGONERO
3) ¿cual es la idea principal del texto?
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4) ¿que enseñanza te deja el texto?
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5) realiza un frase que relacione la idea principal del texto.
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CUARTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 11 DE AGOSTO DEL 2016
CUARTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 11 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) lee el texto
Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda,
adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir limosna, me
preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque
maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una dellas fue
ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo. Escapé del trueno y di en el
relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la
mesma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la lacería del
mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su cosecha era, o lo había anexado
con el hábito de clerecía.
Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del
paletoque, y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí
lanzado, y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de
comer, como suele estar en otras: algún tocino colgado al humero, algún queso
puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de
pan que de la mesa sobran; que me parece a mí que aunque dello no me
aprovechara, con la vista dello me consolara. Solamente había una horca de
cebollas, y tras la llave en una cámara en lo alto de la casa. Destas tenía yo de
ración una para cada cuatro días; y cuando le pedía la llave para ir por ella, si
alguno estaba presente, echaba mano al falsopecto y con gran continencia la
desataba y me la daba diciendo: “Toma, y vuélvela luego, y no hagáis sino
golosinar”, como si debajo della estuvieran todas las conservas de Valencia, con
no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas
colgadas de un clavo, las cuales él tenía tan bien por cuenta, que si por malos de
mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo
me finaba de hambre. Pues, ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba
más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que
partía comigo del caldo, que de la carne, ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y
¡pluguiera a Dios que me demediara! Los sábados cómense en esta tierra cabezas
de carnero, y envíabame por una que costaba tres maravedís. Aquella le cocía y
comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenía,
y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo:
“Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa.”
“¡Tal te la de Dios!”, decía yo paso entre mí.
A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podía
tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y
mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no
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tener en que dalle salto; y aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al
que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció, que todavía, aunque astuto,
con faltalle aquel preciado sentido no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan
aguda vista tuviese como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca
en la concha caía que no era dél registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en
mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue. Cuantas
blancas ofrecían tenía por cuenta; y acabado el ofrecer, luego me quitaba la
concheta y la ponía sobre el altar. No era yo señor de asirle una blanca todo el
tiempo que con el viví o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una
blanca de vino, mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz
compasaba de tal forma que le turaba toda la semana, y por ocultar su gran
mezquindad decíame:
“Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por
esto yo no me desmando como otros.”
Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que
rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía mas que un saludador. Y porque
dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza
humana sino entonces, y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba
y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento
a los enfermos, especialmente la extrema unción, como manda el clérigo rezar a
los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo mi corazón y
buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más servido
fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo. Y cuando
alguno de estos escapaba, !Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al diablo, y
el que se moría otras tantas bendiciones llevaba de mi dichas. Porque en todo el
tiempo que allí estuve, que sería cuasi seis meses, solas veinte personas
fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo o, por mejor decir, murieron a mi
recuesta; porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que
holgaba de matarlos por darme a mí vida. Mas de lo que al presente padecía,
remedio no hallaba, que si el día que enterrábamos yo vivía, los días que no había
muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cuotidiana hambre,
más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que
yo también para mí como para los otros deseaba algunas veces; mas no la vía,
aunque estaba siempre en mí.
Pensé muchas veces irme de aquel mezquino amo, mas por dos cosas lo dejaba:
la primera, por no me atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza que de pura
hambre me venía; y la otra, consideraba y decía:
“Yo he tenido dos amos: el primero traíame muerto de hambre y, dejándole, tope
con estotro, que me tiene ya con ella en la sepultura. Pues si deste desisto y doy
en otro mas bajo, ¿que será sino fenecer?”
Con esto no me osaba menear, porque tenía por fe que todos los grados había de
hallar mas ruines; y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo.
2) busca los terminos desconocidos y copialos con su respectivo significado
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3) realiza los dibujos
QUINTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 12 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) lee el texto
Pues, estando en tal aflicción, cual plega al Señor librar della a todo fiel cristiano, y
sin saber darme consejo, viéndome ir de mal en peor, un día que el cuitado ruin y
lacerado de mi amo había ido fuera del lugar, llegóse acaso a mi puerta un
calderero, el cual yo creo que fue ángel enviado a mí por la mano de Dios en aquel
hábito. Preguntóme si tenía algo que adobar.
“En mí teníades bien que hacer, y no haríades poco si me remediásedes”, dije
paso, que no me oyó; mas como no era tiempo de gastarlo en decir gracias,
alumbrado por el Spiritu Santo, le dije:
“Tío, una llave de este arca he perdido, y temo mi señor me azote. Por vuestra
vida, veáis si en esas que traéis hay alguna que le haga, que yo os lo pagaré.”
Comenzó a probar el angelico caldedero una y otra de un gran sartal que dellas
traía, y yo ayudalle con mis flacas oraciones. Cuando no me cato, veo en figura de
panes, como dicen, la cara de Dios dentro del arcaz; y, abierto, díjele:
“Yo no tengo dineros que os dar por la llave, mas tomad de ahí el pago.”
Él tomó un bodigo de aquellos, el que mejor le pareció, y dándome mi llave se fue
muy contento, dejándome más a mí. Mas no toqué en nada por el presente,
porque no fuese la falta sentida, y aun, porque me vi de tanto bien señor,
parecióme que la hambre no se me osaba allegar. Vino el mísero de mi amo, y
quiso Dios no miró en la oblada que el ángel había llevado.
Y otro día, en saliendo de casa, abro mi paraíso panal, y tomo entre las manos y
dientes un bodigo, y en dos credos le hice invisible, no se me olvidando el arca
abierta; y comienzo a barrer la casa con mucha alegría, pareciéndome con aquel
remedio remediar dende en adelante la triste vida. Y así estuve con ello aquel día
y otro gozoso. Mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso,
porque luego al tercero día me vino la terciana derecha, y fue que veo a deshora al
que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz volviendo y revolviendo, contando
y tornando a contar los panes.
Yo disimulaba, y en mi secreta oración y devociones y plegarias decía: “¡Sant Juan
y ciégale!”
Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por días y dedos contando,
dijo:
“Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera que me habían tomado della
panes; pero de hoy más, solo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener
buena cuenta con ellos: nueve quedan y un pedazo.”
“¡Nuevas malas te dé Dios!”, dijo yo entre mí.
Parecióme con lo que dijo pasarme el corazón con saeta de montero, y
comenzóme el estomago a escarbar de hambre, viéndose puesto en la dieta
pasada. Fue fuera de casa; yo, por consolarme, abro el arca, y como vi el pan,
comencelo de adorar, no osando recebillo. Contélos, si a dicha el lacerado se
errara, y hallé su cuenta más verdadera que yo quisiera. Lo más que yo pude
hacer fue dar en ellos mil besos y, lo más delicado que yo pude, del partido partí
un poco al pelo que él estaba; y con aquél pasé aquel día, no tan alegre como el
pasado.
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Mas como la hambre creciese, mayormente que tenía el estomago hecho a más
pan aquellos dos o tres días ya dichos, moría mala muerte; tanto, que otra cosa no
hacía en viéndome solo sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de
Dios, que ansí dicen los niños. Mas el mesmo Dios, que socorre a los afligidos,
viéndome en tal estrecho, trujo a mi memoria un pequeño remedio; que,
considerando entre mi, dije:
“Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños
agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él, hacen daño a este pan.
Sacarlo entero no es cosa conveniente, porque vera la falta el que en tanta me
hace vivir. Esto bien se sufre.”
Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí
estaban; y tomo uno y dejo otro, de manera que en cada cual de tres o cuatro
desmigaje su poco; después, como quien toma gragea, lo comí, y algo me
consolé. Mas él, como viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar, y sin
dubda creyó ser ratones los que el daño habían hecho, porque estaba muy al
propio contrahecho de cómo ellos lo suelen hacer. Miro todo el arcaz de un cabo a
otro y vióle ciertos agujeros por do sospechaba habían entrado. Llamóme,
diciendo:
“¡Lázaro! !Mira, mira que persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan!”
Yo híceme muy maravillado, preguntándole que sería.
“¡Que ha de ser! -dijo él-. Ratones, que no dejan cosa a vida.”
Pusímonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fue bien, que me cupo más
pan que la lacería que me solía dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que pensó
ser ratonado, diciendo:
“Cómete eso, que el ratón cosa limpia es.”
Y así aquel día, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas, por
mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba. Y luego me vino
otro sobresalto, que fue verle andar solicito, quitando clavos de las paredes y
buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca.
“!Oh, Señor mío! -dije yo entonces-, ¡A cuánta miseria y fortuna y desastres
estamos puestos los nacidos, y cuan poco turan los placeres de esta nuestra
trabajosa vida! Heme aquí que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y
pasar mi lacería, y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura; mas no quiso
mi desdicha, despertando a este lacerado de mi amo y poniéndole más diligencia
de la que él de suyo se tenía (pues los míseros por la mayor parte nunca de
aquella carecen), agora, cerrando los agujeros del arca, ciérrase la puerta a mi
consuelo y la abriese a mis trabajos.”
Así lamentaba yo, en tanto que mi solícito carpintero con muchos clavos y tablillas
dio fin a sus obras, diciendo: “Agora, donos traidores ratones, conviéneos mudar
propósito, que en esta casa mala medra tenéis.”
De que salió de su casa, voy a ver la obra y hallé que no dejó en la triste y vieja
arca agujero ni aun por donde le pudiese entrar un moxquito. Abro con mi
desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes.
2) busca las palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado.
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3) con las palabras desconocidas encontradas realiza una oración con cada palabra
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4) realiza un dibujo que represente el texto.
SEXTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 13 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) Lee el texto
comenzados, los que mi amo creyó ser ratonados, y dellos todavía saque alguna
lacería, tocándolos muy ligeramente, a uso de esgremidor diestro. Como la
necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta, siempre, noche y día, estaba
pensando la manera que ternía en sustentar el vivir; y pienso, para hallar estos
negros remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se
avisa y al contrario con la hartura, y así era por cierto en mí.
Pues estando una noche desvelado en este pensamiento, pensando cómo me
podría valer y aprovecharme del arcaz, sentí que mi amo dormía, porque lo
mostraba con roncar y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba
durmiendo. Levantéme muy quedito y, habiendo en el día pensado lo que había de
hacer y dejado un cuchillo viejo que por allí andaba en parte do le hallase, voyme
al triste arcaz, y por do había mirado tener menos defensa le acometí con el
cuchillo, que a manera de barreno dél usé. Y como la antiquísima arca, por ser de
tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego
se me rindió, y consintió en su costado por mi remedio un buen agujero. Esto
hecho, abro muy paso la llagada arca y, al tiento, del pan que halle partido hice
según deyuso está escrito. Y con aquello algún tanto consolado, tornando a cerrar,
me volví a mis pajas, en las cuales repose y dormí un poco, lo cual yo hacía mal, y
echábalo al no comer; y ansí sería, porque cierto en aquel tiempo no me debían de
quitar el sueño los cuidados del rey de Francia.
Otro día fue por el señor mi amo visto el daño así del pan como del agujero que yo
había hecho, y comenzó a dar a los diablos los ratones y decir:
“¿Qué diremos a esto? ¡Nunca haber sentido ratones en esta casa sino agora!”
Y sin dubda debía de decir verdad; porque si casa había de haber en el reino
justamente de ellos privilegiada, aquella de razón había de ser, porque no suelen
morar donde no hay qué comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las
paredes y tablillas a atapárselos. Venida la noche y su reposo, luego era yo puesto
en pie con mi aparejo, y cuantos él tapaba de día, destapaba yo de noche. En tal
manera fue, y tal priesa nos dimos, que sin dubda por esto se debió decir: “Donde
una puerta se cierra, otra se abre.” Finalmente, parecíamos tener a destajo la tela
de Penélope, pues cuanto el tejía de día, rompía yo de noche; ca en pocos días y
noches pusimos la pobre despensa de tal forma, que quien quisiera propiamente
della hablar, más corazas viejas de otro tiempo que no arcaz la llamara, según la
clavazón y tachuelas sobre sí tenía.
De que vio no le aprovechar nada su remedio, dijo:
“Este arcaz está tan maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón
a quien se defienda; y va ya tal que, si andamos más con él, nos dejará sin guarda;
y aun lo peor, que aunque hace poca, todavía hará falta faltando, y me pondrá en
costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no
aprovecha, armaré por de dentro a estos ratones malditos.”
Luego busco prestada una ratonera, y con cortezas de queso que a los vecinos
pedía, contino el gato estaba armado dentro del arca, lo cual era para mi singular
auxilio; porque, puesto caso que yo no había menester muchas salsas para comer,
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todavía me holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y sin
esto no perdonaba el ratonar del bodigo.
Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo
comía, dábase al diablo, preguntaba a los vecinos qué podría ser comer el queso y
sacarlo de la ratonera, y no caer ni quedar dentro el ratón, y hallar caída la
trampilla del gato. Acordaron los vecinos no ser el ratón el que este daño hacía,
porque no fuera menos de haber caído alguna vez. Díjole un vecino:
“En vuestra casa yo me acuerdo que solía andar una culebra, y esta debe ser sin
dubda. Y lleva razón que, como es larga, tiene lugar de tomar el cebo; y aunque la
coja la trampilla encima, como no entre toda dentro, tornase a salir.”
Cuadró a todos lo que aquel dijo, y alteró mucho a mi amo; y dende en adelante
no dormía tan a sueño suelto, que cualquier gusano de la madera que de noche
sonase, pensaba ser la culebra que le roía el arca. Luego era puesto en pie, y con
un garrote que a la cabacera, desde que aquello le dijeron, ponía, daba en la
pecadora del arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los
vecinos despertaba con el estruendo que hacía, y a mí no me dejaba dormir. Íbase
a mis pajas y trastornábalas, y a mí con ellas, pensando que se iba para mí y se
envolvía en mis pajas o en mi sayo, porque le decían que de noche acaecía a
estos animales, buscando calor, irse a las cunas donde están criaturas y aun
mordellas y hacerles peligrar. Yo las más veces hacía dél dormido, y en las
mañanas decíame él:
“Esta noche, mozo, ¿no sentiste nada? Pues tras la culebra anduve, y aun pienso
se ha de ir para ti a la cama, que son muy frías y buscan calor.”
“Plega a Dios que no me muerda -decía yo-, que harto miedo le tengo.”
De esta manera andaba tan elevado y levantado del sueño, que, mi fe, la culebra
(o culebro, por mejor decir) no osaba roer de noche ni levantarse al arca; mas de
día, mientras estaba en la iglesia o por el lugar, hacia mis saltos: los cuales daños
viendo él y el poco remedio que les podía poner, andaba de noche, como digo,
hecho trasgo.
Yo hube miedo que con aquellas diligencias no me topase con la llave que debajo
de las pajas tenía, y parecióme lo más seguro metella de noche en la boca.
Porque ya, desde que viví con el ciego, la tenía tan hecha bolsa que me acaeció
tener en ella doce o quince maravedís, todo en medias blancas, sin que me
estorbasen el comer; porque de otra manera no era señor de una blanca que el
maldito ciego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo que no me
buscaba muy a menudo. Pues ansí, como digo, metía cada noche la llave en la
boca, y dormía sin recelo que el brujo de mi amo cayese con ella; mas cuando la
desdicha ha de venir, por demás es diligencia.
Quisieron mis hados, o por mejor decir mis pecados, que una noche que estaba
durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debía tener, de tal manera
y postura, que el aire y resoplo que yo durmiendo echaba salía por lo hueco de la
llave, que de canuto era, y silbaba, según mi desastre quiso, muy recio, de tal
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manera que el sobresaltado de mi amo lo oyó y creyó sin duda ser el silbo de la
culebra; y cierto lo debía parecer.
Levantóse muy paso con su garrote en la mano, y al tiento y sonido de la culebra
se llegó a mi con mucha quietud, por no ser sentido de la culebra; y como cerca se
vio, pensó que allí en las pajas do yo estaba echado, al calor mío se había venido.
Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la
matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un tan gran golpe, que sin
ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.
Como sintió que me había dado, según yo debía hacer gran sentimiento con el
fiero golpe, contaba el que se había llegado a mí y dándome grandes voces,
llamándome, procuro recordarme. Mas como me tocase con las manos, tentó la
mucha sangre que se me iba, y conoció el daño que me había hecho, y con mucha
priesa fue a buscar lumbre. Y llegando con ella, hallome quejando, todavía con mi
llave en la boca, que nunca la desampare, la mitad fuera, bien de aquella manera
que debía estar al tiempo que silbaba con ella.
Espantado el matador de culebras que podría ser aquella llave, mirola,
sacándomela del todo de la boca, y vio lo que era, porque en las guardas nada de
la suya diferenciaba. Fue luego a proballa, y con ella probo el maleficio. Debió de
decir el cruel cazador:
“El ratón y culebra que me daban guerra y me comían mi hacienda he hallado.”
De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve
en el vientre de la ballena; mas de como esto que he contado oí, después que en
mi torne, decir a mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso.
A cabo de tres días yo torné en mi sentido y vine echado en mis pajas, la cabeza
toda emplastada y llena de aceites y ungüentos y, espantado, dije: “¿Que es esto?”
Respondióme el cruel sacerdote:
“A fe, que los ratones y culebras que me destruían ya los he cazado.”
Y miré por mí, y víme tan maltratado que luego sospeché mi mal.
A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los vecinos, y comiénzanme a quitar
trapos de la cabeza y curar el garrotazo. Y como me hallaron vuelto en mi sentido,
holgáronse mucho y dijeron:
“Pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada.”
Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas. Con
todo esto, diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me
pudieron remediar. Y ansí, de poco en poco, a los quince días me levanté y estuve
sin peligro, mas no sin hambre, y medio sano.
Luego otro día que fui levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacóme
la puerta fuera y, puesto en la calle, díjome:
Lázaro, de hoy mas eres tuyo y no mío. Busca amo y vete con Dios, que yo no
quiero en mi compañía tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido
mozo de ciego.”
Y santiguándose de mí como si yo estuviera endemoniado, tornase a meter en
casa y cierra su puerta.
2) escribe lo que mas te gusto del texto
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3) ¿que enseñanza te dejo el texto?
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4) realiza una pequeña historieta donde representes el texto
SÉPTIMA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 14 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
LAZARILLO DE TORMES
1) Lee el texto
Desta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza y, poco a poco, con ayuda
de las buenas gentes di comigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde con la
merced de Dios dende a quince días se me cerró la herida; y mientras estaba
malo, siempre me daban alguna limosna, mas después que estuve sano, todos
me decían:
“Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un amo a quien sirvas.”
“¿Y adónde se hallará ese -decía yo entre mí- si Dios agora de nuevo, como crió el
mundo, no le criase?
Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya
la caridad se subió al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle con
razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y
díjome:
“Mochacho, ¿buscas amo?”
Yo le dije: “Sí, señor.”
“Pues vente tras mí -me respondió- que Dios te ha hecho merced en topar comigo.
Alguna buena oración rezaste hoy.”
Y seguile, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según
su hábito y continente, ser el que yo había menester.
Era de mañana cuando este mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la
ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo
pensaba y aun deseaba que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque esta
era propria hora cuando se suele proveer de lo necesario; mas muy a tendido paso
pasaba por estas cosas. “Por ventura no lo vee aquí a su contento -decía yo- y
querrá que lo compremos en otro cabo.”
Desta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia
mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos,
hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia.
A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre
del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien
consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya
la comida estaría a punto tal y como yo la deseaba y aun la había menester.
En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa
ante la cual mi amo se paró, y yo con él; y derribando el cabo de la capa sobre el
lado izquierdo, saco una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa;
la cual tenía la entrada obscura y lóbrega de tal manera que parece que ponía
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temor a los que en ella entraban, aunque dentro della estaba un patio pequeño y
razonables cámaras.
Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa y, preguntando si tenía las
manos limpias, la sacudimos y doblamos, y muy limpiamente soplando un poyo
que allí estaba, la puso en él. Y hecho esto, sentóse cabo della, preguntándome
muy por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad; y yo le di
más larga cuenta que quisiera, porque me parecía más conveniente hora de
mandar poner la mesa y escudillar la olla que de lo que me pedía. Con todo eso,
yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y
callando lo demás, porque me parecía no ser para en cámara.
Esto hecho, estuvo ansí un poco, y yo luego vi mala señal, por ser ya casi las dos y
no le ver mas aliento de comer que a un muerto. Después desto, consideraba
aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba ni abajo pasos de viva
persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran paredes, sin ver en ella
silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras: finalmente,
ella parecía casa encantada. Estando así, díjome:“Tú, mozo, ¿has comido?”
“No, señor -dije yo-, que aun no eran dadas las ocho cuando con vuestra merced
encontré.”
“Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, y cuando ansí como algo, hágote
saber que hasta la noche me estoy ansí. Por eso, pásate como pudieres, que
después cenaremos.
Vuestra merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado,
no tanto de hambre como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa.
Allí se me representaron de nuevo mis fatigas, y torné a llorar mis trabajos; allí se
me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del
clérigo, diciendo que aunque aquél era desventurado y mísero, por ventura toparía
con otro peor: finalmente, allí llore mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte
venidera. Y con todo, disimulando lo mejor que pude:
“Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. Deso me
podré yo alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y ansí fui yo loado
della fasta hoy día de los amos que yo he tenido.”
“Virtud es esa -dijo él- y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los
puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien.”
“¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí- ¡maldita tanta medicina y bondad como
aquestos mis amos que yo hallo hallan en la hambre!”
Púseme a un cabo del portal y saque unos pedazos de pan del seno, que me
habían quedado de los de por Dios. Él, que vio esto, díjome:
“Ven acá, mozo. ¿Qué comes?”
Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme él un pedazo, de tres que eran el
mejor y más grande, y díjome:
“Por mi vida, que parece este buen pan.”
“¡Y cómo! ¿Agora -dije yo-, señor, es bueno?”
“Sí, a fe -dijo él-. ¿Adonde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limpias?”
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“No sé yo eso -le dije-; mas a mí no me pone asco el sabor dello.”
“Así plega a Dios” -dijo el pobre de mi amo.
Y llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro.
“Sabrosísimo pan está -dijo-, por Dios.”
Y como le sentí de que pié coxqueaba, dime priesa, porque le vi en disposición, si
acababa antes que yo, se comediría a ayudarme a lo que me quedase; y con esto
acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de
migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado, y entró en una
camareta que allí estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y desque
hubo bebido convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
“Señor, no bebo vino.”
“Agua es, -me respondió-. Bien puedes beber.”
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja. Ansí
estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo
le respondí lo mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde
estaba el jarro de que bebimos, y díjome:
“Mozo, párate allí y veras, como hacemos esta cama, para que la sepas hacer de
aquí adelante.”
Púseme de un cabo y él del otro y hecimos la negra cama, en la cual no había
mucho que hacer, porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual
estaba tendida la ropa que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecía
colchón, aunque servía del, con harta menos lana que era menester. Aquel
tendimos, haciendo cuenta de ablandalle, lo cual era imposible, porque de lo duro
mal se puede hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa tenía dentro de
sí, que puesto sobre el cañizo todas las cañas se señalaban y parecían a lo proprio
entrecuesto de flaquísimo puerco; y sobre aquel hambriento colchón un alfamar
del mesmo jaez, del cual el color yo no pude alcanzar. Hecha la cama y la noche
venida, díjome:
“Lázaro, ya es tarde, y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en esta ciudad
andan muchos ladrones que siendo de noche capean. Pasemos como podamos y
mañana, venido el día, Dios hará merced; porque yo, por estar solo, no estoy
proveído, antes he comido estos días por allá fuera, mas agora hacerlo hemos de
otra manera.”
“Señor, de mí -dije yo- ninguna pena tenga vuestra merced, que se pasar una
noche y aun más, si es menester, sin comer.”
“Vivirás más y más sano -me respondió-, porque como decíamos hoy, no hay tal
cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco.”
“Si por esa vía es -dije entre mí-, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa
regla por fuerza, y aun espero en mi desdicha tenella toda mi vida.”
Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón, y mandome
echar a sus pies, lo cual yo hice; mas ¡maldito el sueño que yo dormí! Porque las
canas y mis salidos huesos en toda la noche dejaron de rifar y encenderse, que
con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había libra de
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carne; y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre,
la cual con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces -¡Dios me lo perdone!-
y a mi ruin fortuna, allí lo más de la noche, y (lo peor) no osándome revolver por no
despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y
jubón y sayo y capa -y yo que le servía de pelillo- y vístese muy a su placer de
espacio. Echéle aguamanos, peinóse y puso su espada en el talabarte y, al tiempo
que la ponía, díjome:
“!Oh, si supieses, mozo, que pieza es esta! No hay marco de oro en el mundo por
que yo la diese. Mas ansí ninguna de cuantas Antonio hizo, no acertó a ponelle los
aceros tan prestos como esta los tiene.”
Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, diciendo:
“¿Vesla aquí? Yo me obligo con ella cercenar un copo de lana.”
Y yo dije entre mí:
“Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras.”
Tornóla a meter y ciñósela y un sartal de cuentas gruesas del talabarte, y con un
paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles
meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo, y
poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo:
“Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oír misa, y haz la cama, y ve por la
vasija de agua al rió, que aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten
algo, y ponla aquí al quicio, porque si yo viniere en tanto pueda entrar.”
Y suúbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le
conociera pensara ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o a lo menos
camarero que le daba de vestir.
“!Bendito seáis vos, Señor -quedé yo diciendo-, que dais la enfermedad y ponéis el
remedio! ¿Quién encontrará a aquel mi señor que no piense, según el contento de
sí lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y aun agora es de
mañana, no le cuenten por muy bien almorzado? !Grandes secretos son, Señor,
los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquella buena
disposición y razonable capa y sayo y quien pensará que aquel gentil hombre se
paso ayer todo el día sin comer, con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro
trujo un día y una noche en el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha
limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos, se hacia
servir de la halda del sayo? Nadie por cierto lo sospechara. !Oh Señor, y cuántos
de aquestos debéis vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra
que llaman honra lo que por vos no sufrirían!”
Ansí estaba yo a la puerta, mirando y considerando estas cosas y otras muchas,
hasta que el señor mi amo traspuso la larga y angosta calle, y como lo vi
trasponer, tornéme a entrar en casa, y en un credo la anduve toda, alto y bajo, sin
hacer represa ni hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y doy
comigo en el rió, donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos
rebozadas mujeres, al parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes
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muchas tienen por estilo de irse a las mañanicas del verano a refrescar y almorzar
sin llevar que por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de faltar quien
se lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar.
Y como digo, él estaba entre ellas hecho un Macias, diciéndoles más dulzuras que
Ovidio escribió. Pero como sintieron dél que estaba bien enternecido, no se les
hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el acostumbrado pago. Él, sintiéndose
tan frió de bolsa cuanto estaba caliente del estomago, tomóle tal calofrío que le
robó la color del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no
válidas. Ellas, que debían ser bien instituidas, como le sintieron la enfermedad,
dejáronle para el que era.
Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné,
con mucha diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa, de
la cual pensé barrer alguna parte, que era bien menester, mas no halle con qué.
Púseme a pensar qué haría, y parecióme esperar a mi amo hasta que el día
demediase y si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano
fue mi experiencia.
Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y
pongo la llave do mandó, y tornóme a mi menester. Con baja y enferma voz e
inclinadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su
nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas mas grandes que me
parecía. Mas como yo este oficio le hobiese mamado en la leche, quiero decir que
con el gran maestro el ciego lo aprendí, tan suficiente discípulo salí que, aunque
en este pueblo no había caridad ni el año fuese muy abundante, tan buena maña
me di que, antes que el reloj diese las cuatro, ya yo tenía otras tantas libras de pan
ensiladas en el cuerpo y más de otras dos en las mangas y senos. Volvime a la
posada y al pasar por la tripería pedí a una de aquellas mujeres, y diome un
pedazo de una de vaca con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegue a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y
puesta en el poyo, y él paseándose por el patio. Como entro, vínose para mí.
Pensé que me quería reñir la tardanza, mas mejor lo hizo Dios. Preguntóme do
venía. Yo le dije:
“Señor, hasta que dio las dos estuve aquí, y de que vi que V.M. no venía, fuime por
esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis.”
Mostréle el pan y las tripas que en un cabo de la halda traía, a lo cual el mostró
buen semblante y dijo:
“Pues esperado te he a comer, y de que vi que no veniste, comí. Mas tu haces
como hombre de bien en eso, que mas vale pedillo por Dios que no hurtallo, y ansí
Él me ayude como ello me parece bien. Y solamente te encomiendo no sepan
que vives comigo, por lo que toca a mi honra, aunque bien creo que será secreto,
según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir!”
“De eso pierda, señor, cuidado -le dije yo-, que maldito aquel que ninguno tiene de
pedirme esa cuenta ni yo de dalla.”
2) busca los terminos desconocidos de todos los textos anteriores incluido este y copialas con su respectivo significado
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3) con cada palabra realiza una oracion
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4) realiza un resumen de todos los textos.
tercera semana la lectura es de 15 al 21 de agosto del 2016
LIBRO QUE SE LEERÁ ESTA SEMANA ES MARIA
en el siguiente link encontraran el libro
PRIMERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 15 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el texto
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis
estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía
pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis
hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la
voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello
algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que
debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución
del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi
alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de
mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas,
los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos.
María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla
sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguía yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas.
Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos
sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba
por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían
divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de
tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del
aposento de mi madre.
II
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al
nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y
yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido:
hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún,
vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina
esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la
noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales,
regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus
sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos
písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios
medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde
había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi
corazón las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos,
comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre
tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria
porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas
tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de
aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras,
encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada
fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra
voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en
una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la
suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella
a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa
mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda
aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las
cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la
creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma,
empalidecidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el Sol, ya había yo visto blanquear sobre la sobre la falda de la
montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los
grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces
que se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras
de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la
voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra
me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María
estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas.
Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus
hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera
expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
III
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental
de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo
estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para
venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por
instantes el rumor del río.
Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir
a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se
sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron
indistintamente, y María quedó frente a mí.
Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía
con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en
otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos
los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y
cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada
examinadora.
María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y
hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se
encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente
imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura.
Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos
trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.
Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño
y la falda, pues un pañolón de algodón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta
la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde
rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente
torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el
Padrenuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos al niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a
los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre
que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas
ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El
cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía
por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando
abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de
engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía
trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las
cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de
rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me
había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un
hermoso juego de baño completaban el ajuar.
—¡Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la
mesa.
—María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar
aquella vez mi mirada.
—María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
—¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
—¿Tantas así hay?
—Muchísimas; se repondrán todos los días.
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome
por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era
la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
IV
Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos
cuentos del esclavo Pedro.
Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las
cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.
Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y
pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí
la puerta.
La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura: era su voz de niña, pero más
grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la pasión.
¡Ay! ¡Cuántas veces, en mis sueños, un eco de ese mismo acento ha llegado después a
mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella
mañana de agosto!
La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya la compañera de
mis juegos; pero en las tardes doradas del verano estaría en los paseos a mi lado, en
medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las
veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.
Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana y divisé a María
en una de las calles del jardín, acompañada de Emma: llevaba un traje más oscuro que
el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado a la cintura, le caía en forma de
banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultábale a medias
parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una
vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando
de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y
lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía las mejillas, más frescas que las rosas,
en el tazón rebosante. Descubrióme Emma: María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó
de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y cubriéndose con él
los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron
más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares.
Pasado el almuerzo, me llamó mi madre a su costurero.
Emma y María estaban bordando cerca de ella.
Volvió ésta a sonrojarse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que
involuntariamente le había yo dado en la mañana.
Mi madre quería verme y oírme sin cesar.
Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigía que le
describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las
más bellas mujeres que figuraran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus
labores. María me miraba algunas veces al descuido, o hacía por lo bajo observaciones a
su compañera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo
sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno
revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen
cristiana. Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseos de que yo diese a
las muchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían
sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio a las lecciones
pasados seis u ocho días, durante los cuales podría yo graduar el estado de los
conocimientos de cada una.
Horas después me avisaron que el baño estaba preparado, y fui a él. Un frondoso y
corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho
estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; semejábase a
un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana había recogido
María.
V
Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y
fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi
madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron.
María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía
incesantemente con los ojos durante mis preparativos de viaje.
En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y
bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas
con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación,
constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien
vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y
afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían
enseñado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques; sus
padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro,
el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al
colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: «Amito mío, ya
no te veré más». El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.
2) busca los términos desconocidos y copialos con su respectivo significado
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3) realiza una oración con cada palabra encontrada
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4) realiza un dibujo donde representes el texto
5) escribe lo que mas te gusto del texto
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SEGUNDA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 16 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el tetxo
Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se
mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.
Una tarde, ya a puestas del Sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi padre,
Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me
ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los
bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón: la greguería de los loros en los
guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido
por los montes; las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores
con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales
movedizos, todo me recordaba las tardes en que, abusando mis hermanas, María y yo de
alguna licencia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos
recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas,
muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en
las cercas de los corrales.
Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable
apostura:
—Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?
—Sí, mi amo —le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el
mango de su pala.
—¿Quiénes son los padrinos?
—Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.
—Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitas para
ella y para ti con el dinero que mandé darte?
—Todo está ya, mi amo.
—¿Y nada más deseas?
—Su merced verá.
—El cuarto que te ha señalado Higinio, ¿es bueno?
—Sí, mi amo.
—¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.
Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a
mirar a sus compañeros.
—Justo es; te portas muy bien. Ya sabes —agregó, dirigiéndose a Higinio—: arregla
eso, y que queden contentos.
—¿Y sus mercedes se van antes? —preguntó Bruno.
—No —le respondí—, nos damos por convidados.
En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche, a las
siete, montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando
llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el estribo y a recibir
nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo y le pendía de la cintura el
largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra
antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía,
para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas; en una araña de madera
suspendida en una de las vigas, daba vueltas media docena de luces; los músicos y
cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No
había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una
pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal;
había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes;
los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto dilettante
hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con
zamarros y sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno; ella con follao de
boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla
y zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de
esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su
ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada y un cabiblanco
nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.
Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos a cada pieza de baile, tocaron los
músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo.
Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar unos
momentos con mi padre; pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y sus
movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.
Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas;
mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su
lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su
bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás de enviarme a
Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje a más tardar
dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad
solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables.
Esto pasaba la tarde en que regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y a no
haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del
camino se hizo en silencio. ¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de
ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!
VI
¿Qué había pasado en aquellos cuatro días en el alma de María?
Iba ella a colocar una lámpara en una de las mesas del salón, cuando me acerqué a
saludarla, y ya había extrañado no verla en medio del grupo de la familia en la gradería
donde acabábamos de desmontarnos. El temblor de su mano expuso la lámpara, y yo le
presté ayuda, menos tranquilo de lo que creía estarlo. Parecióme ligeramente pálida, y
alrededor de sus ojos había una leve sombra, imperceptible para quien la hubiese visto
sin mirarla. Volvió el rostro hacia mi madre, que hablaba en ese momento, evitando así
que yo pudiera examinarlo bañado por la luz que teníamos cerca; noté entonces que en
el nacimiento de una de las trenzas tenía un clavel marchito; y era sin duda el que le
había yo dado la víspera de mi marcha para el valle. La crucecilla de coral esmaltada
que había traído para ella, igual a la de mis hermanas, la llevaba al cuello pendiente de
un cordón de pelo negro. Estuvo silenciosa, sentada en medio de las butacas que
ocupábamos mi madre y yo. Como la resolución de mi padre sobre mi viaje no se
apartaba de mi memoria, debí de parecerle a ella triste, pues me dijo en voz casi baja:
—¿Te ha hecho daño el viaje?
—No, María —le contesté—; pero nos hemos asoleado y hemos andado tanto...
Iba a decirle algo más, pero el acento confidencial de su voz, la luz nueva para mí que
sorprendí en sus ojos, me impidieron hacer otra cosa que mirarla, hasta que, notando
que se avergonzaba de la involuntaria fijeza de mis miradas, y encontrándome
examinado por una de mi padre (más terrible cuando cierta sonrisa pasajera vagaba en
sus labios), salí del salón con dirección a mi cuarto.
Cerré las puertas. Allí estaban las flores recogidas por ella para mí; las ajé con mis
besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos
de María; bañélas con mis lágrimas... ¡Ah, los que no habéis llorado de felicidad así,
llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco
volveréis a amar ya!
¡Primer amor!... Noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que
antes nos era caro a favor de la mujer querida; felicidad que comprada para un día con
las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios; perfume para
todas las horas del porvenir; luz inextinguible del pasado; flor guardada en el alma y
que no es dado marchitar a los desengaños; único tesoro que no puede arrebatarnos la
envidia de los hombres; delirio delicioso... inspiración del Cielo... ¡María! ¡María!
¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!
VII
Cuando hizo mi padre el último viaje a las Antillas, Salomón, primo suyo a quien
mucho había amado desde la niñez, acababa de perder a su esposa. Muy jóvenes habían
venido juntos a Sudamérica, y en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un
español, intrépido capitán de navío que, después de haber dejado el servicio por algunos
años, se vio forzado en 1819 a tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de
España, y que murió fusilado en Majagual el 20 de mayo de 1820.
La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa
que renunciase él a la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano a los veinte años de
edad. Su primo se aficionó en aquellos días a la religión católica, sin ceder por eso a sus
instancias para que también se hiciese bautizar, pues sabía que lo que hecho por mi
padre, le daba la esposa que deseaba, a él le impediría ser aceptado por la mujer a quien
amaba en Jamaica.
Después de algunos años de separación, volvieron a verse, pues, los dos amigos. Ya era
viudo Salomón. Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía a la sazón tres años.
Mi padre lo encontró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva
religión le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los
parientes para salvarlo. Instó a Salomón para que le diera su hija a fin de educarla a
nuestro lado, y se atrevió a proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó
diciéndole: «Es verdad que solamente mi hija me ha impedido emprender un viaje a la
India, que mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza: también ha sido ella mi único
consuelo después de la muerte de Sara; pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas
son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en las
desgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija
dejándola judía. No lo digas a nuestros parientes; pero cuando llegues a la primera costa
donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester
en el de María». Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.
A pocos días se daba a la vela en la bahía de Montego la goleta que debía conducir a mi
padre a las costas de Nueva Granada. La ligera nave ensayaba sus blancas alas como
una garza de nuestros bosques las suyas antes de emprender un largo vuelo. Salomón
entró a la habitación de mi padre, que acababa de arreglar su traje de a bordo, llevando a
Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el
equipaje de la niña: ésta tendió los bracitos a su tío, y Salomón, poniéndola en los de su
amigo, se dejó caer sollozando sobre el pequeño baúl. Aquella criatura, cuya cabeza
preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el
de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó
jamás. A Salomón le fue recordada por su amigo, al saltar éste a la lancha que iba a
separarlos, una promesa, y él respondió con voz ahogada: «¡Las oraciones de mi hija
por mí y las mías por ella y su madre, subirán juntas a los pies del Crucificado!».
Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que
me trajo de su viaje por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre
la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento en
que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo: «Esta es la hija de Salomón,
que él te envía».
Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron a modular acentos castellanos,
tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.
Habrían corrido unos seis años. Al entrar yo una tarde en el cuarto de mi padre, lo oí
sollozar: tenía los brazos cruzados sobre la mesa y en ellos apoyaba la frente; cerca de él
mi madre lloraba, y en sus rodillas reclinaba María la cabeza, sin comprender ese dolor
y casi indiferente a los lamentos de su tío: era que una carta de Kingston, recibida aquel
día, daba la nueva de la muerte de Salomón. Recuerdo solamente una expresión de mi
padre en aquella tarde: «Si todos me van abandonando sin que pueda recibir sus últimos
adioses, ¿a qué volveré yo a mi país?». ¡Ay, sus cenizas debían descansar en tierra
extraña, sin que los vientos del océano, en cuyas playas retozó siendo niño, cuya
inmensidad cruzó joven y ardiente, vengan a barrer sobre la losa de su sepulcro las
flores secas de los aromas y el polvo de los años!
Pocos eran entonces los que, conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María
no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva e inteligente.
Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que a mis hermanas y a mí,
ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.
Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, suelta y
jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros; el acento con algo de
melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando
partí de la casa paterna; así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas
de la ventana de mi madre.
VIII
A prima noche llamó Emma a mi puerta para que fuera a la mesa. Me bañé el rostro
para ocultar las huellas de mis lágrimas, y me mudé los vestidos para disculpar mi
tardanza.
No estaba María en el comedor, y en vano imaginé que sus ocupaciones la habían hecho
demorarse más de lo acostumbrado. Notando mi padre un asiento desocupado, preguntó
por ella, y Emma la disculpó diciendo que desde esa tarde había tenido dolor de cabeza
y que dormía ya. Procuré no mostrarme impresionado; y haciendo todo esfuerzo para
que la conversación fuera amena, hablé con entusiasmo de todas las mejoras que había
encontrado en las fincas que acabábamos de visitar. Pero todo fue inútil: mi padre
estaba más fatigado que yo, y se retiró temprano; Emma y mi madre se levantaron para
ir a acostar a los niños y ver cómo estaba María, lo cual les agradecí, sin que me
sorprendiera ya en mí ese mismo sentimiento de gratitud.
Aunque Emma volvió al comedor, la sobremesa no duró largo tiempo. Felipe y Eloísa,
que se habían empeñado en que tomara parte en su juego de naipes, acusaron de
soñolientos mis ojos. Aquél había solicitado inútilmente de mi madre permiso para
acompañarme al día siguiente a la montaña, por lo cual se retiró descontento.
Meditando en mi cuarto, creí adivinar la causa del sufrimiento de María. Recordé la
manera como yo había salido del salón después de mi llegada y cómo la impresión que
me hizo el acento confidencial de ella fue motivo de que le contestara con la falta de
tino propio de quien está reprimiendo una emoción. Conociendo ya el origen de su
pena, habría dado mil vidas por obtener un perdón suyo; pero la duda vino a agravar la
turbación de mi espíritu. Dudé del amor de María. ¿Por qué, pensaba yo, se esfuerza mi
corazón en creerla sometida a este mismo martirio? Consideréme indigno de poseer
tanta belleza, tanta inocencia. Echéme en cara ese orgullo que me había ofuscado hasta
el punto de creerme por él objeto de su amor, siendo solamente merecedor de su cariño
de hermana. En mi locura pensé con menos terror, con placer casi, en mi próximo viaje.
2) escribe los personajes del texto
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3) escribe la idea principal del texto.
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4) realiza un dibujo donde representes el texto.
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TERCERA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 17 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el texto
Levantéme al día siguiente cuando amanecía. Los resplandores que delineaban hacia el
oriente las cúspides de la cordillera central doraban en semicírculos sobre ella algunas
nubes ligeras que se desataban las unas de las otras para alejarse y desaparecer.
Las verdes pampas y selvas del valle se veían como al través de un vidrio azulado, y en
medio de ellas algunas cabañas blancas, humaredas de los montes recién quemados
elevándose en espiral, y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de occidente,
con sus pliegues y senos, semejaba mantos de terciopelo azul oscuro suspendidos de sus
centros por manos de genios velados por las nieblas. Al frente de mi ventana, los rosales
y los follajes de los árboles del huerto parecían temer las primeras brisas que vendrían a
derramar el rocío que brillaba en sus hojas y flores. Todo me pareció triste. Tomé la
escopeta; hice una señal al cariñoso Mayo que, sentado sobre las piernas traseras, me
miraba fijamente, arrugada la frente por la excesiva atención, aguardando la primera
orden; y saltando el vallado de piedra, cogí el camino de la montaña. Al internarme, la
hallé fresca y temblorosa bajo las caricias de las últimas auras de la noche. Las garzas
abandonaban sus dormideros formando en su vuelo líneas ondulantes que plateaba el
Sol, como cintas abandonadas al capricho del viento. Bandadas numerosas de loros se
levantaban de los guaduales para dirigirse a los maizales vecinos, y el diostedé saludaba
al día con su canto triste y monótono desde el corazón de la sierra.
Bajé a la vega montuosa del río por el mismo sendero por donde lo había hecho tantas
veces seis años antes.
El trueno de su raudal se iba aumentando, y poco después descubrí las corrientes,
impetuosas al precipitarse en los saltos, convertidas en espumas hervidoras en ellos,
cristalinas y tersas en los remansos, rodando siempre sobre un lecho de peñascos
afelpados de musgos, orlados en la ribera por iracales, helechos y cañas de amarillos
tallos, plumajes sedosos y semilleros de color de púrpura.
Detúveme en la mitad del puente, formado por el huracán con un cedro corpulento, el
mismo por donde había pasado en otro tiempo. Floridas parásitas colgaban de sus
ramas, y campanillas azules y tornasoladas bajaban en festones desde mis pies a
mecerse en las ondas. Una vegetación exuberante y altiva abovedaba a trechos el río, y
al través de ella penetraban algunos rayos del Sol naciente como por la techumbre rota
de un templo indiano abandonado. Mayo aulló cobarde en la ribera que yo acababa de
dejar, y a instancias mías se resolvió a pasar por el puente fantástico, tomando en
seguida antes que yo el sendero que conducía a la posesión del viejo José, quien
esperaba de mí aquel día el pago de su visita de bienvenida.
Después de una pequeña cuesta pendiente y oscura, y de atravesar a saltos por sobre el
arbolado seco de los últimos derribos del montañés, me hallé en la placeta sembrada de
legumbres, desde donde divisé humeando la casita situada en medio de las colinas
verdes, que yo había dejado entre bosques al parecer indestructibles. Las vacas,
hermosas por su tamaño y color, bramaban a la puerta del corral buscando sus becerros.
Las aves domésticas alborotaban recibiendo la ración matutina; en las palmeras
cercanas, que había respetado el hacha de los labradores, se mecían las oropéndolas
bulliciosas en sus nidos colgantes, y en medio de tan grata algarabía oíase a las veces el
grito agudo del pajarero, que desde su barbacoa y armado de honda espantaba las
guacamayas hambrientas que revoloteaban sobre el maizal.
Los perros del antioqueño le dieron con sus ladridos aviso de mi llegada. Mayo,
temeroso de ellos, se me acercó mohíno. José salió a recibirme, el hacha en una mano y
el sombrero en la otra.
La pequeña vivienda denunciaba laboriosidad, economía y limpieza; todo era rústico,
pero estaba cómodamente dispuesto, y cada cosa en su lugar. La sala de la casita,
perfectamente barrida, poyos de guadua alrededor, cubiertos de esteras de junco y pieles
de oso, algunas estampas de papel iluminado representando santos y prendidas con
espinas de naranjo a las paredes sin blanquear, tenía a derecha e izquierda la alcoba de
la mujer de José y la de las muchachas. La cocina, formada de caña menuda y con el
techo de hojas de la misma planta, estaba separada de la casa por un huertecillo donde el
perejil, la manzanilla, el poleo y las albahacas mezclaban sus aromas.
Las mujeres parecían vestidas con más esmero que de ordinario. Las muchachas, Lucía
y Tránsito, llevaban enaguas de zaraza morada y camisas muy blancas con golas de
encaje, ribeteadas de trencilla negra, bajo las cuales escondían parte de sus rosarios, y
gargantillas de bombillas de vidrio con color de ópalo. Las trenzas de sus cabellos,
gruesas y de color de azabache, les jugaban sobre sus espaldas al más leve movimiento
de los pies desnudos, cuidados e inquietos. Me hablaban con suma timidez, y su padre
fue quien, notando eso, las animó diciéndoles: «¿Acaso no es el mismo niño Efraín,
porque venga del colegio sabido y ya mozo?». Entonces se hicieron más joviales y
risueñas: nos enlazaban amistosamente los recuerdos de los juegos infantiles, poderosos
en la imaginación de los poetas y de las mujeres. Con la vejez, la fisonomía de José
había ganado mucho: aunque no se dejaba la barba, su faz tenía algo de bíblico, como
casi todas las de los ancianos de buenas costumbres del país donde nació; una cabellera
cana y abundante le sombreaba la tostada y ancha frente, y sus sonrisas revelaban
tranquilidad de alma. Luisa, su mujer, más feliz que él en la lucha con los años,
conservaba en el vestir algo de la manera antioqueña, y su constante jovialidad dejaba
comprender que estaba contenta de su suerte.
José me condujo al río y me habló de sus siembras y cacerías, mientras yo me sumergía
en el remanso diáfano desde el cual se lanzaban las aguas formando una pequeña
cascada. A nuestro regreso encontramos servido en la única mesa de la casa el
provocativo almuerzo. Campeaba el maíz por todas partes: en la sopa de mote servida
en platos de loza vidriada y en doradas arepas esparcidas sobre el mantel. El único
cubierto del menaje estaba cruzado sobre mi plato blanco y orillado de azul.
Mayo se sentó a mis pies con mirada atenta, pero más humilde que de costumbre.
José remendaba una atarraya mientras sus hijas, listas pero vergonzosas, me servían
llenas de cuidado, tratando de adivinarme en los ojos lo que podía faltarme. Mucho se
habían embellecido, y de niñas loquillas que eran se habían hecho mujeres oficiosas.
Apurado el vaso de espesa y espumosa leche, postre de aquel almuerzo patriarcal, José y
yo salimos a recorrer el huerto y la roza que estaba cogiendo. El quedó admirado de mis
conocimientos teóricos sobre las siembras, y volvimos a la casa una hora después para
despedirme yo de las muchachas y de la madre.
Púsele al buen viejo en la cintura el cuchillo de monte que le había traído del reino1, al
cuello de tránsito y Lucía, preciosos rosarios, y en manos de Luisa un relicario que ella
había encargado a mi madre. Tomé la vuelta de la montaña cuando era mediodía por
filo, según el examen que del Sol hizo José.
X
A mi regreso, que hice lentamente, la imagen de María volvió a asirse a mi memoria.
Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, su flores, sus aves y sus aguas, ¿por qué
me hablaban de ella? ¿Qué había allí de María? En las sombras húmedas, en la brisa que
movía los follajes, en el rumor del río... Era que veía el Edén, pero faltaba ella; era que
no podía dejar de amarla, aunque no me amase. Y aspiraba el perfume del ramo de
azucenas silvestres que las hijas de José habían formado para mí, pensando yo que
acaso merecerían ser tocadas por los labios de María: así se habían debilitado en tan
pocas horas mis propósitos de la noche.
Apenas llegué a casa, me dirigí al costurero de mi madre: María estaba con ella; mis
hermanas se habían ido al baño. Después de contestarme el saludo, María bajó los ojos
sobre la costura. Mi madre se manifestó regocijada por mi vuelta; pues sobresaltados en
casa con la demora, habían enviado a buscarme en aquel momento. Hablaba con ellas
ponderando los progresos de José, y Mayo quitaba con la lengua a mis vestidos los
cadillos que se les habían prendido en las malezas.
Levantó María otra vez los ojos, fijándolos en el ramo de azucenas que tenía yo en la
mano izquierda, mientras me apoyaba con la derecha en la escopeta; creí comprender
que las deseaba, pero un temor indefinible, cierto respeto a mi madre y a mis propósitos
de por la noche, me impidieron ofrecérselas. Mas me deleitaba imaginando cuán bella
quedaría una de mis pequeñas azucenas sobre sus cabellos de color castaño luciente.
Para ella debían ser, porque habría recogido durante la mañana azahares y violetas para
el florero de mi mesa. Cuando entré a mi cuarto no vi una flor allí. Si hubiese
encontrado enrollada sobre la mesa una víbora, no hubiera yo sentido emoción igual a la
que me ocasionó la ausencia de las flores: su fragancia había llegado a ser algo del
espíritu de María que vagaba a mi alrededor en las horas de estudio, que se mecía en las
cortinas de mi lecho durante la noche... ¡Ah! ¡Conque era verdad que no me amaba!
¡Conque había podido engañarme tanto mi imaginación visionaria! Y de ese ramo que
había traído para ella, ¿qué podía yo hacer? Si otra mujer, bella y seductora, hubiese
estado allí en ese momento, en ese instante de resentimiento contra mi orgullo, de
resentimiento con María, a ella lo habría dado a condición de que lo mostrase a todos y
se embelleciera con él. Lo llevé a mis labios como para despedirme por última vez de
una ilusión querida, y lo arrojé por la ventana.
XI
Hice esfuerzos para mostrarme jovial durante el resto del día. En la mesa hablé con
entusiasmo de las mujeres hermosas de Bogotá, y ponderé intencionalmente las gracias
y el ingenio de P... Mi padre se complacía oyéndome: Eloísa habría querido que la
sobremesa durase hasta la noche. María estuvo callada; pero me pareció que sus mejillas
palidecían algunas veces, y que su primitivo color no había vuelto a ellas, así como el
de las rosas que durante la noche han engalanado un festín.
Hacia la última parte de la conversación, María había fingido jugar con la cabellera de
Juan, hermano mío de tres años de edad a quien ella mimaba. Soportó hasta el fin; mas
tan luego como me puse en pie, se dirigió ella con el niño al jardín.
Todo el resto de la tarde y en la prima noche fue necesario ayudar a mi padre en sus
trabajos de escritorio.
A las ocho, y luego que las mujeres habían ya rezado sus oraciones de costumbre, nos
llamaron al comedor. Al sentarnos a la mesa, quedé sorprendido al ver una de las
azucenas en la cabeza de María. Había en su rostro bellísimo tal aire de noble, inocente
y dulce resignación, que como magnetizado por algo desconocido hasta entonces para
mí en ella, no me era posible dejar de mirarla.
Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como aquellas con quienes yo había
soñado, así la conocía; pero resignada ante mi desdén, era nueva para mí. Divinizada
por la resignación, me sentía indigno de fijar una mirada sobre su frente.
Respondí mal a unas preguntas que se me hicieron sobre José y su familia. A mi padre
no se le podía ocultar mi turbación; y dirigiéndose a María, le dijo sonriendo:
—Hermosas azucenas tienes en los cabellos: yo no he visto de esas en el jardín.
María, tratando de disimular su desconcierto, respondió con voz casi imperceptible:
—Es que de estas azucenas sólo hay en la montaña.
Sorprendí en aquel momento una sonrisa bondadosa en los labios de Emma.
—¿Y quién las ha enviado? —preguntó mi padre.
La turbación de María era ya notable. Yo la miraba; y ella debió de hallar algo nuevo y
animador en mis ojos, pues respondió con acento más firme:
—Efraín botó unas al huerto; y nos pareció que siendo tan raras, era lástima que se
perdiesen: ésta es una de ellas.
—María —le dije yo—, si hubiese sabido que eran tan estimables esas flores, las habría
guardado... para vosotras; pero me han parecido menos bellas que las que se ponen
diariamente en el florero de mi mesa.
Comprendió ella la causa de mi resentimiento, y me lo dijo tan claramente una mirada
suya, que temí se oyeran las palpitaciones de mi corazón.
Aquella noche, a la hora de retirarse la familia del salón, María estaba casualmente
sentada cerca de mí. Después de haber vacilado mucho, le dije al fin, con voz que
denunciaba mi emoción: «María, eran para ti; pero no encontré las tuyas».
Ella balbucía alguna disculpa cuando tropezando en el sofá mi mano con la suya, se la
retuve por un movimiento ajeno a mi voluntad. Dejó de hablar. Sus ojos me miraron
asombrados y huyeron de los míos.
Pasóse por la frente con angustia la mano que tenía libre, y apoyó en ella la cabeza,
hundiendo el brazo desnudo en el almohadón inmediato. Haciendo al fin un esfuerzo
para deshacer ese doble lazo de la materia y del alma que en tal momento nos unía,
púsose en pie; y como concluyendo una reflexión empezada, me dijo tan quedo que
apenas pude oírla: «Entonces... yo recogeré todos los días las flores más lindas»; y
desapareció.
Las almas como la de María ignoran el lenguaje mundano del amor; pero se doblegan
estremeciéndose a la primera caricia de aquel a quien aman, como la adormidera de los
bosques bajo el ala de los vientos.
Acababa de confesar mi amor a María; ella me había animado a confesárselo,
humillándose como una esclava a recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus
últimas palabras; su voz susurraba aún en mi oído: «Entonces, yo recogeré todos los
días las flores más lindas».
XII
La Luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las
crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas blanqueadas a trechos por
las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su
claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y
misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era
más grato que nunca a mi alma.
Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me imaginaba verla en medio de los
rosales entre los cuales la había sorprendido en aquella mañana primera; estaba allí
recogiendo el ramo de azucenas, sacrificando su orgullo a su amor. Era yo quien iba a
turbar en adelante el sueño infantil de su corazón: podría ya hablarle de mi amor,
hacerla el objeto de mi vida. ¡Mañana!, ¡mágica palabra la noche en que se nos ha dicho
que somos amados! Sus miradas, al encontrarse con las mías, no tendrían ya nada que
ocultarme; ella se embellecería para felicidad y orgullo mío.
Nunca las auroras de julio en el Cauca fueron tan bellas como María cuando se me
presentó al día siguiente, momentos después de salir del baño, la cabellera de carey
sombreado suelta y a medio rizar, las mejillas de color de rosa suavemente desvanecido,
pero en algunos momentos avivado por el rubor; y jugando en sus labios cariñosos
aquella sonrisa castísima que revela en las mujeres como María una felicidad que no les
es posible ocultar. Sus miradas, ya más dulces que brillantes, mostraban que su sueño
no era tan apacible como había solido. Al acercármele noté en su frente una contracción
graciosa y apenas perceptible, especie de fingida severidad de que usó muchas veces
para conmigo cuando después de deslumbrarme con toda la luz de su belleza, imponía
silencio a mis labios, próximos a repetir lo que ella tanto sabía.
Era ya para mí una necesidad tenerla constantemente a mi lado; no perder un solo
instante de su existencia abandonada a mi amor; y dichoso con lo que poseía, y ávido
aún de dicha, traté de hacer un paraíso de la casa paterna. Hablé a María y a mi hermana
del deseo que habían manifestado ellas de hacer algunos estudios elementales bajo mi
dirección: ellas volvieron a entusiasmarse con el proyecto, y se decidió que desde ese
mismo día se daría principio.
Convirtieron uno de los ángulos del salón en gabinete de estudio; desclavaron algunos
mapas de mi cuarto; desempolvaron el globo geográfico que en el escritorio de mi padre
había permanecido hasta entonces ignorado; fueron despejadas de adornos dos consolas
para hacer de ellas mesa de estudio. Mi madre sonreía al presenciar todo aquel
desarreglo que nuestro proyecto aparejaba.
Nos reuníamos todos los días dos horas, durante las cuales les explicaba yo algún
capítulo de geografía, leíamos algo de historia universal, y las más veces muchas
páginas del Genio del Cristianismo. Entonces pude valuar toda la inteligencia de María:
mis frases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se
adelantaba casi siempre con triunfo infantil a mis explicaciones.
Emma había sorprendido el secreto y se complacía en nuestra inocente felicidad. ¿Cómo
ocultarle yo en aquellas frecuentes conferencias lo que en mi corazón pasaba? Ella
debió de observar mi mirada inmóvil sobre el rostro hechicero de su compañera
mientras daba ésta una explicación pedida. Había visto ella temblarle la mano a María si
yo se la colocaba sobre algún punto buscado inútilmente en el mapa. Y siempre que
sentado cerca de la mesa, ellas en pie a uno y otro lado de mi asiento, se inclinaba María
para ver mejor algo que estaba en mi libro o en las cartas, su aliento, rozando mis
cabellos, sus trenzas, al rodar de sus hombros, turbaron mis explicaciones, y Emma
pudo verla enderezarse pudorosa.
En ocasiones, quehaceres domésticos llamaban la atención de mis discípulas, y mi
hermana tomaba siempre a su cargo ir a desempeñarlos para volver un rato después a
reunírsenos. Entonces mi corazón palpitaba fuertemente. María, con la frente
infantilmente grave y los labios casi risueños, abandonaba a las mías alguna de sus
manos aristocráticas sembradas de hoyuelos, hechas para oprimir frentes como la de
Byron; y su acento, sin dejar de tener aquella música que le era peculiar, se hacía lento y
profundo al pronunciar palabras suavemente articuladas que en vano probaría yo a
recordar hoy; porque no he vuelto a oírlas, porque pronunciadas por otros labios no son
las mismas, y escritas en estas páginas aparecerían sin sentido. Pertenecen a otro
idioma, del cual hace muchos años no viene a mi memoria ni una frase.
XIII
Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María.
Tan cristiana y llena de fe, se regocijaba al encontrar bellezas por ella presentidas en el
culto católico. Su alma tomaba de la paleta que yo le ofrecía, los más preciosos colores
para hermosearlo todo; y el fuego poético, don del Cielo que hace admirables a los
hombres que lo poseen y diviniza a las mujeres que a su pesar lo revelan, daba a su
semblante encantos desconocidos para mí hasta entonces en el rostro humano. Los
pensamientos del poeta, acogidos en el alma de aquella mujer tan seductora en medio de
su inocencia, volvían a mí como eco de una armonía lejana y conocida que torna a
conmover el corazón.
Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos
de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, ella, mi
hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pendiente, desde donde veíamos a la
derecha en la honda vega rodar las corrientes bulliciosas del río, y teniendo a nuestros
pies el valle majestuoso y callado, leía yo el episodio de Atala, y las dos, admirables en
su inmovilidad y abandono, oían brotar de mis labios toda aquella melancolía
aglomerada por el poeta para «hacer llorar al mundo». Mi hermana, apoyado el brazo
derecho en uno de mis brazos, la cabeza casi unida a la mía, seguía con los ojos las
líneas que yo iba leyendo. María, medio arrodillada cerca de mí, no separaba de mi
rostro sus miradas, húmedas ya.
El Sol se había ocultado cuando con voz alterada leí las últimas páginas del poema. La
cabeza pálida de Emma descansaba sobre mi hombro. María se ocultaba el rostro con
entrambas manos. Luego que leí aquella desgarradora despedida de Chactas sobre el
sepulcro de su amada, despedida que tantas veces ha arrancado un sollozo a mi pecho:
«¡Duerme en paz en extranjera tierra, joven desventurada! En recompensa de tu amor,
de tu destierro y de tu muerte, quedas abandonada hasta del mismo Chactas», María,
dejando de oír mi voz, descubrió la faz, y por ella rodaban gruesas lágrimas. Era tan
bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos
dirigimos en silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay, mi alma y la de María no sólo
estaban conmovidas por aquella lectura: estaban abrumadas por el presentimiento!
XIV
Pasados tres días, al bajar; una tarde de la montaña, me pareció notar algún sobresalto
en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi
hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba
aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad.
Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el
frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me
acerqué desconcertado a su lecho. A los pies de éste se hallaba sentado mi padre: fijó en
mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme
hacer una reconvención al mostrármela. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista
para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer
una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo.
Permanecí inmóvil contemplándola, sin atreverme a averiguar cuál era su mal. Estaba
como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la
cabellera descompuesta, en la cual se descubrían estrujadas las flores que yo le había
dado en la mañana: la frente contraída revelaba un padecimiento insoportable, y un
ligero sudor le humedecía las sienes: de los ojos cerrados habían tratado de brotar
lágrimas que brillaban detenidas en las pestañas.
Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes
de salir se acercó al lecho, y tomando el pulso de María, dijo:
—Todo ha pasado. ¡Pobre niña! Es exactamente el mismo mal que padeció su madre.
El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollozo, y al volver a su
natural estado exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme a la
cabecera del lecho, y olvidándome de mi madre y de Emma, que permanecían
silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el
torrente de mis lágrimas, hasta entonces contenido.
2) escribe los personajes del texto
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3) realiza un dibujo sobre el texto
4) busca los términos desconocidos y copialos con su respectivo significado
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CUARTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 18 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
SÉPTIMA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 21 DE AGOSTO DEL 2016
2) busca los terminos desconocidos y copialos con su respectivo significado.
1) lee el texto
Medía toda mi desgracia: era el
mismo mal de su madre, que había muerto muy joven atacada de una epilepsia
incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo.
Sentí algún movimiento en esa mano inerte, a la que mi aliento no podía volver el calor.
María empezaba ya a respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en
pronunciar alguna palabra. Movió la cabeza de un lado a otro, cual si tratara de
deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras
ininteligibles, pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo,
devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá
mis labios la llamaron. Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y
los fijó en mí, haciendo esfuerzo para reconocerme. Medio incorporándose un instante
después, «¿qué es?», me dijo apartándome; «¿qué me ha sucedido?», continuó,
dirigiéndose a mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo
de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: «¿Ya ves? Yo lo
temía».
Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche a
verla, cuando la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió. Al
despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano, «hasta mañana», me dijo y
acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que interrumpida nuestra
conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la
concluyésemos.
XV
Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impetuoso columpiaba los
sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de
donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo
instantáneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer
iluminar el fondo tenebroso del valle.
Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las
sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre
tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y
serenas que acaso no volverían ya más!
No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibrante de un ave vino a
rozar mi frente.
Miré hacia los bosques inmediatos para seguirla: era un ave negra.
Mi cuarto estaba frío; las rosas de la ventana temblaban como si se temiesen
abandonadas a los rigores del tempestuoso viento: el florero contenía ya marchitos y
desmayados los lirios que en la mañana había colocado en él María. En esto una ráfaga
apagó de súbito la lámpara, y un trueno dejó oír por largo rato su creciente retumbo,
como si fuese el de un carro gigante despeñado de las cumbres rocallosas de la sierra.
En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad.
Acababa de dar las doce el reloj del salón. Sentí pasos cerca de mi puerta y muy luego
la voz de mi padre que me llamaba. «Levántate», me dijo tan pronto como le respondí,
«María sigue mal».
El acceso había repetido. Después de un cuarto de hora hallábame percibido para
marchar. Mi padre me hacía las últimas indicaciones sobre los nuevos síntomas de la
enfermedad, mientras el negrito Juan Angel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y
asustadizo.
Monté; sus cascos herrados crujieron sobre el empedrado, y un instante después bajaba
yo hacia las llanuras del valle buscando el sendero a la luz de algunos relámpagos
lívidos... Iba en solicitud del doctor Mayn, que pasaba a la sazón una temporada de
campo a tres leguas de nuestra hacienda.
La imagen de María, tal como la había visto en el lecho aquella tarde, al decirme ese
«hasta mañana» que tal vez no llegaría, iba conmigo, y avivando mi impaciencia me
hacía medir incesantemente la distancia que me separaba del término del viaje,
impaciencia que la velocidad del caballo no era bastante a moderar.
Las llanuras empezaban a desaparecer, huyendo en sentido contrario a mi carrera,
semejantes a mantos inmensos arrollados por el huracán. Los bosques que más cercanos
creía, parecían alejarse cuando avanzaba hacia ellos. Sólo algún gemido del viento entre
los higuerones y chiminangos sombríos, el resuello fatigoso del caballo y el choque de
sus cascos en los pedernales que chispeaban interrumpían el silencio de la noche.
Algunas cabañas de Santa Elena quedaron a mi derecha, y poco después dejé de oír los
ladridos de sus perros. Vacadas dormidas sobre el camino empezaban a hacerme
moderar el paso.
La hermosa casa de los señores de M..., con su capilla blanca y sus bosques de ceibas,
se divisaba en lejanía a los primeros rayos de la luna naciente, cual castillo cuyas torres
y techumbres hubiese desmoronado el tiempo.
El Amaime baja crecido con las lluvias de la noche, y su estruendo me lo anunció
mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la Luna, que atravesando los
follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su
raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco.
Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del
río y resoplando sordamente parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se
azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido por un terror
invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié el cuello y las crines
humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al río; entonces levantó las
manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda, que le abandoné,
temeroso de haber errado el botadero2 de las crecientes. El subió por la ribera unas
veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz a las espumas, y
levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua lo cubrió casi todo,
llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi
cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su
cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir más curva hacia arriba la línea
de corte, porque de otro modo, perdida la parte baja de la ladera, era inaccesible por su
altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados. Había pasado el
peligro. Me apeé para examinar las cinchas, de las cuales se había reventado una. El
noble bruto se sacudió, y un instante después continué la marcha.
Luego que anduve un cuarto de legua, atravesé las ondas del Nima, humildes, diáfanas y
tersas, que rodaban iluminadas hasta perderse en las sombras de bosques silenciosos.
Dejé a la izquierda la pampa de Santa R., cuya casa, en medio de arboledas de ceibas y
bajo el grupo de palmeras que elevan los follajes sobre su techo, semeja en las noches
de luna la tienda de un rey oriental colgada de los árboles de un oasis.
Eran las dos de la madrugada cuando después de atravesar la villa de P..., me desmonté
a la puerta de la casa en que vivía el médico.
XVI
En la tarde del mismo día se despidió de nosotros el doctor, después de dejar casi
completamente restablecida a María y de haberle prescrito un régimen para evitar la
repetición del acceso, aunque prometió visitar a la enferma con frecuencia. Yo sentía un
alivio indecible al oírle asegurar que no había peligro alguno, y por él, doble cariño del
que hasta entonces le había profesado, solamente porque tan pronta reposición
pronosticaba a María. Entré a la habitación de ésta, luego que el médico y mi padre, que
iba a acompañarlo en una legua de camino, se pusieron en marcha.
Estaba acabando de trenzarse los cabellos viéndose en un espejo que mi hermana
sostenía sobre los almohadones. Apartando ruborizada el mueble me dijo:
—Estas no son ocupaciones de enferma, ¿no es verdad?, pero ya estoy buena. Espero no
volver a ocasionarte un viaje tan peligroso como el de anoche.
—En ese viaje no ha habido peligros —le respondí.
—¡El río, sí, el río! Yo pensé en eso y tantas cosas que podían sucederte por causa mía.
—¿Un viaje de tres leguas? ¿Esto llamas?...
—Ese viaje en que has podido ahogarte, según refirió aquí el doctor, tan sorprendido,
que aún no me había pulsado y ya hablaba de eso. Tú y él al regreso habéis tenido que
aguardar dos horas para que bajase el río.
—El doctor a caballo es una maula; y su mula pacienzuda no es lo mismo que un buen
caballo.
—El hombre que vive en la casita del paso —me interrumpió María— al reconocer esta
mañana tu caballo negro, se admiró de que no se hubiese ahogado el jinete que anoche
se botó al río a tiempo que él le gritaba que no había vado. ¡Ay! No, no, yo no quiero
volver a enfermarme. ¿No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad?
—Sí —le respondí—; y me ha prometido no dejar pasar dos días seguidos en estos
quince sin venir a verte.
—Entonces no tendrás que hacer otro viaje de noche. ¿Qué habría yo hecho si...
—Me habrías llorado mucho, ¿no es verdad? —repliqué sonriéndome.
Miróme por algunos momentos, y yo agregué:
—¿Puedo acaso estar cierto de morir en cualquier tiempo convencido de...
—¿De qué?
Y adivinando lo demás en mi mirada:
—¡Siempre, siempre! —añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos
encajes de los almohadones.
—Y yo tengo cosas muy tristes que decirte —continuó después de unos momentos de
silencio—; tan tristes, que son la causa de mi enfermedad. Tú estabas en la montaña...
Mamá lo sabe todo; y yo oí que papá le decía a ella que mi madre había muerto de un
mal cuyo nombre no alcancé a oír; que tú estabas destinado a hacer una bella carrera; y
que yo... ¡ah! yo no sé si es cierto lo que oí... será que no merezco que seas como eres
conmigo.
De sus ojos velados rodaron a sus mejillas cálidas, lágrimas que se apresuró a enjugar.
—No digas eso, María, no lo pienses —le dije—; no; yo te lo suplico.
—Pero si yo lo he oído, y después fue cuando no supe de mí... ¿Por qué, entonces?
—Mira, yo te ruego... yo... ¿Quieres permitirme te mande que no hables más de eso?
Había dejado ella caer la frente sobre el brazo en que se apoyaba y cuya mano
estrechaba yo entre las mías, cuando oí en la pieza inmediata el ruido de los ropajes de
Emma, que se acercaba.
Aquella noche, a la hora de la cena, estábamos en el comedor mis hermanas y yo
esperando a mis padres, que tardaban más tiempo del acostumbrado. Por último se les
oyó hablar en el salón como dando fin a una conversación importante. La noble
fisonomía de mi padre mostraba, en la ligera contracción de las extremidades de sus
labios y en la pequeña arruga que por en medio de las cejas le surcaba la frente, que
acababa de sostener una lucha moral que lo había alterado. Mi madre estaba pálida, pero
sin hacer el menor esfuerzo para mostrarse tranquila, me dijo al sentarse a la mesa:
—No me había acordado de decirte que José estuvo esta mañana a vernos y a convidarte
para una cacería; mas cuando supo la novedad ocurrida, prometió volver mañana muy
temprano. ¿Sabes tú si es cierto que se casa una de sus hijas?
—Tratará de consultarte su proyecto —observó distraídamente mi padre.
—Se trata probablemente de una cacería de osos —le respondí.
—¿De osos? ¡Qué! ¿Cazas tú osos?
—Sí, señor; es una cacería divertida que he hecho con él algunas veces.
—En mi país —repuso mi padre— te tendrían por un bárbaro o por un héroe.
—Y sin embargo, esa clase de partidas es menos peligrosa que la de venados, que se
hace todos los días y en todas partes; pues aquélla, en lugar de exigir los cazadores el
que tiren a derrumbarse desatentados por entre breñas y cascadas, necesita solamente un
poco de agilidad y puntería certera.
Mi padre, sin dejar ver ya en el semblante el ceño que antes tenía, habló de la manera
como se cazan ciervos en Jamaica y de lo aficionados que habían sus parientes a esa
clase de pasatiempo, distinguiéndose entre ellos, por su tenacidad, destreza y
entusiasmo, Salomón, de quien nos refirió, riendo ya, algunas anécdotas.
Al levantarnos de la mesa, se acercó a mí para decirme:
—Tu madre y yo tenemos que hablar algo contigo; ven luego a mi cuarto.
A tiempo que entraba a él, mi padre escribía dando la espalda a mi madre, que se
hallaba en la parte menos alumbrada de la habitación, sentada en la butaca que ocupaba
siempre que se detenía allí.
—Siéntate —me dijo él, dejando por un momento de escribir y mirándome por encima
de los espejuelos, que eran de vidrios blancos y fino engaste de oro.
Pasados algunos minutos, habiendo colocado cuidadosamente en su lugar el libro de
cuentas en que estaba escribiendo, acercó un asiento al que yo ocupaba, y en voz baja
habló así:
—He querido que tu madre presencie esta conversación, porque se trata de un asunto
grave sobre el cual tiene ella la misma opinión que yo.
Dirigióse a la puerta para entornarla y botar el cigarro que estaba fumando, y continuó
de esta manera:
—Hace ya tres meses que estás con nosotros y solamente pasados dos más podrá el
señor A... emprender su viaje a Europa, y con él es con quien debes irte. Esa demora,
hasta cierto punto, nada significa; tanto porque es muy grato para nosotros tenerte a
nuestro lado después de seis años de ausencia a que han de seguir otros, como porque
observo con placer que aun aquí, es el estudio uno de tus goces predilectos. No puedo
ocultarte, ni debo hacerlo, que he concebido grandes esperanzas, por tu carácter y
aptitudes, de que coronarás lúcidamente la carrera que vas a seguir. No ignoras que
pronto la familia necesitará de tu apoyo, con mayor razón después de la muerte de tu
hermano.
Luego, haciendo una pausa, prosiguió:
—Hay algo en tu conducta que es preciso decirte no está bien; tú no tienes más que
veinte años, y a esa edad un amor fomentado inconsideradamente podría hacer ilusorias
todas las esperanzas de que acabo de hablarte. Tú amas a María, y hace muchos días que
lo sé, como es natural. María es casi mi hija y yo no tendría nada que observar si tu edad
y posición nos permitieran pensar en un matrimonio; pero no lo permiten, y María es
muy joven. No son únicamente éstos los obstáculos que se presentan; hay uno quizá
insuperable, y es de mi deber hablarte de él. María puede arrastrarte y arrastrarnos
contigo a una desgracia lamentable de que está amenazada. El doctor Mayn se atreve
casi a asegurar que ella morirá joven del mismo mal a que sucumbió su madre: lo que
sufrió ayer es un síncope epiléptico, que tomando incremento en cada acceso, terminará
por una epilepsia del peor carácter conocido: eso dice el doctor. Responde tú ahora,
meditando mucho lo que vas a decir a una sola pregunta; responde como hombre
racional y caballero que eres; y que no sea lo que contestes dictado por una exaltación
extraña a tu carácter, tratándose de tu porvenir y el de los tuyos. Sabes la opinión del
médico, opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es conocida la suerte
de la esposa de Salomón: si nosotros consintiéramos en ello, ¿te casarías hoy con
María?
—Sí, señor —le respondí.
—¿Lo arrostrarías todo?
—¡Todo, todo!
—Creo que no solamente hablo con un hijo sino con el caballero que en ti he tratado de
formar.
Mi madre ocultó en ese momento el rostro en el pañuelo. Mi padre, enternecido tal vez
por esas lágrimas y acaso también por la resolución que en mí encontraba, conociendo
que la voz iba a faltarle, dejó por unos instantes de hablar.
—Pues bien —continuó—; puesto que esa noble resolución te anima, convendrás
conmigo en que antes de cinco años no podrás ser esposo de María. No soy yo quien
debe decirte que ella, después de haberte amado desde niña, te ama hoy de tal manera,
que emociones intensas, nuevas para ella, son las que, según Mayn, han hecho aparecer
los síntomas de la enfermedad: es decir que tu amor y el suyo necesitan precauciones y
que en adelante exijo me prometas, para tu bien, puesto que tanto así la amas, y para
bien de ella, que seguirás los consejos del doctor, dados por si llegaba este caso. Nada le
debes prometer a María, pues que la promesa de ser su esposo una vez cumplido el
plazo que he señalado, haría vuestro trato más íntimo, que es precisamente lo que se
trata de evitar. Inútiles son para ti más explicaciones: siguiendo esa conducta, puedes
salvar a María; puedes evitarnos la desgracia de perderla.
—En recompensa de todo lo que te concedemos —dijo volviéndose a mi madre— debes
prometerme lo siguiente: no hablar a María del peligro que la amenaza, ni revelarle
nada de lo que esta noche ha pasado entre nosotros. Debes saber también mi opinión
sobre tu matrimonio con ella, si su enfermedad persistiere después de tu regreso a este
país... pues vamos pronto a separarnos por algunos años: como padre tuyo y de María,
no sería de mi aprobación ese enlace. Al expresar esta resolución irrevocable, no es por
demás hacerte saber que Salomón, en los tres últimos años de su vida, consiguió formar
un capital de alguna consideración, el cual está en mi poder destinado a servir de dote a
su hija. Mas si ella muere antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela
materna, que está en Kingston.
Mi padre se paseó algunos momentos por el cuarto. Creyendo yo concluida nuestra
conferencia, me puse en pie para retirarme; pero él, volviendo a ocupar su asiento e
indicándome el mío, reanudó su discurso así:
—Hace cuatro días que recibí una carta del señor de M... pidiéndome la mano de María
para su hijo Carlos.
No pude ocultar la sorpresa que me causaron estas palabras. Mi padre se sonrió
imperceptiblemente antes de agregar:
—El señor de M... da quince días de término para aceptar o no su propuesta, durante los
cuales vendrán a hacernos una visita que antes me tenían prometida. Todo te será fácil
después de lo pactado entre nosotros. Buenas noches, pues —dijo poniéndome
afectuosamente la mano sobre el hombro—: que seas muy feliz en tu cacería; yo
necesito la piel del oso que mates para ponerla a los pies de mi catre.
—Está bien —le respondí.
Mi madre me tendió la mano, y reteniendo la mía me dijo:
—Te esperamos temprano; ¡cuidado con esos animales!
Tantas emociones se habían sucedido agitándome en las últimas horas, que apenas
podía darme cuenta de cada una de ellas, y me era imposible hacerme cargo de mi
extraña y difícil situación.
¡María amenazada de muerte; prometida así por recompensa a mi amor, mediante una
ausencia terrible; prometida con la condición de amarla menos; yo obligado a moderar
tan poderoso amor, amor adueñado para siempre de todo mi ser, so pena de verla
desaparecer de la Tierra como una de las beldades fugitivas de mis sueños, y teniendo
que aparecer en adelante ingrato e insensible tal vez a sus ojos, sólo por una conducta
que la necesidad y la razón me obligaban a adoptar! Ya no podría yo volver a oírle
aquellas confidencias hechas con voz conmovida; mis labios no podrían tocar ni
siquiera el extremo de una de sus trenzas. Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un
paso más para acercarme a ella sería perderla; dejarla llorar en abandono era un suplicio
superior a mis fuerzas.
¡Corazón cobarde!, no fuiste capaz de dejarte consumir por aquel fuego que mal
escondido podía agostarla... ¿Dónde está ella ahora, ahora que ya no palpitas; ahora que
los días y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo?
Cumpliendo Juan Angel mis órdenes, llamó a la puerta de mi cuarto al amanecer.
—¿Cómo está la mañana? —le pregunté.
—Mala, mi amo; quiere llover.
2) busca los terminos desconocidos del texto y copialos con su respectivosignificado
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3) realiza una pequeña historieta donde relates lo del texto
4) con los términos encontrados anteriormente realiza una sopa de letras.
QUINTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 19 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el texto
—Bueno. Vete a la montaña y dile a José que no me espere hoy.
Cuando abrí la ventana, me arrepentí de haber enviado al negrito, quien silbando y
tarareando bambucos iba a internarse en la primera mancha del bosque.
Soplaba de la sierra un viento frío y destemplado que sacudía los rosales y mecía los
sauces, desviando en su vuelo a una que otra pareja de loros viajeros. Todas las aves,
lujo del huerto en las mañanas alegres, callaban, y solamente los pellares revoloteaban
en los prados vecinos, saludando con su canto al triste día de invierno.
En breve las montañas desaparecieron bajo el velo ceniciento de una lluvia nutrida, que
dejaba oír ya su creciente rumor al acercarse azotando los bosques. A la media hora,
turbios y estrepitosos arroyos descendían peinando los pajonales de las laderas del otro
lado del río, que acrecentado, tronaba iracundo, y se divisaba en las lejanas revueltas
amarillento, desbordado y undoso.
XVII
Diez días habían pasado desde que tuvo lugar aquella penosa conferencia. No
sintiéndome capaz de cumplir los deseos de mi padre sobre la nueva especie de trato
que según él debía yo usar con María, y preocupado dolorosamente con la propuesta de
matrimonio hecha por Carlos, había buscado toda clase de pretextos para alejarme de la
casa. Pasé aquellos días ya encerrado en mi cuarto, ya en la posesión de José, las más
veces vagando a pie por los alrededores. Llevaba por compañero en mis paseos algún
libro en que no acertaba a poder leer, mi escopeta, que nunca disparaba, y a Mayo, que
me seguía fatigándose. Mientras dominado yo por una honda melancolía dejaba correr
las horas oculto en los sitios más agrestes, él procuraba en vano dormitar enroscado
sobre la hojarasca, de donde lo desalojaban las hormigas o lo hacían saltar impaciente
los tábanos y zancudos. Cuando el viejo amigo se cansaba de la inacción y el silencio,
que le eran antipáticos a pesar de sus achaques, se me acercaba, y recostando la cabeza
sobre una de mis rodillas, me miraba cariñoso, para alejarse después y esperarme a
algunas varas de distancia en el sendero que conducía a la casa; y en su afán por que
emprendiésemos marcha, una vez conseguido que yo lo siguiera, se propasaba hasta dar
algunos brincos de alegría, juveniles entusiasmos en que, a más de olvidar su
compostura y senil gravedad, salía poco airoso.
Una mañana entró mi madre a mi cuarto, y sentándose a la cabecera de la cama, de la
cual no había salido yo aún, me dijo:
—Esto no puede ser: no debes seguir viviendo así; yo no me conformo.
Como yo guardara silencio, continuó:
—Lo que haces no es lo que tu padre ha exigido; es mucho más; y tu conducta es cruel
para con nosotros y más cruel aún para con María. Estaba persuadida de que tus
frecuentes paseos tenían por objeto ir a casa de Luisa con motivo del cariño que te
profesan allí; pero Braulio, que vino ayer tarde, nos hizo saber que hacía cinco días que
no te veía. ¿Qué es lo que te causa esa profunda tristeza que no puedes dominar ni en
los pocos ratos que pasas en sociedad con la familia, y que te hace buscar
constantemente la soledad, como si te fuera ya enojoso el estar con nosotros?
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—María, señora —le respondí—, debe ser completamente libre para aceptar o no la
buena suerte que le ofrece Carlos; y yo, como amigo de él, no debo hacerle ilusorias las
esperanzas que fundadamente debe de alimentar de ser aceptado.
Así revelaba, sin poder evitarlo, el más insoportable dolor que me había atormentado
desde la noche en que supe la propuesta de los señores de M... Nada habían llegado a
ser para mí delante de aquella propuesta los fatales pronósticos del doctor sobre la
enfermedad de María; nada la necesidad de separarme de ella por muchos años.
—¿Cómo has podido imaginar tal cosa? —me preguntó sorprendida mi madre—.
Apenas habrá visto ella dos veces a tu amigo: justamente una en que estuvo aquí
algunas horas, y otra en que fuimos a visitar a su familia.
—Pero, madre mía, poco es el tiempo que falta para que se justifique o se desvanezca lo
que he pensado. Me parece que bien vale la pena de esperar.
—Eres muy injusto, y te arrepentirás de haberlo sido. María, por dignidad y por deber,
sabiéndose dominar mejor que tú, oculta lo mucho que tu conducta la está haciendo
sufrir. Me cuesta trabajo creer lo que veo; me asombra oír lo que acabas de decir. ¡Yo,
que creí darte una grande alegría y remediarlo todo haciéndote saber lo que Mayn nos
dijo ayer al despedirse!
—Diga usted, dígalo —le supliqué incorporándome.
—¿Para qué ya?
—¿Ella no será siempre... no será siempre mi hermana?
—Tarde piensas así. ¿O es que puede un hombre ser caballero y hacer lo que tú haces?
No, no; eso no debe hacerlo un hijo mío... ¡Tu hermana! ¡Y te olvidas de que lo estás
diciendo a quien te conoce más que tú mismo! ¡Tu hermana! ¡Y sé que te ama desde
que os dormía a ambos sobre mis rodillas! ¿Y es ahora cuando lo crees?, ahora que
venía a hablarte de eso, asustada por el sufrimiento que la pobrecita trata inútilmente de
ocultarme.
—Yo no quiero, ni por un instante, darle motivo a usted para un disgusto como el que
me deja conocer. Dígame qué debo hacer para remediar lo que ha encontrado usted
reprobable en mi conducta.
—Así debe ser. ¿No deseas que la quiera tanto como a ti?
—Sí, señora; y así es, ¿no es verdad?
—Así sería, aunque me hubiera olvidado de que no tiene otra madre que yo, de las
recomendaciones de Salomón y la confianza de que él me creyó digna; porque ella lo
merece y te ama tanto. El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara.
—¡El lo ha dicho!
—Sí, tu padre, tranquilizado ya por esa parte, ha querido que yo te lo haga saber.
—¿Podré, pues, volver a ser con ella como antes? —pregunté enajenado
—Casi...
—¡Oh! Ella me disculpará; ¿no lo cree usted? ¿El doctor ha dicho que no hay ya
ninguna clase de peligro? —agregué—; es necesario que lo sepa Carlos.
2) Busca las palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado.
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3) con las palabras encontradas realiza oraciones con cada una
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SEXTA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 20 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el texto
Mi madre me miró con extrañeza antes de responderme:
—¿Y por qué se le había de ocultar? Réstame decirte lo que creo debes hacer, puesto
que los señores de M... han de venir mañana, según lo anuncian. Dile esta tarde a
María... Pero, ¿qué puedes decirle que baste a justificar tu despego, sin faltar a las
órdenes de tu padre? Y aunque pudieras hablarle de lo que él te exigió, no podrías
disculparte, pues que para hacer lo que has hecho en estos días hay una causa que por
orgullo y delicadeza no debes descubrir. He ahí el resultado. Es forzoso que yo
manifieste a María el motivo real de tu tristeza.
—Pero si usted lo hace, si he sido ligero en creer lo que he creído, ¿qué pensará ella de
mí?
—Pensará menos mal que considerándote capaz de una veleidad e inconsecuencia más
odiosa que todo.
—Tiene usted razón hasta cierto punto; pero yo le suplico no diga a María nada de lo
que acabamos de hablar. He incurrido en un error, que tal vez me ha hecho sufrir más a
mí que a ella, y debo remediarlo; le prometo a usted que lo remediaré: le exijo
solamente dos días para hacerlo como se debe.
—Bien —me dijo levantándose para irse—; ¿sales hoy?
—Sí, señora.
—¿A dónde vas?
—Voy a pagar a Emigdio su visita de bienvenida; y es imprescindible, porque ayer le
mandé a decir con el mayordomo de su padre que me esperara hoy a almorzar.
—Mas volverás temprano.
—A las cuatro o las cinco.
—Vente a comer aquí.
—Sí. ¿Está usted otra vez satisfecha de mí?
—Cómo no —respondió sonriendo—. Hasta la tarde, pues: darás finos recuerdos a las
señoras, de parte mía y de las muchachas.
XVIII
Ya estaba yo listo para partir cuando Emma entró a mi cuarto. Extrañó verme con
semblante risueño.
—¿A dónde vas tan contento? —me preguntó.
—Ojalá no tuviera que ir a ninguna parte. A ver a Emigdio, que se queja de mi
inconstancia en todos los tonos, siempre que me encuentro con él.
—¡Qué injusto! —exclamó riendo—. ¿Inconstante tú?
—¿De qué te ríes?
—Pues de la injusticia de tu amigo. ¡Pobre!
—No, no; tú te ríes de otra cosa.
—De eso es —dijo tomando de mi mesa de baño una peinilla y acercándoseme—. Deja
que te peine yo, porque sabrá usted, señor constante, que una de las hermanas de su
amigo es una linda muchacha. Lástima —continuó, haciendo el peinado ayudada de sus
graciosas manos— que el señorito Efraín se haya puesto un poquito pálido en estos días,
porque las bugueñas no imaginan belleza varonil sin frescos colores en las mejillas.
Pero si la hermana de Emigdio estuviese al corriente de...
—Tú estás muy parlera hoy.
—¿Sí?, y tú muy alegre. Mírate al espejo y dime si no has quedado muy bien.
—¡Qué visita! —exclamé oyendo la voz de María que llamaba a mi hermana.
—De veras. Cuánto mejor sería ir a dar un paseo por los picachos del boquerón de
Amaime y disfrutar del... grandioso y solitario paisaje, o andar por los montes como res
herida, espantando zancudos, sin perjuicio de que Mayo se llene de nuches... ¡pobre!,
que está imposible.
—María te llama —le interrumpí.
—Ya sé para qué es.
—¿Para qué?
—Para que le ayude a hacer una cosa que no debiera hacer.
—¿Se puede saber cuál?
—No hay inconveniente: me está esperando para que vayamos a coger flores que han de
servir para reemplazar éstas, dijo señalando las del florero de mi mesa; y si yo fuera ella
no volvería a poner ni una más ahí.
—Si tú supieras...
—Y si supieras tú...
Mi padre, que me llamaba desde su cuarto, interrumpió aquella conversación, que
continuada, habría podido frustrar lo que desde mi última entrevista con mi madre me
había propuesto llevar a cabo.
Al entrar en el cuarto de mi padre, examinaba él en la ventana la máquina de un
hermoso reloj de bolsillo, y decía:
—Es una cosa admirable: indudablemente vale las treinta libras.
Volviéndose en seguida hacia mí, agregó:
—Este es el reloj que encargué a Londres; míralo.
—Es mucho mejor que el que usted usa —observé examinándolo.
—Pero el que uso es muy exacto, y el tuyo muy pequeño: debes regalarlo a una de las
muchachas y tomar para ti éste.
Sin dejarme tiempo para darle las gracias añadió:
—¿Vas a casa de Emigdio? Di a su padre que puedo preparar el potrero de guinea para
que hagamos la ceba en compañía; pero que su ganado debe estar listo, precisamente, el
quince del entrante.
Volví en seguida a mi cuarto a tomar mis pistolas. María, desde el jardín y al pie de mi
ventana, entregaba a Emma un manojo de montenegros, mejoranas y claveles; pero el
más hermoso de éstos, por su tamaño y lozanía, lo tenía ella en los labios.
—Buenos días, María —le dije apresurándome a recibirle las flores.
Ella, palideciendo instantáneamente, correspondió cortada al saludo, y el clavel se le
desprendió de la boca. Entregóme las flores, dejando caer algunas a los pies, las cuales
recogió y puso a mi alcance cuando sus mejillas estaban nuevamente sonrosadas.
—¿Quieres —le dije al recibir las últimas— cambiarme todas éstas por el clavel que
tenías en los labios?
—Lo he pisado —respondió bajando la cabeza para buscarlo.
—Así pisado, te daré todas éstas por él.
Permanecía en la misma actitud sin responderme.
—¿Permites que vaya yo a recogerlo?
Se inclinó entonces para tomarlo y me lo entregó sin mirarme.
Entre tanto Emma fingía completa distracción colocando las flores nuevas.
Estrechéle a María la mano con que me entregaba el clavel deseado, diciéndole:
—¡Gracias, gracias! Hasta la tarde.
Alzó los ojos para verme con la más arrobadora expresión que pueden producir, al
combinarse en la mirada de una mujer, la ternura y el pudor, la reconvención y las
lágrimas.
XIX
Había hecho yo algo más de una legua de camino, y bregaba ya por abrir la puerta de
golpe que daba entrada a los mangones de la hacienda del padre de Emigdio. Vencida la
resistencia que oponían sus goznes y eje enmohecidos, y la más tenaz aún del pilón,
compuesto de una piedra tamaña enzurronada, la cual, suspendida del techo, daba
tormento a los transeúntes manteniendo cerrado aquel aparato singular, me di por
afortunado de no haberme atascado en el lodazal pedregoso, cuya antigüedad respetable
se conocía por el color del agua estancada.
Atravesé un corto llano en el cual el rabo de zorro, el friegaplato y la zarza dominaban
sobre los gramales pantanosos; allí ramoneaban algunos caballejos molenderos rapados
de crin y cola, correteaban potros y meditaban burros viejos, tan lacrados y mutilados
por el carguío de leña y la crueldad de sus arrieros, que Buffon se habría encontrado
perplejo al tener que clasificarlos.
La casa, grande y antigua, rodeada de cocoteros y mangos, destacaba su techumbre
cenicienta y alicaída sobre el alto y tupido bosque del cacaotal.
No se habían agotado los obstáculos para llegar, pues tropecé con los corrales rodeados
de tetillal; y ahí fue lo de rodar trancas de robustísimas guaduas sobre escalones
desvencijados. Vinieron en mi auxilio dos negros, varón y mujer: él, sin más vestido
que unos calzones, mostraba la espalda atlética luciente con el sudor peculiar de la raza;
ella con follao de fula azul y por camisa un pañuelo anudado hacia la nuca y cogido con
la pretina, el cual le cubría el pecho. Ambos llevaban sombrero de junco, de aquellos
que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo.
Iba la risueña y fumadora pareja nada menos que a habérselas con otra de potros a los
cuales había llegado ya su turno en el mayal; y supe a qué, porque me llamó la atención
el ver no sólo al negro sino también a su compañera, armados de rejos de enlazar. En
gritos y carrera estaban cuando me apeé bajo el alar de la casa, despreciando las
amenazas de los perrazos inhospitalarios que se hallaban tendidos bajo los escaños del
corredor.
Algunas angarillas y sudaderos de junco deshilachados y montados sobre el barandaje
bastaron a convencerme de que todos los planes hechos en Bogotá por Emigdio,
impresionado con mis críticas, se habían estrellado contra lo que él llamaba chocheras
de su padre. En cambio habíase mejorado notablemente la cría de ganado menor, de lo
cual eran prueba las cabras de varios colores que apestaban el patio; e igual mejora
observé en la volatería, pues muchos pavos reales saludaron mi llegada con gritos
alarmadores, y entre los patos criollos o de ciénaga, que nadaban en la acequia vecina,
se distinguían por su porte circunspecto algunos de los llamados chilenos.
Emigdio era un excelente muchacho. Un año antes de mi regreso al Cauca, lo envió su
padre a Bogotá con el objeto de ponerlo, según decía el buen señor, en camino para
hacerse mercader y buen tratante. Carlos, que vivía conmigo en aquel entonces y se
hallaba siempre al corriente hasta de lo que no debía saber, tropezó con Emigdio, yo no
sé dónde, y me lo plantó por delante un domingo de mañana, precediéndolo al entrar en
nuestro cuarto para decirme: «¡Hombre!, te voy a matar del gusto: te traigo la cosa más
linda».
Yo corrí a abrazar a Emigdio, que parado a la puerta, tenía la más rara figura que
imaginarse puede. Es una insensatez pretender describirlo.
Mi paisano había venido cargado con el sombrero de pelo, color café con leche, gala de
don Ignacio, su padre, en las semanas santas de sus mocedades. Sea que le viniese
estrecho, sea que le pareciese bien llevarlo así, el trasto formaba con la parte posterior
del largo y renegrido cuello de nuestro amigo, un ángulo de noventa grados. Aquella
flacura; aquellas patillas enralecidas y lacias haciendo juego con la cabellera más
desconsolada en su abandono que se haya visto; aquella tez amarillenta, descaspando las
asoleadas del camino; el cuello de la camisa hundido sin esperanza bajo las solapas de
un chaleco blanco cuyas puntas se odiaban; los brazos aprisionados en las mangas de
una casaca azul; los calzones de cambrún con anchas trabillas de cordobán, y los botines
de cuero de venado alustrado eran causa más que suficiente para exaltar el entusiasmo
de Carlos.
Llevaba Emigdio un par de espuelas orejonas3 en una mano y una voluminosa
encomienda para mí en la otra. Me apresuré a descargarlo de todo, aprovechando un
instante para mirar severamente a Carlos, quien tendido en una de las camas de nuestra
alcoba, mordía una almohada llorando a lágrima viva, cosa que por poco me produce el
desconcierto más inoportuno.
Ofrecí a Emigdio asiento en el saloncito; y como eligiese un sofá de resorte, el pobre
sintiendo que se hundía, procuró a todo trance buscar algo a qué asirse en el aire; mas,
perdida toda esperanza, se rehizo como pudo, y una vez en pie, dijo:
—¡Qué demonios! A este Carlos no le entra el juicio. ¡Y ahora! Con razón venía
riéndose en la calle de la pegadura que me iba a hacer. ¿Y tú también?... ¡Vaya! Si esta
gente de aquí es el mismo demontres. ¿Qué te parece la que me han hecho hoy?
Carlos salió de la alcoba, aprovechándose de tan feliz ocasión, y ambos pudimos reír ya
a nuestras anchas.
—¡Qué, Emigdio! —dije a nuestro visitante—: siéntate en esta butaca, que no tiene
trampa. Es necesario que críes correa.
—Sí ea4 —respondió Emigdio sentándose con desconfianza cual si temiese un nuevo
fracaso.
—¿Qué te han hecho? —rió más que preguntó Carlos.
—¿Hase visto? Estaba por no contarles.
—Pero, ¿por qué? —insistió el implacable Carlos, echándole un brazo sobre los
hombros—; cuéntanos.
Emigdio se había enfadado al fin, y a duras penas pudimos contentarlo. Unas copas de
vino y algunos cigarros ratificaron nuestro armisticio. Sobre el vino observó nuestro
paisano que era mejor el de naranja que hacían en Buga, y el anisete verde de la venta
de Paporrina. Los cigarros de Ambalema le parecieron inferiores a los que aforrados en
hojas secas de plátano y perfumados con otras de higo y de naranjo picadas, traía él en
los bolsillos.
Pasados dos días, estaba ya nuestro Telémaco vestido convenientemente y acicalado por
el maestro Hilario; y aunque su ropa a la moda le incomodaba y las botas nuevas le
hacían ver candelillas, hubo de sujetarse, estimulado por la vanidad y por Carlos, a lo
que él llamaba un martirio.
Establecido en la casa de asistencia que habitábamos nosotros, nos divertía en las horas
de sobremesa refiriendo a nuestras caseras las aventuras de su viaje y emitiendo
concepto sobre todo lo que le había llamado la atención en la ciudad. En la calle era
diferente, pues nos veíamos en la necesidad de abandonarlo a su propia suerte, o sea a la
jovial impertinencia de los talabarteros y buhoneros, que corrían a sitiarlo apenas lo
divisaban, para ofrecerle sillas chocontanas, arretrancas, zamarros, frenos y mil
baratijas.
Por fortuna ya había terminado Emigdio todas sus compras cuando vino a saber que la
hija de la señora de la casa, muchacha despabilada, despreocupadilla y reidora, se moría
por él.
Carlos, sin pararse en barras, logró convencerlo de que Micaelina había desdeñado hasta
entonces los galanteos de todos los comensales; pero el diablo, que no duerme, hizo que
Emigdio sorprendiese en chicoleos una noche en el comedor a su cabrión y a su amada,
cuando creían dormido al infeliz, pues eran las diez, hora en que solía hallarse él en su
tercer sueño; costumbre que justificaba madrugando siempre, aunque fuese tiritando de
frío.
Visto por Emigdio lo que vio y oído lo que oyó, que ojalá para su reposo y el nuestro
nada hubiese visto ni oído, pensó solamente en acelerar su marcha.
Como no tenía queja de mí, hízome sus confidencias la noche víspera del viaje,
diciéndome, entre otros muchos desahogos:
—En Bogotá no hay señoras: éstas son todas unas... coquetas de siete suelas. Cuando
ésta lo ha hecho, ¿qué se espera? Estoy hasta por no despedirme de ella. ¡Qué caray!, no
hay nada como las muchachas de nuestra tierra; aquí no hay sino peligros. Ya ves a
Carlos: anda hecho un altar de corpus, se acuesta a las once de la noche y está más
fullero5 que nunca. Déjalo estar; que yo se lo haré saber a don Chomo para que le ponga
la ceniza. Me admira verte a ti pensando tan sólo en tus estudios.
Partió pues Emigdio, y con él la diversión de Carlos y de Micaelina.
Tal era, en suma, el honradote y campechano amigo a quien iba yo a visitar.
Esperando verlo venir del interior de la casa, di frente a retaguardia oyendo que me
gritaba al saltar una cerca del patio:
—¡Por fin, so maula!, ya creía que me dejabas esperándote. Siéntate, que voy allá.
Y se puso a lavarse las manos, que tenía ensangrentadas, en la acequia del patio.
—¿Qué hacías? —le pregunté después de nuestros saludos.
—Como hoy es día de matanza y mi padre madrugó a irse a los potreros, estaba yo
racionando a los negros, que es una friega; pero ya estoy desocupado. Mi madre tiene
mucho deseo de verte; voy a avisarle que estás aquí. Quién sabe si lograremos que las
muchachas salgan, porque se han vuelto más cerreras cada día.
—¡Choto! —gritó; y a poco se presentó un negrito medio desnudo, pasas monas6, y un
brazo seco y lleno de cicatrices.
—Lleva a la canoa ese caballo y límpiame el potro alazán.
Y volviéndose a mí, después de haberse fijado en mi cabalgadura, añadió:
—¡Carrizo con el retinto!
—¿Cómo se averió así el brazo ese muchacho? —pregunté.
—Metiendo caña al trapiche: ¡son tan brutos éstos! No sirve ya sino para cuidar
caballos.
En breve empezaron a servir el almuerzo, mientras yo me las había con doña Andrea,
madre de Emigdio, la que por poco deja su pañolón sin flecos, durante un cuarto de hora
que estuvimos conversando solos.
Emigdio fue a ponerse una chaqueta blanca para sentarse a la mesa; pero antes nos
presentó una negra engalanada el azafate pastuso con aguamanos, llevando pendiente de
uno de los brazos una toalla primorosamente bordada.
Servíanos de comedor la sala, cuyo ajuar estaba reducido a viejos canapés de vaqueta,
algunos retablos quiteños que representaban santos, colgados en lo alto de las paredes
no muy blancas, y dos mesitas adornadas con fruteros y loros de yeso.
Sea dicha la verdad: en el almuerzo no hubo grandezas; pero se conocía que la madre y
las hermanas de Emigdio entendían eso de disponerlos. La sopa de tortilla aromatizada
con yerbas frescas de la huerta; el frito de plátanos, carne desmenuzada y roscas de
harina de maíz; el excelente chocolate de la tierra; el queso de piedra; el pan de leche y
el agua servida en antiguos y grandes jarros de plata no dejaron que desear.
Cuando almorzábamos alcancé a ver espiando por entre una puerta medio entornada a
una de las muchachas; y su carita simpática, iluminada por unos ojos negros como
chambimbes7, dejaba pensar que lo que ocultaba debía de armonizar muy bien con lo
que dejaba ver.
Me despedí a las once de la señora Andrea; porque habíamos resuelto ir a ver a don
Ignacio en los potreros donde estaba haciendo rodeo, y aprovechar el viaje para darnos
un baño en el Amaime.
Emigdio se despojó de su chaqueta para reemplazarla con una ruana de hilo; de los
botines de soche para calzarse alpargatas usadas; se abrochó unos zamarros blancos de
piel melenuda de cabrón; se puso un gran sombrero de Suaza con funda de percal
blanco, y montó en el alazán, teniendo antes la precaución de vendarle los ojos con un
pañuelo. Como el potrón se hizo una bola y escondió la cola entre las piernas, el jinete
le gritó: «¡Ya venís con tus fullerías!», descargándole en seguida dos sonoros latigazos
con el manatí palmirano que empuñaba. Con lo cual, después de dos o tres corcovos que
no lograron ni mover siquiera al caballero en su silla chocontana, monté y nos pusimos
en marcha.
Mientras llegábamos al sitio del rodeo, distante de la casa más de media legua, mi
compañero, luego que se aprovechó del primer llanito aparente para tornear y rayar el
caballo, entró en conversación tirada conmigo. Desembuchó cuanto sabía respecto a las
pretensiones matrimoniales de Carlos, con quien había reanudado amistad desde que
volvieron a verse en el Cauca.
2) realiza una historieta donde representes el texto.
3) busca las palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado
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4) con las palabras encontradas forma una sopa de letras.
SÉPTIMA FICHA DEL LIBRO REALIZADA EL 21 DE AGOSTO DEL 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
MARIA
1) Lee el texto
—¿Y tú qué dices? —acabó por preguntarme.
Esquivé mañosamente darle respuesta; y él continuó:
—¿Para qué es negarlo? Carlos es muchacho trabajador: luego que se convenza de que
no puede ser hacendado si no deja antes a un lado los guantes y el paraguas, tiene que
irle bien. Todavía se burla de mí porque enlazo, hago talanquera y barbeo muletos; pero
él tiene que hacer lo mismo o reventar. ¿No lo has visto?
—No.
—Pues ya lo verás. ¿Me crees que no va a bañarse al río cuando el sol está fuerte, y que
si no le ensillan el caballo no monta; todo por no ponerse moreno y por no ensuciarse
las manos? Por lo demás es un caballero, eso sí: no hace ocho días me sacó de un apuro
prestándome doscientos patacones que necesitaba para comprar unas novillonas. El sabe
que no lo echa en saco roto; pero eso es lo que se llama servir a tiempo. En cuanto a su
matrimonio... te voy a decir una cosa, si me ofreces no chamuscarte.
—Di, hombre, di lo que quieras.
—En tu casa como que viven con mucho tono; y se me figura que una de esas niñas
criadas entre holán, como las de los cuentos, necesita ser tratada como cosa bendita.
Y soltó una carcajada y prosiguió:
—Lo digo porque ese don Jerónimo, padre de Carlos, tiene más cáscaras que un
sietecueros y es bravo como un ají chivato. Mi padre no lo puede ver desde que lo tiene
metido en un pleito por linderos y yo no sé qué más. El día que lo encuentra tenemos
que ponerle por la noche fomentos de yerbamora y darle friegas de aguardiente con
malambo.
Habíamos llegado al lugar del rodeo. En medio del corral, a la sombra de un guásimo y
al través de la polvareda levantada por la torada en movimiento, descubrí a don Ignacio,
quien se acercó a saludarme. Montaba un cuartago rosillo y cotudo, enjaezado con un
galápago cuyo lustre y deterioro proclamaban sus merecimientos. La exigua figura del
rico propietario estaba decorada así: zamarros de león raídos y con capellada; espuelas
de plata con rodajas encascabeladas; chaqueta de género sin aplanchar y ruana blanca
recargada de almidón; coronándolo todo un enorme sombrero de jipijapa, de esos que
llaman cuando va al galope quien los lleva: bajo su sombra hacían la tamaña nariz y los
ojillos azules de don Ignacio, el mismo juego que en la cabeza de un paletón disecado,
los granates que lleva por pupilas y el prolongado pico.
Dije a don Ignacio lo que mi padre me había encargado acerca del ganado que debían
cebar en compañía.
—Está bien —me respondió—. Ya ve que la novillada no puede ser mejor; todos
parecen unas torres. ¿No quiere entrar a divertirse un rato?
A Emigdio se le iban los ojos viendo la faena de los vaqueros en el corral.
—¡Ah Tuso! —gritó—; cuidado con aflojar el pial8 ¡A la cola! ¡A la cola!
Me excusé con don Ignacio, dándole al mismo tiempo las gracias; él continuó:
—Nada, nada; los bogotanos les tienen miedo al Sol y a los toros bravos; por eso los
muchachos se echan a perder en los colegios de allá. No me dejará mentir ese niño
bonito hijo de don Chomo: a las siete de la mañana lo he encontrado de camino aforrado
con un pañuelo, de modo que no se le veía sino un ojo, ¡y con paraguas!... Usted, por lo
que veo, siquiera no usa esas cosas.
En ese momento gritaba el vaquero, que con la marca candente empuñada iba
aplicándosela en la paleta a varios toros tendidos y maniatados en el corral: «Otro...
otro...». A cada uno de esos gritos seguía un berrido, y hacía don Ignacio con su
cortaplumas una muesquecilla más en una varita de guásimo que le servía de fuete.
Como al levantarse las reses podía haber algunos lances peligrosos, don Ignacio,
después de haber recibido mi despedida, se puso en salvo entrando a una corraleja
vecina.
El sitio escogido por Emigdio en el río era el más adecuado para disfrutar del baño que
las aguas del Amaime ofrecen en el verano, especialmente a la hora en que llegamos a
su orilla. Guabos churimbos, sobre cuyas flores revoloteaban millares de esmeraldas9,
nos ofrecían densa sombra y acolchonada hojarasca donde extendimos las ruanas. En el
fondo del profundo remanso que estaba a nuestros pies se veían hasta los más pequeños
guijarros y jugueteaban sardinas plateadas. Abajo, sobre las piedras que no cubrían las
corrientes, garzones azules y garcitas blancas pescaban espiando o se peinaban el
plumaje. En la playa de enfrente rumiaban acostadas hermosas vacas; guacamayas
escondidas en los follajes de los cachimbos charlaban a media voz; y tendida en las
ramas altas dormía una partida de monos en perezoso abandono. Las chicharras hacían
resonar por dondequiera sus cantos monótonos. Una que otra ardilla curiosa asomaba
por entre el cañaveral y desaparecía velozmente. Hacia el interior de la selva oíamos de
rato en rato el trino melancólico de las chilacoas.
—Cuelga tus zamarros lejos de aquí —dije a Emigdio—; porque si no, saldremos del
baño con dolor de cabeza.
Riose él de buena gana, observándome al colocarlos en la horqueta de un árbol distante:
—¿Quieres que todo huela a rosas? El hombre debe oler a chivo.
—Seguramente; y en prueba de que lo crees, llevas en tus zamarros todo el almizcle de
un cabrero.
Durante nuestro baño, sea que la noche y la orilla de un hermoso río dispongan el ánimo
a hacer confidencias, sea que yo me diese trazas para que mi amigo me las hiciera,
confesóme que después de haber guardado por algún tiempo como reliquia el recuerdo
de Micaelina, se había enamorado locamente de una preciosa ñapanguita, debilidad que
procuraba esconder a la malicia de don Ignacio, pues que éste había de pretender
desbaratarle todo, porque la muchacha no era señora; y en fin de fines raciocinó así:
—¡Como si pudiera convenirme a mí casarme con una señora, para que resultara de
todo que tuviera que servirle yo a ella en vez de ser el servido! Y por más caballero que
yo sea, ¿qué diablos iba a hacer con una mujer de esa laya? Pero si conocieras a Zoila...
¡Hombre!, no te pondero; hasta le harías versos... ¡Qué versos!, se te volvería la boca
agua: sus ojos son capaces de hacer ver a un ciego; tiene la risa más ladina, los pies más
lindos, y una cintura que...
—Poco a poco —le interrumpí—: ¿es decir que estás tan frenéticamente enamorado que
te echarás a ahogar si no te casas con ella?
—¡Me caso aunque me lleve la trampa!
—¿Con una mujer del pueblo? ¿Sin consentimiento de tu padre?... Ya se ve: tú eres
hombre de barbas, y debes saber lo que haces. Y Carlos ¿tiene noticia de todo eso?
—¡No faltaba otra cosa! ¡Dios me libre! Si en Buga lo tienen en las palmas de las
manos y a boca, qué quieres. La fortuna es que Zoila vive en San Pedro y no va a Buga
sino cada marras.
—Pero a mí sí me la mostrarías.
—A ti es otra cosa; el día que quieras te llevo.
A las tres de la tarde me separé de Emigdio, disculpándome de mil maneras para no
comer con él, y las cuatro serían cuando llegué a casa.
XX
Mi madre y Emma salieron al corredor a recibirme. Mi padre había montado para ir a
visitar los trabajos.
A poco rato se me llamó al comedor, y no tardé en acudir porque allí esperaba encontrar
a María pero me engañé; y como le preguntase a mi madre por ella, me respondió:
—Como esos señores vienen mañana, las muchachas están afanadas por que queden
muy bien hechos unos dulces; creo que han acabado ya y que vendrán ahora.
Iba a levantarme de la mesa cuando José, que subía del valle a la montaña arreando dos
mulas cargadas de cañabrava, se paró en el altico desde el cual se divisaba el interior, y
me gritó:
—¡Buenas tardes! No puedo llegar, porque llevo una chúcara y se me hace noche. Ahí
le dejo un recado con las niñas. Madrugue mucho mañana, porque la cosa está segura.
—Bien —le contesté—; iré muy temprano; saludes a todos.
—¡No se olvide de los balines!
Y saludándome con el sombrero continuó subiendo.
Dirigíme a mi cuarto a preparar la escopeta, no tanto porque ella necesitase de limpieza
cuanto por buscar pretexto para no permanecer en el comedor, en donde al fin no se
presentó María.
Tenía yo abierta en la mano una cajilla de pistones cuando vi a María venir hacia mí
trayéndome el café, que probó con la cucharilla antes de verme.
Los pistones se me regaron por el suelo apenas se acercó.
Sin resolverse a mirarme, me dio las buenas tardes, y colocando con mano insegura el
platito y la taza en la baranda, buscó por un instante con ojos cobardes los míos, que la
hicieron sonrojar; y entonces, arrodillada, se puso a recoger los pistones.
—No hagas tú eso —le dije—; yo lo haré después.
—Yo tengo muy buenos ojos para buscar cosas chiquitas —respondió—; a ver la cajita.
Alargó el brazo para recibirla, exclamando al verla:
—¡Ay! ¡Si se han regado todos!
—No estaba llena —le observé ayudándole.
—Y que se necesitan mañana de éstos —dijo soplándoles el polvo a los que tenía en la
sonrosada palma de una de sus manos.
—¿Por qué mañana y por qué de éstos?
—Porque como esa cacería es peligrosa, se me figura que errar un tiro sería terrible, y
conozco por la cajita que éstos son los que el doctor te regaló el otro día diciendo que
eran ingleses y muy buenos...
—Tú lo oyes todo.
—Algo hubiera dado algunas veces por no oír. Tal vez sería mejor no ir a esa cacería...
José te dejó un recado con nosotras.
—¿Quieres tú que no vaya?
—¿Y cómo podría yo exigir eso?
—¿Por qué no?
Miróme y no respondió.
—Ya me parece que no hay más —dijo poniéndose en pie y mirando el suelo a su
alrededor—; yo me voy. El café estará ya frío.
—Pruébalo.
—Pero no acabes de cargar esa escopeta ahora...
Está bueno —añadió tocando la taza.
—Voy a guardar la escopeta y a tomarlo; pero no te vayas.
Yo había entrado a mi cuarto y vuelto a salir.
—Hay mucho que hacer allá dentro.
—Ah, sí —le contesté—; preparar postres y las galas para mañana. ¿Te vas, pues?
Hizo con los hombros, inclinando al mismo tiempo la cabeza a un lado, un movimiento
que significaba: como tú quieras.
—Yo te debo una explicación —le dije acercándome a ella—. ¿Quieres oírme?
—¿No digo que hay cosas que no quisiera oír? —contestó haciendo sonar los pistones
dentro de la cajita.
—Creía que lo que yo...
—Es cierto eso que vas a decir, eso que crees.
—¿Qué?
—Que a ti sí debiera oírte; pero, esta vez, no.
—¡Qué mal habrás pensado de mí en estos días!
Ella leía, sin contestarme, los letreros de la cajilla.
—Nada te diré, pues; pero dime qué te has supuesto.
—¿Para qué ya?
—¿Es decir que no me permites tampoco disculparme para contigo?
—Lo que quisiera saber es por qué has hecho eso; sin embargo, me da miedo saberlo
por lo mismo que para nada he dado motivo; y siempre pensé que tendrías alguno que
yo no debía saber... Mas como parece que estás contento otra vez... yo también estoy
contenta.
—Yo no merezco que seas tan buena como eres conmigo.
—Quizá seré yo quien no merezca...
—He sido injusto contigo, y si lo permitieras, te pediría de rodillas que me perdonaras.
Sus ojos velados hacía rato lucieron con toda su belleza, y exclamó:
—¡Ay! no, ¡Dios mío! Yo lo he olvidado todo... ¿oyes bien? ¡todo!
—Pero con una condición —añadió después de una corta pausa.
—La que quieras.
—El día que yo haga o diga algo que te disguste, me lo dirás; y yo no volveré a hacerlo
ni a decirlo. ¿No es muy fácil eso?
—¿Y yo no debo exigir de tu parte lo mismo?
—No, porque yo no puedo aconsejarte a ti, ni saber siempre si lo que pienso es lo
mejor; además, tú sabes lo que voy a decirte, antes que te lo diga.
—¿Estás cierta, pues? ¿Vivirás convencida de que te quiero con toda mi alma? —le dije
en voz baja y conmovida.
—Sí, sí —respondió muy quedo; y casi tocándome los labios con una de sus manos para
significarme que callara, dio algunos pasos hacia el salón.
—¿Qué vas a hacer? —le dije.
—¿No oyes que Juan me llama y llora porque no me encuentra?
Indecisa por un momento, en su sonrisa había tal dulzura y tan amorosa languidez en su
mirada, que ya había ella desaparecido y aún la contemplaba yo extasiado.
XXI
Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acompañado de Juan Angel,
que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Luisa y las muchachas.
Seguíanos Mayo: su fidelidad era superior a todo escarmiento, a pesar de algunos malos
ratos que había tenido en esa clase de expediciones, impropias ya de sus años.
Pasado el puente del río, encontramos a José y a su sobrino Braulio que venían ya a
buscarme. Aquél me habló al punto de su proyecto de caza, reducido a asestar un golpe
certero a un tigre famoso en las cercanías, que le había muerto algunos corderos.
Teníale seguido el rastro al animal y descubierta una de sus guaridas en el nacimiento
del río, a más de media legua arriba de la posesión.
Juan Angel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto
que llevaba, nos veía con ojos tales cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de
asesinato.
José continuó hablando así de su plan de ataque:
—Respondo con mis orejas de que no se nos va. Ya veremos si el valluno Lucas es tan
jaque como dice. De Tiburcio sí respondo. ¿Trae la munición gruesa?
—Sí —le respondí— y la escopeta larga.
—Hoy es el día de Braulio. El tiene mucha gana de verle hacer a usted una jugada,
porque yo le he dicho que usted y yo llamamos errados los tiros cuando apuntamos a la
frente de un oso y la bala se zampa por un ojo.
Rio estrepitosamente, dándole palmadas sobre el hombro a su sobrino.
—Bueno, y vámonos —continuó—: pero que lleve el negrito estas legumbres a la
señora, porque yo me vuelvo; —y se echó a la espalda el cesto de Juan Angel,
diciendo—: ¿Serán cosas dulces que la niña María pone para su primo?...
—Ahí vendrá algo que mi madre le envía a Luisa.
—Pero ¿qué es lo que ha tenido la niña? Yo la vi ayer a la pasada tan fresca y lúcida
como siempre. Parece un botón de rosa de Castilla.
—Está buena ya.
—Y tú ¿qué haces ahí que no te largas, negritico? —dijo José a Juan Angel—. Carga
con la guambía10 y vete, para que vuelvas pronto, porque más tarde no te conviene
andar solo por aquí. No hay que decir nada allá abajo.
—¡Cuidado con no volver! —le grité cuando estaba él del otro lado del río.
Juan Angel desapareció entre el carrizal como un guatín asustado.
Braulio era un mocetón de mi edad. Hacía dos meses que había venido de la
Provincia11 para acompañar a su tío, y estaba locamente enamorado, de tiempo atrás, de
su prima Tránsito.
La fisonomía del sobrino tenía toda la nobleza que hacía interesante la del anciano; pero
lo más notable en ella era una linda boca, sin bozo aún, cuya sonrisa femenina
contrastaba con la energía varonil de las otras facciones. Manso de carácter, apuesto, e
infatigable en el trabajo, era un tesoro para José y el más adecuado marido para
Tránsito.
La señora Luisa y las muchachas salieron a recibirme a la puerta de la cabaña, risueñas
y afectuosas. Nuestro frecuente trato en los últimos meses había hecho que las
muchachas fuesen menos tímidas conmigo. José mismo, en nuestras cacerías, es decir,
en el campo de batalla, ejercía sobre mí una autoridad paternal, todo lo cual desaparecía
cuando se presentaba en casa, como si fuese un secreto nuestra amistad leal y sencilla.
—¡Al fin, al fin! —dijo la señora Luisa tomándome por el brazo para introducirme a la
salita—. ¡Siete días!... uno por uno los hemos contado.
Las muchachas me miraban sonriendo maliciosamente.
—Pero ¡Jesús!, qué pálido está —exclamó Luisa mirándome más de cerca—. Eso no
está bueno así; si viniera usted con frecuencia estaría tamaño de gordo.
—¿Y a ustedes cómo les parezco? —dije a las muchachas.
—¡Eh! —contestó Tránsito—: pues ¿qué nos va a parecer? Si por estarse allá en sus
estudios y...
—Hemos tenido tantas cosas buenas para usted —interrumpió Lucía—: dejamos dañar
la primera badea de la mata nueva, esperándolo: el jueves, creyendo que venía, le
tuvimos una natilla tan buena...
—¡Y qué peje! ¿ah Luisa? —añadió José—; si eso ha sido el juicio, no hemos sabido
qué hacer con él. Pero ha tenido razón para no venir —continuó en tono grave—; ha
habido motivo; y como pronto lo convidarás a que pase con nosotros un día entero...
¿no es así, Braulio?
—Sí, sí, pase y hablemos de eso. ¿Cuándo es ese gran día, señora Luisa? ¿cuándo es,
Tránsito?
Esta se puso como una grana, y no hubiera levantado los ojos para ver a su novio por
todo el oro del mundo.
—Eso tarda —respondió Luisa—: ¿no ve que falta blanquear la casita y ponerle las
puertas? Vendrá siendo el día de Nuestra Señora de Guadalupe, porque Tránsito es su
devota.
—¿Y eso cuándo es?
—¿Y no sabe? Pues el doce de diciembre. ¿No le han dicho estos muchachos que
quieren hacerlo su padrino?
—No, y la tardanza en darme tan buena noticia no se la perdono a Tránsito.
—Si yo le dije a Braulio que se lo dijera a usted, porque mi padre creía que era mejor
así.
—Yo agradezco tanto esa elección como no podéis figurároslo; mas es con la esperanza
de que me hagáis muy pronto compadre.
Braulio miró de la manera más tierna a su preciosa novia, y avergonzada ésta, salió
presurosa a disponer el almuerzo, llevándose de paso a Lucía.
Mis comidas en casa de José no eran ya como la que describí en otra ocasión: yo hacía
en ellas parte de la familia; y sin aparatos de mesa, salvo el único cubierto que se me
destinaba siempre, recibía mi ración de frisoles, mazamorra, leche y gamuza de manos
de la señora Luisa, sentado ni más ni menos que José y Braulio, en un banquillo de raíz
de guadua. No sin dificultad los acostumbré a tratarme así.
Viajero años después por las montañas del país de José, he visto ya a puestas de sol
llegar labradores alegres a la cabaña donde se me daba hospitalidad: luego que alababan
a Dios ante el venerable jefe de la familia, esperaban en torno del hogar la cena que la
anciana y cariñosa madre repartía: un plato bastaba a cada pareja de esposos; y los
pequeñuelos hacían pinicos apoyados en las rodillas de sus padres. Y he desviado mis
miradas de esas escenas patriarcales, que me recordaban los últimos días felices de mi
juventud...
El almuerzo fue suculento como de costumbre, y sazonado con una conversación que
dejaba conocer la impaciencia de Braulio y de José por dar principio a la cacería.
Serían las diez cuando, listos ya todos, cargado Lucas con el fiambre que Luisa nos
había preparado, y después de las entradas y salidas de José para poner en su gran
garniel de nutria tacos de cabuya y otros chismes que se le habían olvidado, nos
pusimos en marcha.
Eramos cinco los cazadores: el mulato Tiburcio, peón de la chagra12; Lucas, neivano
agregado de una hacienda vecina; José, Braulio y yo. Todos íbamos armados de
escopetas. Eran de cazoleta las de los dos primeros, y excelentes, por supuesto, según
ellos. José y Braulio llevaban además lanzas cuidadosamente enastadas.
En la casa no quedó perro útil: todos atramojados13 de dos en dos, engrosaron la partida
expedicionaria dando aullidos de placer; y hasta el favorito de la cocinera Marta,
Palomo, a quien los conejos tenían con ceguera, brindó el cuello para ser contado en el
número de los hábiles; pero José lo despidió con un «¡zumba!» seguido de algunos
reproches humillantes.
Luisa y las muchachas quedaron intranquilas, especialmente Tránsito, que sabía bien era
su novio quien iba a correr mayores peligros, pues su idoneidad para el caso era
indisputable.
Aprovechando una angosta y enmarañada trocha, empezamos a ascender por la ribera
septentrional del río. Su sesgado cauce, si tal puede llamarse el fondo selvoso de la
cañada, encañonado por peñascos en cuyas cimas crecían, como en azoteas, crespos
helechos y cañas enredadas por floridas trepadoras, estaba obstruido a trechos con
enormes piedras, por entre las cuales se escapaban las corrientes en ondas veloces,
blancos borbollones y caprichosos plumajes.
Poco más de media legua habíamos andado cuando José, deteniéndose a la
desembocadura de un zanjón ancho, seco y amurallado por altas barrancas, examinó
algunos huesos mal roídos, dispersos en la arena: eran los del cordero que el día antes se
le había puesto de cebo a la fiera. Precediéndonos Braulio, nos internamos José y yo por
el zanjón. Los rastros subían. Braulio, después de unas cien varas de ascenso, se detuvo,
y sin mirarnos hizo ademán de que parásemos. Puso oído a los rumores de la selva;
aspiró todo el aire que su pecho podía contener; miró hacia la alta bóveda que los
cedros, jiguas y yarumos formaban sobre nosotros, y siguió andando con lentos y
silenciosos pasos. Detúvose de nuevo al cabo de un rato; repitió el examen hecho en la
primera estación; y mostrándonos los rasguños que tenía el tronco de un árbol que se
levantaba desde el fondo del zanjón, nos dijo, después de un nuevo examen de las
huellas: «Por aquí salió: se conoce que está bien comido y baquiano». La chamba14
terminaba veinte varas adelante por un paredón desde cuyo tope se conocía, por la hoya
excavada al pie, que en los días de lluvia se despeñaban por allí las corrientes de la
falda.
Contra lo que creía yo conveniente, buscamos otra vez la ribera del río, y continuamos
subiendo por ella. A poco halló Braulio las huellas del tigre en una playa, y esta vez
llegaban hasta la orilla.
Era necesario cerciorarnos de si la fiera había pasado por allí al otro lado, o si,
impidiéndoselo las corrientes, ya muy descolgadas e impetuosas, había continuado
subiendo por la ribera en que estábamos, que era lo más probable.
Braulio, la escopeta terciada a la espalda, vadeó el raudal atándose a la cintura un rejo,
cuyo extremo retenía José para evitar que un mal paso hiciera rodar al muchacho a la
cascada inmediata.
Guardábase un silencio profundo y acallábamos uno que otro aullido de impaciencia
que dejaban escapar los perros.
—No hay rastro acá— dijo Braulio después de examinar las arenas y la maleza.
Al ponerse en pie, vuelto hacia nosotros, sobre la cima de un peñón, le entendimos por
los ademanes que nos mandaba estar quietos.
Zafóse de los hombros la escopeta; la apoyó en el pecho como para disparar sobre las
peñas que teníamos a la espalda; se inclinó ligeramente hacia adelante, firme y
tranquilo, y dio fuego.
—¡Allí!— gritó señalando hacia el arbolado de las peñas cuyos filos nos era imposible
divisar; y bajando a saltos a la ribera, añadió:
—¡La cuerda firme, los perros más arriba!
Los perros parecían estar al corriente de lo que había sucedido: no bien los soltamos,
cumpliendo la orden de Braulio, mientras José le ayudaba a pasar el río, desaparecieron
a nuestra derecha por entre los cañaverales.
—¡Quietos!— volvió a gritar Braulio, ganando ya la ribera; y mientras cargaba
precipitadamente la escopeta, divisándome a mí, agregó:
—Usted aquí, patrón.
Los perros perseguían de cerca la presa, que no debía de tener fácil salida, puesto que
los ladridos venían de un mismo punto de la falda.
Braulio tomó una lanza de manos de José, diciéndonos a los dos:
—Ustedes más abajo y más altos, para cuidar este paso, porque el tigre volverá sobre su
rastro si se nos escapa de donde está. Tiburcio con ustedes— agregó.
Y dirigiéndose a Lucas:
—Los dos a costear el peñón por arriba.
Luego, con su sonrisa dulce de siempre, terminó al colocar con pulso firme un pistón en
la chimenea de la escopeta:
—Es un gatico, y está ya herido.
En diciendo las últimas palabras nos dispersamos.
José, Tiburcio y yo subimos a una roca convenientemente situada. Tiburcio miraba y
remiraba la ceba de su escopeta. José era todo ojos. Desde allí veíamos lo que pasaba en
el peñón y podíamos guardar el paso recomendado; porque los árboles de la falda,
aunque corpulentos, eran raros.
De los seis perros, dos estaban ya fuera de combate: uno de ellos destripado a los pies
de la fiera; el otro dejando ver las entrañas por entre uno de los costillares, desgarrado,
había venido a buscarnos y expiraba dando quejidos lastimeros junto a la piedra que
ocupábamos.
De espaldas contra un grupo de robles, haciendo serpentear la cola, erizando el dorso,
los ojos llameantes y la dentadura descubierta, el tigre lanzaba bufidos roncos, y al
sacudir la enorme cabeza, las orejas hacían un ruido semejante al de las castañuelas de
madera. Al revolver, hostigado por los perros, no escarmentados aunque no muy sanos,
se veía que de su ijar izquierdo chorreaba sangre, la que a veces intentaba lamer
inútilmente, porque entonces lo acosaba la jauría con ventaja.
Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el peñón, pero un poco más
distantes de la fiera que nosotros. Lucas estaba lívido, y las manchas de carate de sus
pómulos, de azul turquí.
Formábamos así un triángulo los cazadores y la pieza, pudiendo ambos grupos disparar
a un tiempo sobre ella sin ofendernos mutuamente.
—¡Fuego todos a un tiempo!— gritó José.
—¡No, no; los perros! —respondió Braulio—; y dejando solo a su compañero,
desapareció.
Comprendí que un disparo general podía terminarlo todo; pero era cierto que algunos
perros sucumbirían; y no muriendo el tigre, le era fácil hacer una diablura
encontrándonos sin armas cargadas.
La cabeza de Braulio, con la boca entreabierta y jadeante, los ojos desplegados y la
cabellera revuelta, asomó por entre el cañaveral, un poco atrás de los árboles que
defendían la espalda de la fiera: en el brazo derecho llevaba enristrada la lanza, y con el
izquierdo desviaba los bejucos que le impedían ver bien.
Todos quedamos mudos; los perros mismos parecían interesados en el fin de la partida.
José gritó al fin:
—¡Hubi! ¡Mataleón! ¡Hubi! ¡Pícalo! ¡Truncho!
No convenía dar tregua a la fiera, y se evitaba así riesgo mayor a Braulio.
Los perros volvieron al ataque simultáneamente. Otro de ellos quedó muerto sin dar un
quejido.
El tigre lanzó un maullido horroroso.
Braulio apareció tras el grupo de robles, hacia nuestro lado, empuñando el asta de la
lanza sin la hoja.
La fiera dio sobre sí misma la vuelta en su busca; y él gritó:
»¡Fuego! ¡fuego!», volviendo a quedar de un brinco en el mismo punto donde había
asestado la lanzada.
El tigre lo buscaba. Lucas había desaparecido. Tiburcio estaba de color de aceituna.
Apuntó y sólo se quemó la ceba.
José disparó: el tigre rugió de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto
volvió instantáneamente sobre Braulio. Este, dando una nueva vuelta tras de los robles,
lanzóse hacia nosotros a recoger la lanza que le arrojaba José.
Entonces la fiera nos dio frente. Sólo mi escopeta estaba disponible: disparé; el tigre se
sentó sobre la cola, tambaleó y cayó.
2) realiza un resumen de todos los textos anteriores incluyendo este
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3) busca las palabras desconocidas y copialas con su respectivo significado
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4) copia la biografia del autor del libro
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5) con todos los términos desconocidos de cada texto realiza una sopa de letras.
6) realiza una historieta donde representes lo de todo los textos.
cuarta semana la lectura es de 22 al 31 de agosto del 2016
LIBRO QUE SE LEERÁ ESTA SEMANA ES ÁNGELES Y DEMONIOS
El libro lo encuentran en el siguiente link
PRIMERA FICHA REALIZADA EL 22 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
Desde los escalones superiores de una galería ascendente de la Gran
Pirámide de Gizeh, una joven rió y le llamó.
—¡Date prisa, Robert! ¡Sabía que hubiera tenido que haberme
casado con un hombre más joven!
Su sonrisa era mágica.
El hombre se esforzó por acelerar el paso, pero sentía las piernas
como si fueran de piedra.
—Espera —suplicó—. Por favor...
A medida que subía, su visión se iba haciendo más borrosa. Sus
oídos martilleaban. ¡He de alcanzarla! Pero cuando volvió a levantar
la vista, la mujer había desaparecido. En su lugar había una anciana
desdentada. El hombre bajó la mirada, y en sus labios se dibujó una
mueca de soledad. Después lanzó un grito de angustia que resonó en
el desierto.
Robert Langdon despertó de su pesadilla sobresaltado. El telé-
fono de la mesita de noche estaba sonando. Aturdido, lo descolgó.
—¿Diga?
—Estoy buscando a Robert Langdon —dijo una voz masculina.
Langdon se incorporó en la cama y trató de pensar con claridad.
-—Soy... Robert Langdon.
Consultó el reloj digital. Eran las cinco y dieciocho minutos de la
mañana.
—Debo verle cuanto antes.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Maximilian Kohler. Soy físico de partículas discontinuas.
—¿Cómo? —Langdon era incapaz de concentrarse—. ¿Está
seguro de que soy el Langdon que busca?
—Es usted profesor de iconología religiosa en la Universidad
de Harvard. Ha escrito tres libros sobre simbología y...
—¿Sabe qué hora es?
—Le ruego me disculpe. Tengo algo que ha de ver. No puedo
hablar de ello por teléfono.
Un gemido escapó de los labios de Langdon. No era la primera
vez que le ocurría. Uno de los peligros de escribir libros sobre simbología
religiosa eran las llamadas de fanáticos religiosos, deseosos de
que les confirmara la última señal de Dios. El mes pasado, una bailarina
de striptease de Oklahoma había prometido a Langdon el mejor
sexo de su vida si iba a verificar la autenticidad de una cruz que había
aparecido como por arte de magia en las sábanas de su cama. El sudario
de Tulsa, lo había llamado Langdon.
—¿Cómo ha conseguido mi número?
Langdon intentaba ser educado, pese a la hora.
—En Internet. La página web de su libro.
Langdon frunció el ceño. Sabía perfectamente que la página web
no incluía el número telefónico de su casa. Era evidente que el
Dan Brown Ángeles Y Demonios
11
hombre estaba mintiendo.
—He de verle —insistió el desconocido—. Le pagaré bien.
Langdon se estaba enfadando.
—Lo siento, pero le aseguro...
—Si parte ahora mismo, podría estar aquí a las...
—¡No voy a ir a ninguna parte! ¡Son las cinco de la mañana!
Langdon colgó y se derrumbó sobre la cama. Cerró los ojos e intentó
dormir de nuevo. Fue inútil. El sueño estaba grabado a fuego en
su mente. Se puso la bata desganadamente y descendió las escaleras.
Robert Langdon paseó descalzo por su casa victoriana de Massachusetts
y tomó su remedio habitual contra el insomnio, un chocolate caliente.
La luna de abril se filtraba por las ventanas y bañaba las alfombras
orientales. Los colegas de Langdon a menudo comentaban
en broma que la casa parecía más un museo de antropología que un
hogar. Las estanterías estaban atestadas de objetos religiosos de todo
el mundo: un ekuaba de Ghana, un crucifijo de oro de España, un
ídolo de las islas del Egeo, incluso un peculiar boccus tejido de Borneo,
el símbolo de la eterna juventud de un joven guerrero.
Cuando Langdon se sentó sobre la tapa de un baúl maharishi de
latón y saboreó el chocolate caliente, se vio reflejado en el cristal
de una de las ventanas. La imagen estaba distorsionada y pálida...
como un fantasma. Un fantasma envejecido, pensó, y se recordó con
crueldad que su espíritu juvenil estaba viviendo en un cuerpo mortal.
Aunque no era apuesto en un sentido clásico, a sus cuarenta y
cinco años Langdon poseía lo que sus colegas femeninas denominaban
un atractivo «erudito»: espeso cabello castaño veteado de gris,
ojos azules penetrantes, voz profunda y cautivadora, y la sonrisa alegre
y espontánea de un deportista universitario. Buceador del equipo
universitario, Langdon todavía conservaba el cuerpo de un nadador,
un físico envidiable de metro ochenta que mantenía en forma con
cincuenta largos al día en la piscina de la universidad.
Los amigos de Langdon siempre le habían considerado un enigma,
un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana podía vérsele
en el patio de la facultad vestido con tejanos, hablando de gráficos
por ordenador o de historia de las religiones con los estudiantes;
en otras ocasiones, aparecía con su chaleco de cuadros Harris en tonos
vistosos, fotografiado en las páginas de revistas de arte en inauguraciones
de museos, donde le habían pedido que dictara una conferencia.
Pese a ser un profesor riguroso y un amante de la disciplina,
Langdon era el primero en abrazar lo que él denominaba el «arte perdido
de pasarlo bien». Se entregaba a la diversión con un fanatismo
contagioso que le había granjeado la aceptación fraternal de sus estudiantes.
Su mote en el campus («El Delfín») era una referencia tanto
a su naturaleza afable, como a su legendaria habilidad para zambullirse
en una piscina y burlar a todo el equipo contrario en un partido
de waterpolo.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
12
Mientras contemplaba la oscuridad con aire ausente, el silencio
de su casa se vio perturbado de nuevo, esta vez por el timbre de su
fax. Demasiado agotado para enojarse, Langdon forzó una carcajada
cansada.
El pueblo de Dios, pensó. Dos mil años esperando a su Mesías, y
siguen tan tozudos como una mula.
Llevó el tazón vacío a la cocina y se encaminó pausadamente a
su estudio chapado en roble. El fax recién llegado esperaba en la
bandeja. Suspiró, recogió el papel y lo miró.
Al instante, una oleada de náuseas le invadió.
La imagen que mostraba la página era la de un cadáver humano.
El cuerpo estaba desnudo, y tenía la cabeza vuelta hacia atrás en un
ángulo de ciento ochenta grados. Había una terrible quemadura en el
pecho de la víctima. Le habían grabado a fuego una sola palabra. Una
palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Contempló las letras
con incredulidad.
—Illuminati —tartamudeó, con el corazón acelerado. No puede
ser...
Lentamente, temeroso de lo que iba a presenciar, Langdon dio la
vuelta al fax. Miró la palabra al revés.
Al instante, se quedó sin respiración. Era como si le hubiera alcanzado
un rayo. Incapaz de dar crédito a sus ojos, volvió a girar el
fax y leyó la palabra en ambos sentidos.
—Illuminati —susurró.
Langdon, estupefacto, se dejó caer en una silla. Poco a poco,
sus ojos se desviaron hacia la luz roja parpadeante del fax. Quien
había enviado el fax estaba todavía conectado, a la espera de hablar.
Langdon contempló la luz roja parpadeante durante largo rato.
Después, tembloroso, descolgó el auricular.
2
— ¿He captado ahora su atención? —dijo la voz masculina
cuando Langon contestó por fin.
—Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
—Intenté decírselo antes. —La voz era precisa, mecánica—. Soy
físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un
asesinato. Usted ha visto el cadáver.
— ¿Cómo me ha localizado?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
13
Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen
del fax.
—Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro El arte
de los llluminati.
Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido
en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número
de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido
era absurda.
—Esa página carece de información de contacto —explicó
Langdon—. Estoy seguro.
—Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información
de la Red.
El escepticismo de Langdon no disminuía.
—Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la
Red.
—Por fuerza —replicó el hombre—. Nosotros la inventamos.
Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.
—He de verle —insistió el desconocido—. No podemos hablar
de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en
avión de Boston.
Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del
estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el
hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada
en un solo símbolo.
—Es urgente —apremió la voz.
Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello. Illuminati,
leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente
simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores histó-
ricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como
un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio
vivo.
—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—.
Llegará a Boston dentro de veinte minutos.
Langdon sintió la garganta seca. A una hora de vuelo...
—Le ruego que perdone mi atrevimiento —dijo la voz—. Le necesito
aquí.
Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado
en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la
ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio
trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando
una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon
comprendió que no tenía elección.
—Usted gana —dijo—. Dígame dónde tomaré el avión.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
14
3
A miles de kilómetros de distancia, dos hombres estaban reunidos.
La estancia era sombría. Medieval. De piedra.
—Benvenuto —dijo el que estaba al mando. Se había sentado al
abrigo de las sombras, para no ser visto—. ¿Tuvo éxito?
—Sí—contestó la figura oscura—. Todo salió a la perfección.
Sus palabras eran tan rotundas como las paredes de piedra.
— ¿Y no habrá dudas de quién es el responsable?
—Ninguna.
—Espléndido. ¿Tiene lo que le había pedido?
Los ojos del asesino destellaron, negros como aceite. Mostró un
pesado aparato electrónico y lo dejó sobre la mesa.
El hombre refugiado en las sombras pareció complacido.
—Buen trabajo.
—Servir a la hermandad es un honor —dijo el asesino.
—La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar. Esta
noche cambiaremos el mundo.
4
El Saab 900S de Robert Langdon salió del Callahan Tunnel por el
lado este de Boston Harbor, cerca de la entrada al aeropuerto Logan.
Langdon echó un vistazo al plano, localizó Aviation Road y giró a la
izquierda una vez dejo atrás el antiguo edificio de Eastern Airlines. A
trescientos metros de distancia, un hangar estaba sumido en la oscuridad.
Tenía pintado un gran número «4» en la fachada. Aparcó en el
estacionamiento y bajó del coche.
Un hombre de cara redonda con traje de vuelo azul salió de
detrás del edificio.
— ¿Robert Langdon? —inquirió. La voz del hombre era
cordial. Tenía un acento que Langdon no pudo identificar.
—Soy yo —dijo Langdon, al tiempo que cerraba el coche con llave.
—Justo a tiempo —dijo el hombre—. Acabo de aterrizar. Sígame,
por favor.
Mientras daban la vuelta al edificio, Langdon se sintió tenso. No
estaba acostumbrado a llamadas telefónicas crípticas y citas secretas
con desconocidos. Como no sabía qué esperar, se había puesto su tí-
pico atuendo de ir a clase: pantalones informales, jersey de cuello
alto y chaqueta de tweed de cuadros Harris. Mientras caminaban,
pensó en el fax que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, incapaz
de asimilar todavía la imagen que mostraba.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
15
El piloto pareció intuir la angustia de Langdon.
—Volar no representa ningún problema para usted, ¿verdad, se-
ñor?
—En absoluto —contestó Langdon.
Los cadáveres marcados a fuego sí representan un problema para
mí. Volar no tiene color, es lo de menos.
El hombre guió a Langdon hasta el final del hangar. Doblaron la
esquina y desembocaron en la pista.
Langdon se detuvo y contempló boquiabierto el aparato aparcado
en la pista.
— ¿Vamos a volar en eso?
El hombre sonrió.
— ¿Le gusta?
Langdon miró el avión durante un largo momento.
— ¿Si me gusta? ¿Qué diablos es?
El aparato que tenía delante de sus narices era enorme. Recordaba
vagamente a un trasbordador espacial, salvo que le habían afeitado la
parte superior, de manera que era liso por completo. Semejaba una
cuña colosal. La primera impresión de Langdon fue que debía de estar
soñando. El vehículo parecía tan apropiado para volar como un
Buick. Las alas prácticamente no existían. Eran dos aletas rechonchas
en la parte posterior del fuselaje. Un par de timones dorsales se alzaban
de la sección de popa. El resto del avión era casco (unos sesenta
metros de longitud), sin ventanas, sólo casco.
—Doscientos cincuenta mil kilos con los depósitos llenos de
combustible —explicó el piloto, como un padre que presumiera de su
primogénito recién nacido—. Funciona con hidrógeno líquido. El fuselaje
está hecho de una matriz de titanio con fibras de carburo de silicio.
El director debe de tener mucha prisa por verle. No suele enviar
al monstruo.
— ¿Esa cosa vuela? —preguntó Langdon.
El piloto sonrió.
—Oh, sí. —Guió a Langdon hasta el avión—. Tiene un aspecto
algo imponente, lo sé, pero será mejor que se acostumbre a él. Dentro
de cinco años, sólo verá estas ricuras, TCAV: Transportes Civiles
de Alta Velocidad. Nuestro laboratorio ha sido de los primeros en adquirir
uno.
Menudo laboratorio será, pensó Langdon.
—Éste es un prototipo del Boeing X-33 —continuó el piloto—
pero hay docenas de otros: el National Aero Space Plane, los rusos
tienen el Scramjet, los ingleses el HOTOL. El futuro está aquí, pero
tardará un poco en llegar a la aviación comercial. Ya puede ir despidiéndose
de los aviones convencionales.
Langdon miró el aparato con cautela.
—Creo que preferiría un avión convencional.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
16
El piloto indicó la pasarela con un ademán.
—Sígame, por favor, señor Langdon. Mire dónde pisa.
Minutos después estaba sentado en la cabina vacía. El piloto le ciñó
el cinturón de seguridad en la primera fila y se dirigió a la parte delantera
del aparato.
La cabina se parecía sorprendentemente a la de un avión comercial.
La única diferencia era que carecía de ventanas, lo cual inquietó
a Langdon. Toda su vida había padecido una cierta claustrofobia,
vestigios de un incidente de la infancia que nunca había llegado a superar.
La aversión de Langdon a los espacios cerrados no influía en
su vida cotidiana, pero siempre le frustraba. Se manifestaba de
maneras sutiles. Evitaba deportes que se practicaban en recintos
cerrados como el racquetball o el squash, y había pagado de buen
grado una pequeña fortuna por su amplia casa victoriana de techos
altos, aunque habría podido alojarse en la facultad por un precio
módico. Langdon había sospechado con frecuencia que su
atracción por el mundo del arte desde la infancia se debía a su amor
por los espacios abiertos de los museos.
Los motores cobraron vida y el fuselaje vibró. Langdon tragó saliva
y esperó. Sintió que el avión comenzaba a correr sobre la pista.
Sonó música country en los altavoces.
Un teléfono de pared que tenía a su lado emitió dos pitidos.
Langdon levantó el auricular.
—¿Diga?
—¿Está cómodo, señor Langdon?
— Ni hablar.
— Relájese. Llegaremos dentro de una hora.
—¿Adónde, exactamente? —preguntó Langdon, al darse cuenta de
que no tenía ni idea de cuál era su lugar de destino.
—A Ginebra —contestó el piloto, acelerando los motores—. El
laboratorio está en Ginebra.
—En Ginebra —repitió Langdon, y se sintió un poco mejor—.
Estado de Nueva York. De hecho, tengo parientes cerca del lago Séneca.
No sabía que había un laboratorio de física en Ginebra.
El piloto rió.
—En Ginebra, Nueva York, no, señor Langdon. En Ginebra, Suiza.
El cerebro de Robert Langdon tardó un momento en registrar la
palabra.
—¿Suiza? —sintió que el pulso se le aceleraba—. ¿No ha dicho que el
laboratorio estaba a una hora de distancia?
—En efecto, señor Langdon. —El piloto lanzó una risita—. Este avión
vuela Mach quince.
2) Busca los términos decsonocidos y copialos con su respectivo significado
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3) busca y escribe todos los verbos que encuentres en el texto
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4) con cada verbo encontrado realiza una oración
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SEGUNDA FICHA REALIZADA EL 23 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
En una concurrida calle europea, el asesino se abría paso entre la
multitud. Era un hombre poderoso. Malvado y fuerte. Engañosamente
ágil. Aún sentía los músculos tensos por la emoción que le había causado la
reunión.
Ha ido bien, se dijo. Aunque su patrón no había descubierto su
rostro, el asesino se sentía honrado por haber estado en su presencia. ¿De
veras habían transcurrido tan sólo quince días desde que su patrón se
había puesto en contacto con él por primera vez? El asesino todavía
recordaba cada palabra de aquella llamada...
—Mi nombre es Jano —había dicho el desconocido—. En cierto
modo, estamos emparentados. Compartimos un enemigo. Me han dicho
que sus habilidades pueden alquilarse.
—Depende de a quién represente usted —contestó el asesino.
El desconocido se lo dijo.
— ¿Es esto su idea de una broma?
—Veo que le suena nuestro nombre —contestó el cliente.
—Por supuesto. La hermandad es legendaria.
—Y no obstante, duda de mi autenticidad.
—Todo el mundo sabe que de la hermandad no queda nada.
—Una treta muy hábil. El enemigo más peligroso es el que nadie teme.
El asesino se mostró escéptico.
— ¿La hermandad perdura?
—Más clandestina que nunca. Nuestras raíces invaden todo lo
visible, incluso la fortaleza sagrada de nuestro enemigo más encarnizado.
—Imposible. Son invulnerables.
—Nuestra mano llega muy lejos.
—Nadie llega tan lejos.
—Muy pronto, me creerá. Una demostración irrefutable del poder
de la hermandad ha trascendido ya. Un solo acto de traición y
prueba.
— ¿Qué han hecho?
El cliente se lo dijo.
El asesino no acababa de creérselo.
—Una tarea imposible.
Al día siguiente, los periódicos de todo el mundo publicaron el
mismo titular. El asesino se convirtió en un creyente.
Quince días después, la fe del asesino se había fortalecido más
allá de toda duda. La hermandad perdura, pensó. Esta noche, saldrán
a la superficie y revelarán su poder.
Mientras caminaba por las calles, un presagio aleteaba en sus
ojos negros. Una de las hermandades más secretas y temidas de la historia
le había llamado para solicitar sus servicios. Han escogido con sabiduría,
pensó. La fama de su discreción sólo era superada por la de
su eficacia a la hora de matar.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
18
Hasta el momento, les había servido con nobleza. Había cometido
el asesinato y entregado el objeto a Jano, tal como le habían pedido.
Ahora, le tocaba a Jano utilizar su poder para depositar el objeto
en el lugar elegido.
El lugar elegido...
El asesino se preguntó cómo podría llevar a cabo Jano una tarea
tan asombrosa. Era evidente que el hombre tenía contactos en el interior.
El dominio de la hermandad parecía ilimitado.
Jano, pensó el asesino. Un nombre en clave, sin duda. ¿Era una
referencia al dios romano de las dos caras... o a la luna de Saturno?,
se preguntó. Daba igual. El poder de Jano era ilimitado. Lo había demostrado
sin la menor duda.
Mientras el asesino andaba, imaginó que sus antepasados le sonreían.
Hoy estaba continuando su lucha, estaba combatiendo contra
el mismo enemigo al que habían plantado cara durante siglos, hasta
remontarse al siglo XI, cuando los ejércitos enemigos habían saqueado
por primera vez su tierra, violado y asesinado a su gente, declarándolos
impuros, profanando sus templos y dioses.
Sus antepasados habían formado un ejército, pequeño pero
mortífero, para defenderse. Sus miembros se hicieron famosos en
todo el país como protectores, hábiles ejecutores que recorrían la
campiña exterminando a todos los enemigos que podían encontrar.
Se hicieron famosos no sólo por sus brutales matanzas, sino también
por cometer sus asesinatos sumiéndose previamente en estados alterados
de conciencia inducidos por drogas. La droga que habían elegido
era un potente estupefaciente llamado hachís.
A medida que se extendía su celebridad, estos hombres
mortíferos fueron conocidos con una sola palabra, «Hassassin»,
literalmente «seguidores del hachís». El nombre hassassin se
convirtió en sinónimo de muerte en casi todos los idiomas de la
Tierra. La palabra todavía se utilizaba hoy, incluso en el inglés
moderno, pero al igual que el arte de matar, la palabra también había
evolucionado.
Ahora se pronunciaba asesino.
6
Habían transcurrido sesenta y cuatro minutos cuando un incrédulo y
algo mareado Robert Langdon bajó por la pasarela a la pista bañada
por el sol. Una brisa fresca agitó las solapas de su chaqueta de tweed.
Salir al aire libre se le antojó maravilloso. Contempló el valle de un verde
frondoso que se alzaba hasta los picos nevados que los rodeaban.
Estoy soñando, se dijo. Me despertaré de un momento a otro.
—Bienvenido a Suiza —dijo el piloto, que tuvo que gritar para
imponerse al rugido de los motores.
Langdon consultó su reloj. Señalaba las siete y siete minutos de
la mañana.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
19
—Acaba de cruzar seis husos horarios —le advirtió el piloto—.
Aquí pasan unos minutos de la una de la tarde.
Langdon puso en hora el reloj.
— ¿Cómo se encuentra?
Langdon se masajeó el estómago.
—Como si hubiera comido poliuretano.
El piloto asintió.
—Efecto de la altitud. Nos elevamos a dieciocho mil metros. El
peso disminuye un treinta por ciento. Es una suerte que sólo cruzáramos
el charco. De haber ido a Tokio, habría alcanzado la altura má-
xima: ciento cincuenta kilómetros. Se le revuelven a uno las tripas.
Langdon asintió y se consideró afortunado. Teniendo en cuenta
todo, el vuelo había sido muy normal. Aparte de que la aceleración de
despegue le había triturado los huesos, el movimiento del avión había
sido bastante típico: alguna turbulencia ocasional, unos pocos cambios
de presión al ascender, pero nada que indicara que hubieran
surcado el espacio a una velocidad de veinte mil kilómetros por
hora.
Un grupo de técnicos se acercó a toda prisa para ocuparse del
X-33. El piloto acompañó a Langdon hasta un Peugeot sedán negro
aparcado junto a la torre de control. Momentos después, tomaron
una carretera pavimentada que atravesaba el fondo del valle. Un tenue
grupo de edificios se alzaba a lo lejos. Las praderas pasaban a su
lado como una exhalación.
Langdon vio con incredulidad que el piloto aumentaba la velocidad
hasta alcanzar los ciento setenta kilómetros por hora. ¿Qué le
pasa a este tipo y a qué vienen tantas prisas?
—El laboratorio dista cinco kilómetros —dijo el piloto—. Estaremos
allí dentro de dos minutos.
Langdon buscó en vano el cinturón de seguridad. ¿Por qué no lo
dejamos en tres y llegamos sanos y salvos?
El coche aceleró.
— ¿Le gusta Reba? —preguntó el piloto, al tiempo que
introducía una cinta en el radiocasete.
Se oyó la voz de una cantante. «Es el miedo a estar sola...»
Pues yo no tengo miedo, pensó Langdon con aire ausente. Sus colegas
femeninas solían decirle en broma que su colección de objetos,
digna de un museo, no era nada más que un intento obvio de llenar
una casa vacía, una casa que, insistían, se beneficiaría en grado sumo
de la presencia de una mujer. Langdon siempre reía, y les recordaba
que ya tenía tres amores en su vida (la simbología, el waterpolo y la
soltería), siendo esta última una libertad que le permitía viajar a lo largo
y ancho del mundo, acostarse tan tarde como le apeteciera y disfrutar
de noches tranquilas en casa con un coñac y un buen libro.
—Somos como una ciudad en miniatura —dijo el piloto, arrancando
a Langdon de sus pensamientos—. No sólo hay laboratorios.
Tenemos supermercados, un hospital, hasta un cine.
Langdon asintió sin pensar y contempló el complejo de edificios
que se alzaban ante ellos.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
20
—De hecho —añadió el piloto—, poseemos la máquina más
grande de la tierra.
— ¿De veras?
Langdon inspeccionó el paisaje.
—No la verá ahí, señor. —El piloto sonrió—. Está enterrada a
seis pisos bajo tierra.
Langdon no tuvo tiempo de preguntar. Sin previo aviso, el piloto
pisó el freno. El coche se detuvo ante una caseta de vigilancia reforzada.
Langdon leyó el letrero. SÉCURITÉ. ARRETEZ. De pronto, experimentó
una oleada de pánico, al tomar conciencia por fin de dónde estaba.
— ¡Dios mío! ¡No he traído el pasaporte!
—Los pasaportes no son necesarios —le tranquilizó el chófer—.
Tenemos un acuerdo con el gobierno suizo.
Langdon vio, perplejo, que el chófer entregaba al guardia una
identificación. El guardia la pasó por un aparato de detección electrónica.
Un destello verde apareció en el aparato.
— ¿Nombre del pasajero?
—Robert Langdon —contestó el chófer.
— ¿Quién le ha invitado?
—El director.
El guardia enarcó las cejas. Se volvió y echó un vistazo a una hoja
impresa por ordenador, que cotejó con los datos de la pantalla de su
ordenador. Después, se volvió hacia la ventana.
—Que disfrute de su estancia, señor Langdon.
El coche se puso en marcha de nuevo hacia la entrada del edificio
principal situado a doscientos metros. Ante ellos se desplegaba
una estructura rectangular ultramoderna de vidrio y acero. Langdon
se quedó asombrado por el diseño transparente del edificio. Siempre
había sido muy aficionado a la arquitectura.
—La Catedral de Cristal —explicó su acompañante.
— ¿Una iglesia?
—No, por favor. Una iglesia es lo único que no tenemos. La física
es la religión de este lugar. Puede tomar el nombre del Señor en
vano cuantas veces quiera —rió—, pero no se meta con los quarks o
los mesones.
Langdon se quedó perplejo, mientras el chófer frenaba ante el
edificio de cristal. ¿Quarks y mesones? ¿Sin control de fronteras?
¿Aviones que alcanzan una velocidad de Mach quince? ¿Quién demonios
SON estos tipos? La losa de granito grabada que había delante
del edificio le facilitó la respuesta:
CERN
Conseil Européen pour
la Recherche Nucléaire
—¿Investigaciones nucleares? —preguntó Langdon, casi seguro
de que su traducción era correcta.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
21
El chófer no contestó. Estaba inclinado hacia adelante, mientras
manipulaba el radiocasete del coche.
—Aquí se baja usted. El director le recibirá en la entrada.
Langdon reparó en un hombre que salía del edificio sentado en
una silla de ruedas. Aparentaba unos sesenta años. Enjuto y calvo, de
mandíbula firme, llevaba una bata blanca de laboratorio y zapatos
de calle plantados con determinación en el apoyapiés de la silla. Incluso
desde lejos, sus ojos parecían carentes de vida, como dos piedras
grises.
—¿Es él? —preguntó Langdon.
El chófer alzó la vista.
—Bien, me voy. —Se volvió y dirigió a Langdon una sonrisa
ominosa—. Para que luego hablen del demonio.
Sin saber qué debía esperar, Langdon bajó del vehículo.
El hombre de la silla de ruedas aceleró hacia él y le extendió una
mano fría y húmeda.
— ¿Señor Langdon? Hablamos por teléfono. Me llamo
Maximilian Kohler.
7
Maximilian Kohler, director general del CERN, era conocido a sus
espaldas como Der König, el Rey. Era un título más de temor que de
respeto por la figura que gobernaba sus dominios desde una silla
de ruedas. Aunque pocos le conocían en persona, la horripilante historia
de las circunstancias en que había quedado tullido circulaba por
el CERN, y pocos le culpaban por su amargura... y por su dedicación
a la ciencia pura.
A los pocos momentos de hallarse en presencia de Kohler, Langdon
ya presintió que el director era un hombre que mantenía las distancias.
Descubrió que casi debía correr para no rezagarse de la silla
de ruedas eléctrica de Kohler, que rodaba en silencio hacia la entrada
principal. Langdon nunca había visto una silla eléctrica semejante,
equipada con una hilera de aparatos electrónicos que incluían un teléfono
multilínea, un sistema de buscapersonas, pantalla de ordenador
e incluso una cámara de vídeo desmontable. El centro de mando
móvil del rey Kohler.
Langdon atravesó una puerta mecánica y entró en el enorme vestíbulo
principal del CERN.
La Catedral de Cristal, pensó Robert Langdon, y alzó la vista hacia
el cielo.
El techo azulino de vidrio brillaba al sol de la tarde, proyectaba
rayos de dibujos geométricos en el aire y dotaba a la estancia de una
sensación de grandeza. Sombras angulares caían como venas sobre
las paredes de baldosas blancas y los suelos de mármol. El aire olía a
limpio, como esterilizado. Un puñado de científicos se movía de un
Dan Brown Ángeles Y Demonios
22
lado a otro, y el eco de sus pasos resonaba en el espacio.
—Por aquí, señor Langdon. —Era una voz casi electrónica. Su
acento era rígido y preciso, al igual que sus facciones severas. Kohler
tosió y se secó la boca con un pañuelo blanco, mientras clavaba sus
mortecinos ojos grises en Langdon—. Apresúrese, por favor.
Daba la impresión de que su silla de ruedas saltaba sobre el suelo
de baldosas.
Langdon dejó atrás lo que se le antojaron incontables pasillos
que nacían del atrio principal. Todos los corredores bullían de actividad.
Los científicos que veían a Kohler parecían sorprenderse, y miraban
a Langdon como si se preguntaran quién debía ser para merecer
tan alto honor.
—Me avergüenza admitir —dijo Langdon, con el fin de entablar
conversación—, que nunca había oído hablar del CERN.
—No me sorprende —contestó Kohler con fría eficiencia—. La
mayoría de norteamericanos no consideran a Europa el líder mundial
de la investigación científica. Nos ven como un distrito comercial peculiar.
Una percepción extraña, teniendo en cuenta la nacionalidad
de hombres como Einstein, Galileo y Newton.
Langdon no supo muy bien qué contestar. Sacó el fax de su bolsillo.
— ¿Este hombre de la fotografía... ?
Kohler le interrumpió con un ademán.
—Aquí no, por favor. Ahora le acompaño a verle. —Extendió la
mano—. Quizá debería quedarme con eso.
Langdon le tendió el fax y guardó silencio.
Kohler torció a la izquierda y entró en un amplio pasillo adornado
con premios y menciones. Una placa de gran tamaño dominaba la
entrada. Langdon se detuvo a leer la frase grabada en el bronce.
PREMIO ARS ELECTRONICA
A la Innovación Cultural en la Era Digital
Concedido a Tim Berners Lee y el CERN
por la invención de
INTERNET
Que me aspen, pensó Langdon, mientras leía el texto. Este tipo
no estaba bromeando. Langdon siempre había creído que Internet era
un invento norteamericano. Una vez más, sus conocimientos estaban
limitados a la página web de su propio libro y a las ocasionales exploraciones
on-line del Prado o del Louvre en su Macintosh.
—La Red —dijo Kohler. Tosió y volvió a secarse la boca— empezó
aquí como una red de ordenadores internos. Permitía a los científicos
de departamentos diferentes compartir los hallazgos diarios
mutuamente. Claro, todo el mundo cree que la Red es tecnología norteamericana.
Langdon le siguió por el pasillo.
— ¿Por qué no enmiendan el error?
Kohler se encogió de hombros, como si el tema no le interesara.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
23
—Un malentendido sin importancia sobre una tecnología sin
importancia. El CERN es mucho más grande que una conexión global
de ordenadores. Nuestros científicos producen milagros casi a
diario.
Langdon dirigió a Kohler una mirada inquisitiva.
—¿Milagros?
La palabra «milagro» no formaba parte del vocabulario empleado
en el Fairchild Science Building de Harvard. Los milagros se dejaban
a la Facultad de Teología.
—Parece escéptico —dijo Kohler—. Pensaba que era usted un
simbolista religioso. ¿No cree en milagros?
—No lo tengo muy claro —dijo Langdon. Sobre todo en relación
con los que tienen lugar en laboratorios científicos.
—Tal vez milagro no sea la palabra adecuada. Sólo intentaba
adaptarme a su lenguaje.
— ¿Mi lenguaje? —De repente, Langdon se sintió incómodo—.
No es que quiera decepcionarle, señor, pero yo estudio simbología religiosa.
Soy un académico, no un sacerdote.
De repente, Kohler aminoró la velocidad y se volvió. Su mirada
se suavizó un tanto.
—Por supuesto. Ha sido una torpeza por mi parte. No es preciso
padecer cáncer para analizar sus síntomas.
Langdon nunca lo había oído expresado de esa manera.
Mientras avanzaban por el corredor, Kohler asintió en señal de
aceptación.
—Sospecho que usted y yo nos entenderemos a la perfección, se-
ñor Langdon.
Langdon se permitió dudarlo.
Mientras ambos continuaban a buen paso, Langdon empezó a percibir
un ruido profundo a lo lejos. Se hizo más pronunciado a cada
paso que daban, y resonaba en las paredes. Producía la impresión de
proceder del final del pasillo.
— ¿Qué es eso? —preguntó. Para hacerse oír, tuvo que gritar.
Experimentó la sensación de que se estaban acercando a un volcán en
actividad.
—El Tubo de Caída Libre —contestó Kohler, y su voz hueca
cortó el aire sin esfuerzo. No le dio más explicaciones.
Langdon no preguntó. Estaba agotado, y a Maximilian Kohler
no parecía interesarle ganar ningún premio a la hospitalidad. Langdon
se recordó por qué estaba aquí, llluminati. Supuso que en esta
colosal instalación había un cadáver, un cuerpo marcado a fuego con
un símbolo por el que había volado cuatro mil ochocientos kilómetros
para verlo.
Cuando se acercaron al final del pasillo, el estrépito se hizo ensordecedor,
y vibraba en las suelas de los zapatos de Langdon. Doblaron
la curva y apareció a la derecha una galería de observación.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
24
Cuatro portales de gruesos cristales estaban empotrados en una pared
curva, como ventanas en un submarino. Langdon se detuvo y
miró por uno de los agujeros.
El profesor Robert Langdon había visto algunas cosas extrañas
en el curso de su vida, pero ésta las superaba a todas. Parpadeó varias
veces, y se preguntó si padecía alucinaciones. Estaba contemplando
una enorme cámara circular. En el interior de la cámara, flotando
como si careciera de peso, había gente. Tres personas. Una saludó
con la mano y dio un salto mortal en el aire.
Dios mío, pensó. Estoy en el país de Oz.
El suelo de la estancia era una reja, como una gigantesca plancha
de alambre. Bajo la reja se veía la mancha metálica de un enorme propulsor.
—Tubo de Caída Libre —dijo Kohler, y se detuvo para esperarle—.
Paracaidismo de interior. Para aliviar el estrés. Es un túnel de
viento vertical.
Langdon miró asombrado. Uno de los tres paracaidistas, una
mujer obesa, se acercó a la ventana. Las corrientes de aire la abofeteaban,
pero sonrió y enseñó a Langdon los dos pulgares alzados.
Langdon forzó una sonrisa y le devolvió el gesto, mientras se preguntaba
si la mujer sabía que era el antiguo símbolo fálico de la virilidad
masculina.
Langdon observó que la mujer era la única que llevaba lo que semejaba
un paracaídas en miniatura. El casquete de tela flotaba sobre
ella como un juguete.
— ¿Para qué sirve el paracaídas pequeño? —preguntó
Langdon a Kohler—. No debe de medir más de un metro de
diámetro.
—Es por la fricción —dijo Kohler—. Disminuye su resistencia al
aire para que el ventilador pueda alzarla. —Desvió la vista hacia el corredor—.
Un metro cuadrado de tela disminuye la velocidad de caída
de un cuerpo en un veinte por ciento.
Langdon asintió, perplejo.
No sospechó ni por un momento que más tarde, aquella noche,
en un país situado a cientos de kilómetros, esa información le salvaría
la vida..
2) busca todas las palabras graves que encuentres en el texto y copialas
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3) busca términos desconocidos y copialos con su respectivo significado
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4) con los términos desconocidos encontrados realiza una sopa de letras.
TERCERA FICHA REALIZADA EL 24 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
Cuando Kohler y Langdon salieron del complejo principal del CERN al sol
de Suiza, Langdon se sintió transportado a casa. El panorama que se
extendía ante él parecía un campus universitario de cualquiera de las más
prestigiosas instituciones educativas de la costa Este de Estados Unidos.
Una pendiente cubierta de hierba descendía hasta una planicie
donde crecían bosquecillos de arces en cuadriláteros bordeados de
edificios residenciales de ladrillo y senderos peatonales. Individuos con
pinta de estudiosos entraban y salían de los edificios, cargados con
Dan Brown Ángeles Y Demonios
25
libros. Como para acentuar la atmósfera universitaria, dos hippies
melenudos se lanzaban un frisbee, mientras disfrutaban de la Cuarta
sinfonía de Mahler, que surgía a todo volumen por la ventana de un
dormitorio.
—Son las viviendas de los residentes —explicó Kohler, mientras
aceleraba la silla de ruedas en dirección a los edificios—. Tenemos más de
tres mil físicos aquí. Sólo el CERN emplea más de la mitad de los físicos de
partículas del mundo. Las mentes más brillantes del planeta: alemanes,
japoneses, italianos, holandeses, lo que quiera. Nuestros físicos representan
a más de quinientas universidades y sesenta nacionalidades.
Langdon se quedó asombrado.
— ¿Cómo se comunican?
—En inglés, por supuesto. El idioma universal de la ciencia.
Langdon siempre había oído que las matemáticas constituían el
idioma universal de la ciencia, pero estaba demasiado cansado para
discutir. Siguió obediente a Kohler.
A mitad de camino, un joven pasó corriendo. Su camiseta proclamaba:
¡SIN TGU NO HAY GLORIA!
Langdon le siguió con la mirada, intrigado.
— ¿TGU?
—Teoría General Unificada —explicó Kohler—. La teoría de
todo.
—Entiendo —dijo Langdon, que no entendía nada.
— ¿Sabe algo de la física de partículas, señor Langdon?
Langdon se encogió de hombros.
—Sé algo de la física general: la caída de los cuerpos, esas cosas.
—Sus años de buceador le habían inducido un profundo respeto por
el asombroso poder de la aceleración gravitacional—. La física de
partículas se ocupa del estudio de los átomos, ¿verdad?
Kohler negó con la cabeza.
—Los átomos son como planetas comparados con lo que nosotros
estudiamos. Nuestro interés se centra en el nucleus del átomo,
una mera diezmilésima parte del tamaño total. —Tosió de nuevo,
como si estuviera enfermo—. Los hombres y mujeres del CERN están
aquí para encontrar respuestas a las mismas preguntas que el
hombre se ha planteado desde el principio de los tiempos. ¿De dónde
venimos? ¿De qué estamos hechos?
— ¿Y esas respuestas se encuentran en un laboratorio de fí-
sica?
—Parece sorprendido.
—Lo estoy. La pregunta parece de tipo espiritual.
—Señor Langdon, todas las preguntas fueron de tipo espiritual
en su momento. Desde el principio de los tiempos, la espiritualidad y
la religión se han utilizado para llenar los huecos que la ciencia no
comprendía. La salida y la puesta de sol se atribuyeron en otro tiempo
a Helios y un carro de fuego. Los terremotos y los maremotos eran
la ira de Poseidón. La ciencia ha demostrado ahora que esos dioses
eran ídolos falsos. Pronto, demostraremos que todos los dioses son
falsos ídolos. La ciencia ha proporcionado respuestas a casi todas las
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preguntas que el hombre puede formular. Sólo quedan unas cuantas,
y son las esotéricas. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál
es el sentido de la vida y del universo?
Langdon estaba asombrado.
—¿Son éstas las preguntas que intenta contestar el CERN?
—Le corrijo: éstas son las preguntas que estamos contestando.
Langdon guardó silencio, mientras los dos hombres deambulaban
a través de los cuadriláteros residenciales. Un frisbee voló sobre
sus cabezas y aterrizó delante de ellos. Kohler no hizo caso y siguió
adelante.
Una voz llamó desde el otro ángulo del cuadrilátero.
—S'il vous plaît!
Langdon miró. Un hombre canoso de edad avanzada, con una
sudadera del College Paris, le estaba haciendo señas. Langdon recogió
el frisbee y se lo devolvió con pericia. El anciano lo atrapó sobre
un dedo y lo hizo rebotar varias veces antes de lanzarlo por encima
del hombro hacia su compañero.
—Merci! —gritó a Langdon.
—Le felicito —dijo Kohler cuando Langdon le alcanzó—. Acaba
de lanzarle el frisbee al ganador del premio Nobel Georges Charpak,
inventor de la cámara proporcional multihilo.
Langdon asintió. Hoy es mi día de suerte.
Langdon y Kohler tardaron tres minutos más en llegar a su destino,
un edificio amplio y bien cuidado, situado en un bosquecillo de álamos.
Comparado con los demás, el edificio parecía lujoso. El letrero
de piedra tallada anunciaba EDIFICIO C.
Muy imaginativo, pensó Langdon.
Pero pese a su nombre vulgar, el Edificio C coincidía con el gusto
arquitectónico de Langdon: conservador y sólido. Tenía una fachada
de ladrillo rojo, una balaustrada trabajada, y estaba cercado
por setos esculpidos simétricos. Cuando los dos hombres subieron
por el sendero de piedra hacia la entrada, pasaron bajo un pórtico
formado por un par de columnas de mármol. Alguien había pegado
una nota adhesiva en una de ellas.
ESTA COLUMNA ES IÓNICA
¿Graffitis de físicos?, se preguntó Langdon, mientras estudiaba
la columna y reía para sí.
—Me tranquiliza ver que hasta los físicos brillantes cometen
errores.
Kohler le miró.
— ¿A qué se refiere?
—Quien escribió esa nota cometió un error, aparte de escribirlo
mal. La columna no es iónica, sino jónica. Las columnas jónicas son
de anchura uniforme. Ésta es ahusada. Es dórica, la contrapartida
griega. Un error muy común.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
27
Kohler no sonrió.
—El autor quería hacer una broma, señor Langdon. «Iónica»
significa que contiene iones, partículas cargadas eléctricamente. La
mayoría de objetos las contienen.
Langdon miró la columna y gruñó.
Langdon aún se sentía como un estúpido cuando salió del ascensor
en el último piso del Edificio C. Siguió a Kohler por un corredor bien
amueblado. La decoración no era la que se esperaba, de estilo francés
colonial tradicional: un diván cereza, un jarrón de porcelana y muebles
con volutas de madera.
—Nos gusta que nuestros científicos se sientan cómodos —explicó
Kohler.
Es evidente, pensó Langdon.
— ¿El hombre del fax vivía aquí? ¿Era uno de sus empleados de
alto nivel?
—En efecto —dijo Kohler—. No acudió a una reunión que teníamos
concertada esta mañana y su buscapersonas no contestó. Vine a
buscarle y le encontré muerto en su sala de estar.
Langdon sintió un escalofrío cuando comprendió que estaba a
punto de ver un cadáver. Se le revolvía el estómago con facilidad. Era
una debilidad que había descubierto en sus tiempos de estudiante de
historia del arte, cuando el profesor informó a la clase de que Leonardo
da Vinci había profundizado sus conocimientos del cuerpo humano
exhumando cadáveres y diseccionando su musculatura.
Kohler le guió hasta el final del pasillo. Había una sola puerta.
—El apartamento del ático, como dirían ustedes —anunció
Kohler, al tiempo que se secaba una gota de sudor de la frente.
Langdon echó un vistazo a la solitaria puerta de roble. Una placa
rezaba:
LEONARDO VETRA
—Leonardo Vetra —dijo Kohler— habría cumplido cincuenta y
ocho años la semana que viene. Era uno de los científicos más brillantes
de nuestro tiempo. Su muerte significa una profunda pérdida
para la ciencia.
Por un instante, Langdon creyó percibir emoción en el rostro
endurecido de Kohler, pero se esfumó al instante. Kohler introdujo la
mano en el bolsillo y empezó a buscar en un llavero.
De pronto, a Langdon se le ocurrió una idea extraña. El edificio
parecía desierto.
— ¿Dónde está todo el mundo? —preguntó. La falta de actividad
no era lo que esperaba encontrar, considerando que estaban a
punto de entrar en el escenario de un crimen.
—Los residentes están en sus laboratorios —contestó Kohler,
que al fin había encontrado la llave.
—Me refiero a la policía —aclaró Langdon—. ¿Ya se han ido?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Kohler se detuvo, con la llave a medio camino de la cerradura.
— ¿La policía?
Los ojos de Langdon se encontraron con los del director.
—La policía. Usted me envió un fax acerca de un homicidio.
Tiene que haber llamado a la policía.
—Por supuesto que no.
— ¿Cómo?
Los ojos grises de Kohler se hicieron más penetrantes.
—La situación es complicada, señor Langdon.
Langdon sintió una oleada de aprensión. —
Pero... ¡alguien más se habrá enterado!
—Sí. La hija adoptiva de Leonardo. También trabaja como física
aquí. Ella y su padre comparten el laboratorio. Son compañeros.
La señorita Vetra se ausentó esta semana para llevar a cabo investigaciones
de campo. Le he comunicado la muerte de su padre, y se halla
de camino en este momento.
—Pero un hombre ha sido ase...
—Tendrá lugar una investigación oficial —afirmó Kohler—. Sin
embargo, eso significará un registro a fondo del laboratorio de Vetra,
un espacio que su hija y él consideraban absolutamente privado. Por
consiguiente, esperaremos a que la señorita Vetra llegue. Creo que le
debo esa pequeña muestra de discreción.
Kohler giró la llave.
Cuando la puerta se abrió, una ráfaga de aire helado siseó y alcanzó
a Langdon en plena cara. Retrocedió, confuso. Estaba contemplando
el interior de un mundo extraño. El piso estaba inmerso en
una espesa niebla blanca. La niebla remolineaba formando vórtices
humeantes alrededor de los muebles, como una mortaja que envolviera
la habitación en una neblina opaca.
— ¿Qué es...? —tartamudeó Langdon.
—Sistema de aire acondicionado por freón —contestó Kohler—.
Refrigeré el piso para conservar el cuerpo.
Langdon se abotonó la chaqueta para protegerse del frío. Estoy
en Oz, pensó. Y he olvidado mis zapatillas mágicas.
9
El aspecto del cadáver era espantoso. El difunto Leonardo Vetra yacía de
espaldas, desnudo, y la piel había adquirido un color gris azulado. Los
huesos del cuello sobresalían en el punto donde los habían roto, y tenía la
cabeza girada por completo hacia atrás. La cara no se veía, aplastada
contra el suelo. El hombre estaba tendido sobre un charco congelado de
su propia orina, y el vello que rodeaba sus genitales encogidos estaba
salpicado de escarcha.
Sobreponiéndose a la náusea que la vista del cadáver le producía,
Langdon se obligó a que sus ojos se posaran sobre el pecho de la víctima.
Aunque había examinado la herida simétrica una docena de veces en el
Dan Brown Ángeles Y Demonios
29
fax, ésta era infinitamente más impresionante en vivo. La carne, levantada y
quemada, estaba perfectamente delineada y el símbolo formado sin mácula.
Langdon se preguntó si el intenso escalofrío que recorría su
columna vertebral se debía al aire acondicionado o al asombro que le
embargó cuando captó el significado de lo que estaba mirando.
Su corazón se aceleró cuando caminó alrededor del cadáver y
leyó la palabra al revés, lo cual reafirmaba el genio de la simetría. El
símbolo se le antojó aún menos concebible ahora que lo miraba.
— ¿Señor Langdon?
Langdon no le oyó. Estaba en otro mundo, su mundo, su elemento,
un mundo en el que la historia, el mito y la realidad colisionaban
e inundaban sus sentidos. Los engranajes giraban.
— ¿Señor Langdon?
Los ojos de Kohler le sondeaban, expectantes.
Langdon no levantó la vista. Su atención estaba concentrada por
completo.
— ¿Ha averiguado algo ya?
—Sólo lo que tuve tiempo de leer en su página web —respondió
Kohler—. La palabra llluminati significa «los iluminados». Es el
nombre de una hermandad antigua.
Langdon asintió.
—¿Había oído el nombre antes?
—No, hasta que lo vi grabado en el cuerpo del señor Vetra.
—¿Lo buscó en Internet?
—Sí.
—Y encontró cientos de referencias, sin duda.
—Miles —dijo Kohler—. Su página web, no obstante, contenía
referencias a Harvard, Oxford, un reputado editor y una lista de publicaciones
relacionadas. Como científico, he llegado a aprender que
la información sólo es tan válida como su origen. Sus credenciales parecían
auténticas.
Los ojos de Langdon seguían clavados en el cadáver.
Kohler no dijo nada más. Esperó a que Langdon arrojara alguna
luz sobre lo sucedido.
Langdon alzó la vista y paseó la mirada por el piso.
— ¿Y si hablamos en un lugar más cálido?
—Esta habitación es perfecta. —Kohler parecía indiferente al
frío—. Hablaremos aquí.
Langdon frunció el ceño. La historia de los llluminati no era
nada sencilla. Moriré congelado intentando explicarla. Contempló de
nuevo la marca, asombrado.
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30
Aunque las referencias sobre el emblema de los Illuminati eran
legendarias en la simbología moderna, ningún erudito lo había visto.
Antiguos documentos describían el símbolo como un ambigrama, lo
cual quería decir que se podía leer en ambos sentidos. Y si bien los
ambigramas eran habituales en la simbología (esvásticas, ying y yang,
las estrellas judías, cruces sencillas), la idea de que una palabra pudiera
convertirse en un ambigrama parecía imposible. Los expertos
en simbología modernos habían intentado durante años imprimir a la
palabra «Illuminati» un estilo perfectamente simétrico, pero habían
fracasado miserablemente. Casi todos los estudiosos habían llegado a
la conclusión de que la existencia del símbolo era un mito.
— ¿Quiénes son los Illuminati? —preguntó Kohler.
Sí, pensó Langdon, ¿quiénes son, en realidad? Empezó su relato.
—Desde el inicio de la historia —explicó Langdon—, ha existido
una profunda brecha entre ciencia y religión. Científicos sin pelos
en la lengua como Copérnico...
—Fueron asesinados —interrumpió Kohler—. Asesinados por
la Iglesia por revelar verdades científicas. La religión siempre ha perseguido
a la ciencia.
—Sí, pero en el siglo dieciséis, un grupo de hombres luchó en
Roma contra la Iglesia. Algunos de los italianos más esclarecidos (fí-
sicos, matemáticos, astrónomos) empezaron a reunirse en secreto
para compartir sus preocupaciones sobre las enseñanzas equivocadas
de la Iglesia. Temían que el monopolio de la «verdad» que ejercía la
Iglesia amenazara al esclarecimiento cultural del mundo entero. Fundaron
el primer gabinete estratégico científico del mundo, y se autoproclamaron
«los iluminados».
—Los Illuminati.
—Sí —dijo Langdon—. Las mentes más preclaras de Europa...
dedicadas a la búsqueda de la verdad científica.
Kohler guardó silencio.
—Como es natural, los Illuminati fueron perseguidos ferozmente
por la Iglesia católica. Los científicos sólo consiguieron salvarse
gracias a ritos de extremado secretismo. Corrió la voz entre los estudiosos
clandestinos, y la hermandad de los Illuminati creció hasta incluir
a eruditos de toda Europa. Los científicos se reunían con regularidad
en Roma, en una guarida ultrasecreta que llamaban la Iglesia
de la Iluminación.
Kohler tosió y se removió en su silla.
—Muchos Illuminati —continuó Langdon— quisieron combatir
la tiranía de la Iglesia con actos de violencia, pero su miembro más
reverenciado los disuadió. Era pacifista, así como uno de los científicos
más famosos de la historia.
Langdon estaba seguro de que Kohler reconocería el nombre.
Hasta los no científicos conocían la historia del desventurado astró-
nomo que había sido detenido y casi ejecutado por la Iglesia cuando
proclamó que el Sol, y no la Tierra, era el centro del sistema solar.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Aunque sus datos eran incontrovertibles, el astrónomo fue castigado
con severidad por insinuar que Dios había colocado a la humanidad
en un lugar que no era el centro de Su universo.
—Se llamaba Galileo Galilei —dijo.
Kohler alzó la vista.
— ¿Galileo?
—Sí, Galileo era un Illuminatus, y también un católico devoto.
Intentó suavizar la posición de la Iglesia sobre la ciencia cuando proclamó
que la ciencia no socavaba la existencia de Dios, sino que, antes
al contrario, la reafirmaba. En una ocasión, escribió que, cuando
miraba por su telescopio los planetas, oía la voz de Dios en la música
de las esferas. Sostenía que la ciencia y la religión no eran enemigas,
sino aliadas: dos idiomas diferentes que contaban la misma historia,
una historia de simetría y equilibrio... Cielo e infierno, noche y día,
calor y frío, Dios y Satán. Tanto la ciencia como la religión se regocijaban
en la simetría de Dios..., la pugna constante entre luz y oscuridad.
Langdon hizo una pausa, y pateó el suelo para calentar los pies.
Kohler se limitó a mirarle.
—Por desgracia —añadió Langdon—, la unificación de la ciencia
y la religión era algo que la Iglesia no deseaba.
—Claro que no —interrumpió Kohler—. La unificación habría
acabado con la pretensión de la Iglesia de que era el único vehículo
mediante el cual el hombre podía comprender a Dios. En consecuencia,
la Iglesia juzgó por herejía a Galileo, le declaró culpable y le puso
bajo arresto domiciliario permanente. Conozco muy bien la historia
de la ciencia, señor Langdon. Pero esto sucedió hace siglos. ¿Cuál es
la relación de este episodio con Leonardo Vetra?
La pregunta del millón. Langdon fue al grano.
—La detención de Galileo trastornó a los Illuminati. Se cometieron
equivocaciones, y la Iglesia descubrió la identidad de cuatro
miembros, a los que capturaron e interrogaron. Pero los cuatro científicos
no revelaron nada... ni siquiera bajo tortura.
— ¿Tortura?
Langdon asintió.
—Los marcaron a fuego. En el pecho. Con el símbolo de la cruz.
Kohler abrió los ojos desmesuradamente, y dirigió una mirada
inquieta al cadáver de Vetra.
—Luego, los científicos fueron brutalmente asesinados, y sus cadáveres
abandonados en las calles de Roma, como advertencia a los
que pensaban unirse a los Illuminati. Debido al acoso de la Iglesia,
los restantes Illuminati huyeron de Italia.
Langdon hizo una pausa. Miró los ojos muertos de Kohler.
—Los Illuminati pasaron a la clandestinidad, donde empezaron
a mezclarse con otros grupos de refugiados que huían de las purgas
católicas: místicos, alquimistas, ocultistas, musulmanes, judíos. Surgieron
unos nuevos Illuminati. Unos Illuminati más oscuros. Unos
Illuminati profundamente anticatólicos. Adquirieron un gran poder,
mediante el empleo de misteriosos ritos y un secretismo mortal, y ju-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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raron que un día se alzarían de nuevo y se vengarían de la Iglesia católica.
Su poder creció hasta el punto de que la Iglesia los consideró
la fuerza anticristiana más poderosa de la tierra. El Vaticano tildó a la
hermandad de Shaitan.
— ¿Shaitan?
—Es árabe. Significa «adversario»... El adversario de Dios. La
Igle a escogió una palabra árabe si porque lo consideraba un idioma
sucio. —Langdon vaciló—. Shaitan es la raíz de la palabra...
Satanás.
La inquietud se reflejó en el rostro de Kohler.
Langdon habló con voz sepulcral.
—Señor Kohler, no sé cóm esta marca en el pecho de este o apareció
hombre, ni por qué, pero está co el símbolo, desaparecido hace ntemplando
mucho tiempo, de la secta satánic gua y poderosa de la tierra.
2) busca los términos desconocidos y copialos con su respectivo significado
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3) busca todos los adjetivos que encuentres en el texto y copialos.
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4) con cada adjetivo realiza una oración
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5) escribe lo que mas te gusto del texto.
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CUARTA FICHA REALIZADA EL 25 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
La callejuela era oscura y desierta. El hassassin caminaba a buen paso,
y en sus ojos negros se transparentaba la impaciencia. Cuando se
acercó a su destino, las palabras de despedida de Jano resonaron en
su mente. La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar.
El hassassin sonrió con presunción. Había estado despierto toda
la noche, pero dormir era lo último que tenía en mente. Dormir era
para los débiles. Era un guerrero, al igual que sus antepasados, y su
pueblo nunca dormía una vez que empezaba la batalla. No cabía
duda de que esta batalla acababa de empezar, y le habían concedido
el honor de derramar la primera sangre. Le quedaban dos horas para
celebrar su gloria antes de empezar a trabajar.
¿Dormir? Hay mejores maneras de relajarse...
Sus antepasados le habían transmitido el apetito por los placeres
hedonistas. Sus antepasados se habían deleitado con el hachís, pero él
prefería un tipo de gratificación diferente. Se enorgullecía de su cuerpo,
una máquina letal bien engrasada que, pese a su herencia, se negaba
a contaminarse con narcóticos. Había desarrollado una adicción
más nutricia que las drogas, que le brindaba una recompensa mucho
más sana y satisfactoria.
El hassassin aceleró el paso, cada vez más impaciente. Llegó a
una puerta como tantas otras y tocó el timbre. Se abrió una mirilla en
la puerta, y dos ojos castaños le estudiaron. Después, la puerta se
abrió.
—Bienvenido —dijo la elegante mujer. Le guió hasta una sala de
estar, amueblada con gusto y apenas iluminada. El aire estaba impregnado
de perfume caro e intenso. Le entregó un álbum de fotografías—.
Cuando se haya decidido, llame al timbre.
La mujer desapareció.
El hassassin sonrió.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Cuando se sentó en el mullido diván y colocó el álbum de fotos
sobre su regazo, sintió que su apetito carnal se despertaba. Aunque
su pueblo no celebraba la Navidad, imaginó que así debía de sentirse
un niño cristiano, sentado ante un montón de regalos, a punto de descubrir
los prodigios que contenían. Abrió el álbum y examinó las fotos.
Toda una vida de fantasías sexuales le devolvió la mirada.
Marisa. Una diosa italiana. Fogosa. Una Sofía Loren en joven.
Sachiko. Una geisha japonesa. Flexible como un junco. Experta,
sin duda.
Kanara. Una impresionante visión negra. Musculosa. Exótica.
Examinó todo el álbum dos veces y eligió. Apretó un botón de la
mesa contigua. Un minuto después, la mujer que le había recibido
reapareció. El hombre indicó su selección. Ella sonrió.
—Sígame.
Después de pactar las condiciones económicas, la mujer hizo
una llamada telefónica en voz baja. Esperó unos minutos, y luego le
guió por una escalera de mármol sinuosa hasta un lujoso vestíbulo.
—Es la puerta dorada del final —dijo—. Tiene gustos caros.
Pues claro, pensó él. Soy un connaisseur.
El hassassin recorrió el pasillo como una pantera que anticipara
una larga comida aplazada. Cuando llegó a la puerta, sonrió para sí.
Ya estaba entreabierta... Como para darle la bienvenida. Empujó la
hoja, y la puerta se abrió sin ruido.
Cuando vio su elección, supo que había elegido bien. Era justo
lo que había solicitado... Desnu , tumbada sobre la espalda, los da
brazos atados a los postes de la c a con gruesos cordones de tercio- am
pelo.
Cruzó la habitación y recorrió con un dedo oscuro el abdomen
marfileño. Anoche cometí un asesinato, pensó. Tú eres mi recompensa.
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— ¿Satánico? —Kohler se secó la boca y se removió, inquieto—.
¿Esto es el símbolo de una secta satánica?
Langdon paseó por la habitación para entrar en calor.
—Los Illuminati eran satanistas, pero no en el sentido moderno.
Langdon se apresuró a explicar que casi todo el mundo imaginaba
a los satanistas como monstruos adoradores del diablo, pero la
historia demostraba que eran hombres cultos que se alzaban como
adversarios de la Iglesia. Shaitan. Los rumores acerca de prácticas de
magia negra y sacrificios de animales y el ritual del pentagrama no
eran más que mentiras propagadas por la Iglesia para denostar a sus
adversarios. Con el tiempo, los enemigos de la Iglesia, deseosos de
emular a los Illuminati, habían empezado a creer en las mentiras y a
ponerlas en práctica. Así nació el satanismo moderno.
Kohler le interrumpió con acritud.
—Todo eso es historia antigua. Quiero saber cómo ha llegado
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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aquí este símbolo.
Langdon respiró hondo.
—Este símbolo fue creado por un artista anónimo del siglo dieciséis
como tributo al amor de Galileo por la simetría, una especie de
logotipo sagrado de los Illuminati. La hermandad guardó en secreto
el dibujo, se supone que con el propósito de revelarlo sólo cuando
hubiera reunido el poder suficiente para resurgir y alcanzar su objetivo
final.
Kohler parecía inquieto.
— ¿Este símbolo significa que la hermandad de los Illuminati
está resurgiendo?
Langdon frunció el ceño.
—Eso sería imposible. Hay un capítulo de la historia de los Illuminati
que todavía no he explicado.
Kohler alzó la voz.
—Ilumíneme.
Langdon se frotó las palmas de las manos, y pasó revista mental
a los cientos de documentos que había leído o escrito sobre los Illuminati.
—Los Illuminati eran supervivientes —explicó—. Cuando huyeron
de Roma, atravesaron toda Europa en busca de un lugar seguro
donde reagruparse. Fueron acogidos por otra sociedad secreta,
una hermandad de ricos canteros bávaros llamados francmasones.
Kohler se quedó de una pieza.
— ¿Los masones?
Langdon asintió, sin sorprenderse de que Kohler hubiera oído
hablar del grupo. La hermandad de los masones contaba con más de
cinco millones de miembros en todo el mundo, la mitad de ellos residentes
en Estados Unidos, y más de un millón en Europa.
—Los masones no son satanistas, desde luego —afirmó Kohler
en tono escéptico.
—Por supuesto que no. Los masones fueron víctimas de su propia
bondad. Después de acoger a los científicos huidos en el siglo dieciocho,
los masones se convirtieron sin querer en una tapadera de los
Illuminati. Los Illuminati fueron ascendiendo en sus rangos, y poco a
poco fueron copando puestos de poder en las logias. Restablecieron
con discreción su hermandad científica en el seno de los masones,
una especie de sociedad secreta dentro de una sociedad secreta. Después,
los Illuminati utilizaron los contactos a escala mundial de las
logias masónicas para extender su influencia.
Langdon respiró hondo antes de continuar.
—El exterminio del catolicismo era el objetivo principal de los
Illuminati. La hermandad sostenía que el dogma supersticioso vomitado
por la Iglesia era el mayor enemigo de la humanidad. Temían
que si la religión seguía propugnando el mito piadoso como un hecho
incontrovertible, el progreso científico se paralizaría, y la humanidad sería
condenada a un futuro ignorante de guerras santas absurdas.
—Como vemos hoy tan a menudo.
Langdon frunció el ceño. Kohler tenía razón. Las guerras santas
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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seguían ocupando los titulares de los periódicos. Mi Dios es mejor que el
tuyo. Daba la impresión de que siempre existía una estrecha correlación
entre los verdaderos creyentes y las cifras elevadas de cadáveres.
—Continúe —dijo Kohler.
Langdon ordenó sus ideas y siguió.
—Los Illuminati adquirieron más poder en Europa y se impusieron
como objetivo Estados Unidos, un gobierno bisoño muchos de cuyos líderes
eran masones, George Washington, Ben Franklin, hombres honrados y
temerosos de Dios que desconocían la existencia de los Illuminati en el
seno de los masones. Los Illuminati se aprovecharon de la infiltración y
contribuyeron a fundar bancos, universidades e industrias para financiar su
objetivo final. —Langdon hizo una pausa—. La creación de un solo Estado
mundial unificado, una especie de Nuevo Orden Mundial seglar.
Kohler no se movió.
—Un Nuevo Orden Mundial —repitió Langdon—, basado en el
esclarecimiento científico. Lo llamaron Doctrina Luciferina. La Iglesia
insistió en que Lucifer era una referencia al demonio, pero la hermandad
afirmó que había que entender Lucifer en su significado latino literal: el
que trae la luz. O Iluminador.
Kohler suspiró, y su voz adoptó un tono solemne.
—Haga el favor de sentarse, señor Langdon.
Langdon se acomodó vacilante en una silla cubierta de escarcha.
Kohler acercó su silla de ruedas.
—No estoy seguro de entender todo lo que acaba de decir, pero sí
entiendo esto. Leonardo Vetra era uno de los elementos más valiosos del
CERN. También era un amigo. Necesito que me ayude a localizar a los
Illuminati.
Langdon no supo cómo contestar.
— ¿Localizar a los Illuminati? —Está bromeando, ¿verdad?—. Me
temo, señor, que eso va a ser imposible.
Kohler arrugó el entrecejo.
—¿Qué quiere decir? No pretenderá...
—Señor Kohler. —Langdon se inclinó hacia su anfitrión, sin saber
cómo hacerle entender lo que iba a decir—. No he terminado mi
historia. Pese a las apariencias, es muy improbable que esta marca
fuera hecha por los Illuminati. No existen pruebas de su existencia
desde hace más de medio siglo, y la mayoría de eruditos coincide en
que los Illuminati se extinguieron hace muchos años.
Las palabras de Langdon se estrellaron contra un silencio momentáneo.
Kohler le miró entre la niebla con una expresión a medio
camino entre estupefacción y furia.
— ¿Cómo diantres puede decirme que este grupo está extinto,
cuando su emblema está grabado en el pecho de este hombre?
Langdon llevaba formulándose la misma pregunta durante toda
la mañana. La aparición del ambigrama de los Illuminati era sorprendente.
Los expertos en simbología del mundo entero se quedarían
perplejos. No obstante, el erudito que era Langdon comprendía que
la reaparición de la marca no demostraba nada acerca de los Illuminati.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
36
—Los símbolos no confirman la presencia de sus creadores originales
—contestó.
— ¿Qué quiere decir?
— Quiero decir que cuando doctrinas organizadas como la de
los Illuminati dejan de existir, sus símbolos permanecen, de forma
que otros grupos los pueden adoptar. Se llama transferencia. Es muy
común en simbología. Los nazis tomaron la esvástica de los hindúes,
los cristianos adoptaron la cruz de los egipcios, los...
—Esta mañana —le desafió Kohler—, cuando tecleé la palabra
«Illuminati» en el ordenador, encontré miles de referencias actuales.
Por lo visto, un montón de gente cree todavía que este grupo sigue
activo.
—Devotos de las conspiraciones —contestó Langdon.
Siempre le habían irritado la multitud de teorías conspirativas
que circulaban en la moderna cultura pop. Los medios de comunicación
anhelaban titulares apocalípticos, y autoproclamados «especialistas
en cultos» conseguían suculentos ingresos gracias a la histeria
del milenio, inventando historias acerca de que los Illuminati estaban
vivos y organizando su Nuevo Orden Mundial. Hacía poco, el New York
Times había publicado un reportaje sobre los misteriosos lazos masónicos
de incontables personajes famosos: sir Arthur Conan Doyle, el duque de
Kent, Peter Sellers, Irving Berlin, el príncipe Felipe de Edimburgo, Louis
Armstrong, así como una galería de industriales y magnates de la banca
actuales bien conocidos.
Kohler señaló airado el cadáver de Vetra.
—Considerando las pruebas, yo diría que tal vez los devotos de las
conspiraciones tienen razón.
—Soy consciente de adónde apuntan las apariencias —dijo Langdon
con la mayor diplomacia posible—. No obstante, una explicación mucho
más plausible es que otra organización se haya apropiado del emblema de los
Iluminati y lo está utilizando para alcanzar sus designios.
—¿Qué designios? ¿Qué demuestra este asesinato?
Buena pregunta, pensó Langdon. A él también le costaba imaginar de
dónde habrían podido sacar el emblema de los Illuminati después de
cuatrocientos años.
—Sólo puedo decirle que, aunque los Iluminati siguieran en activo hoy,
cosa que me parece imposible, no estarían implicados en la muerte de
Leonardo Vetra.
—¿No?
—No. Puede que los Iluminati creyeran en la abolición de la
cristiandad, pero adquirieron su poder mediante herramientas políticas y
económicas, no con actos terroristas. Además, los Iluminati poseían un
estricto código de moralidad en lo tocante a sus enemigos. Tenían en suma
consideración a los hombres de ciencia. No habrían asesinado a un
hermano científico como Leonardo Vetra.
Kohler le lanzó una mirada gélida.
—Tal vez he olvidado mencionar que Leonardo Vetra era un
científico fuera de lo común.
Langdon exhaló un suspiro.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
37
—Señor Kohler, estoy seguro de que Leonardo Vetra era brillante
en muchos sentidos, pero es un hecho irrefutable que...
Kohler dio media vuelta a su silla de ruedas sin previo aviso y salió
como una flecha de la sala de estar, dejando una estela de niebla
remolineante cuando se alejó por el pasillo.
Por el amor de Dios, gruñó Langdon. Le siguió. Kohler le estaba
esperando en un pequeño hueco situado al final del pasillo.
—Esto es el estudio de Leonardo —dijo Kohler, y señaló la puerta
deslizante—. Quizá cuando lo vea enfocará la situación desde una
perspectiva muy diferente.
Kohler abrió la puerta co ido. n un gruñ
Langdon echó un vistazo y notó al instante que se le al estudio
erizaba el vello. Santa Madre de Di , os se dijo.
12
En otro país, un joven guardia estaba sentado pacientemente ante
una extensa hilera de monitores de vídeo. Miraba las imágenes que
destellaban ante él, tomas en directo de cientos de cámaras de vídeo
inalámbricas que rodeaban el complejo. Las imágenes no cesaban de
desfilar.
Un pasillo ornamentado.
Un despacho privado.
Una cocina de tamaño industrial.
Mientras desfilaban las imágenes, el guardia se abstuvo de fantasear.
Estaba llegando al final de su turno, pero aún seguía vigilante. El
servicio era un honor. Algún día, le concederían la recompensa definitiva.
Una imagen captó toda su atención. Con un movimiento reflejo
que consiguió sobresaltarle incluso a él, extendió la mano y oprimió
un botón del panel de control. La imagen se congeló.
Hecho un manojo de nervios, se inclinó hacía la pantalla para ver
mejor. La lectura del monitor le dijo que la imagen estaba siendo
transmitida desde la cámara 86, una cámara que debía estar vigilando
un pasillo.
Pero la imagen que tenía ante l é no era la de un pasillo.
13
Langdon contempló con perplejidad el estudio.
—¿Qué es este lugar?
Pese a la agradable ráfaga de aire caliente en la cara, atravesó el
umbral con nerviosismo.
Kohler no dijo nada y siguió a Langdon.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
38
Langdon examinó la habitación, sin saber qué deducir de lo que
veía. Contenía la mezcla de objetos más peculiar que había visto en su
vida. En la pared del fondo, dominando el decorado, había un enorme
crucifijo de madera, que Langdon atribuyó a la España del siglo
XIV. Sobre el crucifijo, suspendido del techo, vio un móvil metálico de
planetas en órbita. A la derecha había un óleo de la Virgen María, y
al lado una lámina con la tabla periódica de los elementos. En la
pared lateral, otros dos crucifijos de latón flanqueaban un cartel de
Albert Einstein, con su famosa cita DIOS NO JUEGA A LOS DADOS CON
EL UNIVERSO.
Langdon siguió avanzando, y miró a su alrededor con estupor.
Una Biblia encuadernada en piel descansaba sobre el escritorio de
Vetra, junto a un modelo de Bohr en plástico de un átomo y una ré-
plica en miniatura del Moisés de Miguel Ángel.
Toma eclecticismo, pensó Langdon. El calor le sentaba bien, pero
algo en el decorado le provocó nuevos escalofríos. Experimentó la
sensación de estar presenciando la colisión de dos titanes de la filosofía,
la coexistencia inquietante de fuerzas opuestas. Examinó los títulos
de la librería:
La partícula de Dios
El tao de la física
Dios: la prueba
Había una cita grabada en un sujetalibros:
LA VERDADERA CIENCIA DESCUBRE A DIOS
ESPERANDO DETRÁS DE CADA PUERTA.
PAPA PÍO XII
—Leonardo era un sacerdote católico —dijo Kohler.
Langdon se volvió.
—¿Un sacerdote? ¿No dijo que era físico?
—Ambas cosas. La combinación de científico y religioso abunda
en la historia. Leonardo era un ejemplo. Consideraba a la física «la ley
natural de Dios». Afirmaba que la caligrafía de Dios era visible en el
orden natural que nos rodea. Mediante la ciencia, aspiraba a demostrar
la existencia de Dios a las masas dubitativas. Se consideraba un
teofísico.
¿Teofísico? Langdon pensó que era un oxímoron imposible.
—En los últimos tiempos, el campo de la física de partículas ha
hecho descubrimientos sorprendentes, descubrimientos de implicaciones
muy espirituales. Leonardo fue responsable de muchos de
ellos.
Langdon estudió al director del CERN, mientras intentaba asimilar
todavía el peculiar entorno.
—¿Espiritualidad y física?
Langdon había pasado su carrera estudiando historia de las religiones,
y si existía un tema recurrente, era que la ciencia y la religión
habían sido como agua y aceite desde el primer día... Archienemigas,
Dan Brown Ángeles Y Demonios
39
no miscibles.
—Vetra caminaba en el filo de la física de partículas —dijo Kohler—.
Estaba empezando a fundir ciencia y religión, demostrando
que se complementaban de formas insospechadas. Llamaba a este
campo Nueva Física.
Kohler sacó un libro de una estantería y se lo dio a Langdon.
Langdon estudió la portada. Dios, milagros y la Nueva Física, por
Leonardo Vetra.
—El campo es pequeño —dijo Kohler—, pero está aportando
respuestas nuevas a preguntas viejas, preguntas sobre el origen del
universo y las fuerzas que nos sojuzgan. Leonardo creía que su investigación
poseía el potencial de convertir a millones de personas a una
vida más espiritual. El año pasado, demostró de manera categórica la
existencia de una energía que nos une a todos. Demostró que todos
estamos conectados físicamente, que las moléculas de su cuerpo están
entrelazadas con las moléculas del mío, que una sola fuerza actúa en
el interior de todos nosotros...
Langdon se sintió desconcertado. Y el poder de Dios nos unirá. —
¿El señor Vetra descubrió una forma de demostrar que las
partículas están conectadas?
—Pruebas concluyentes. Un reciente artículo del Scientific American
saludaba a la Nueva Física como un camino más seguro que la
religión para llegar a Dios.
El comentario surtió efecto. Langdon se encontró de repente
pensando en los antirreligiosos Illuminati. A regañadientes, se permitió
una momentánea incursión intelectual en el terreno de lo imposible.
Si los Illuminati seguían en activo, ¿habrían asesinado a Leonardo
para impedir que predicara su mensaje religioso a las masas?
Langdon desechó la idea. ¡Absurdo! ¡Los Illuminati son historia antigua!.
¡Todos los estudiosos lo saben!
—Vetra se había granjeado muchas enemistades en el mundo
científico —continuó Kohler—. Muchos científicos puristas le despreciaban.
Incluso aquí, en el CERN. Creían que utilizar física analí-
tica para apoyar principios religiosos era una traición a la ciencia.
—Pero ¿no están los científicos de hoy algo menos a la defensiva
con la Iglesia?
Kohler emitió un gruñido de desagrado.
—¿Usted cree? Puede que la Iglesia ya no queme científicos en
la pira, pero si cree que han aflojado su presa sobre la ciencia, pregúntese
por qué la mitad de los colegios de su país no pueden ense-
ñar la evolución. Pregúntese por qué la Coalición Cristiana norteamericana
es la organización más influyente contra el progreso
científico en el mundo. La batalla entre la ciencia y la religión
todavía prosigue, señor Langdon. Se ha trasladado de los campos de
batalla a las salas de juntas, pero aún se halla en pleno apogeo.
Langdon comprendió que Kohler tenía razón. Hacía apenas una
semana que los estudiantes y profesores de la Facultad de Teología de
Harvard se habían manifestado ante el edificio de la Facultad de Bio-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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logía, en protesta por los experimentos de ingeniería genética que tenían
lugar en el programa de licenciatura. El presidente del Departamento
de Biología, el famoso ornitólogo Richard Aaronian, defendió
su plan de estudios colgando una gigantesca pancarta de la ventana
de su despacho. La pancarta plasmaba al «pez» cristiano modificado
con cuatro piececitos, un tributo, afirmó Aaronian, a la evolución de
los dipnoos africanos. Bajo el pez, en lugar de la palabra «Jesús» se
leía «¡DARWIN!»
Se oyó un pitido penetrante, y Langdon alzó la vista. Kohler rebuscó
en la colección de aparatos electrónicos de la silla de ruedas.
Sacó un beeper de su funda y leyó el mensaje enviado.
—Bien. Es la hija de Leonardo. La señorita Vetra está a punto de
llegar al helipuerto. La iremos a recibir. Considero más conveniente
que no vea a su padre de esta manera.
Langdon se mostró de acuerdo. Se llevaría una impresión que
ningún hijo merecía.
—Pediré a la señorita Vetra que explique el proyecto en el que
ella y su padre estaban trabajando... Tal vez arrojará luz sobre el mó-
vil del asesinato.
—¿Cree que el trabajo de Vetra fue la causa de que le mataran?
—Es muy posible. Leonardo me dijo que estaba trabajando en
algo trascendental. Es lo único que adelantó. Se mostraba muy reservado
sobre el proyecto. Tenía un laboratorio privado y exigió que respetaran
su aislamiento, cosa que le concedí de buen grado debido a
su brillantez. En los últimos tiempos, su trabajo estaba consumiendo
ingentes cantidades de energía eléctrica, pero me abstuve de interrogarle.
—Kohler giró hacia la puerta del estudio—. No obstante, tiene
que más antes de salir de este apartamento. saber algo
Langdon no estaba seguro de querer oírlo.
—El asesino robó un objeto de Vetra.
—¿Un objeto?
—Sígame.
El director propulsó la silla de ruedas hacia la sala de estar.
Langdon le siguió, sin saber qué esperar. Kohler se detuvo a escasos
centímetros del cadáver de Vetra. Indicó con un gesto a Langdon que
se acercara. Langdon obedeció de mala gana, y sintió que la bilis se le
subía a la garganta cuando percibió el olor de la orina congelada de la
víctima.
—Mire su cara —dijo Kohler.
¿Que mire su cara? Langdon frunció el ceño. ¿No me has dicho
que habían robado algo?
Langdon se arrodilló, vacilante. Intentó ver la cara de Vetra,
pero la cabeza estaba girada en un ángulo de ciento ochenta grados
hacia atrás, con el rostro apretado contra la alfombra.
Kohler, pese a las dificultades de movilidad, logró inclinarse y
giró con cuidado la cabeza congelada de Vetra. Con un crujido audible,
la cara del cadáver, deformada en una mueca de dolor, quedó visible.
Kohler la inmovilizó así un momento.
—¡Santo Dios! —exclamó Langdon, que retrocedió dando
Dan Brown Ángeles Y Demonios
41
tumbos. El rostro de Vetra estaba cubierto de sangre. Un solo ojo color
avellana le miraba. La otra cavidad estaba acuchillada y vacía.
»¿Le arrancaron el ojo?
14
Langdon salió del Edificio C y respiró aire puro dando gracias por
haber abandonado el piso de Vetra. El sol ayudó a disipar la imagen
de la cuenca ocular vacía, grabada a fuego en su mente.
—Sígame, por favor —dijo Kohler, subiendo por un sendero
empinado. Daba la impresión de que la silla de ruedas se desplazaba
sin el menor esfuerzo—. La señorita Vetra llegará de un momento a
otro.
Langdon corrió para alcanzarle.
—Bien —dijo Kohler—, ¿todavía duda de que los Illuminati están
implicados?
Langdon ya no sabía qué pensar. Las teorías religiosas de Vetra
eran muy inquietantes, pero se resistía a desprenderse de todas las
pruebas científicas que había investigado en su vida. Además, estaba
el ojo...
—Todavía sostengo —dijo Langdon, con más energía de la que
pretendía— que los Illuminati no son responsables de este asesinato.
El ojo desaparecido es la prueba.
—¿Cómo?
—Los Illuminati no practican la mutilación aleatoria —explicó
Langdon—. Los especialistas en cultos achacan la mutilación aleatoria
a sectas marginales carentes de experiencia, fanáticos que cometen
actos fortuitos de terrorismo, pero los Illuminati han sido siempre
más metódicos.
—¿Metódicos? ¿Extraer el ojo de alguien no es metódico?
—No envía un mensaje claro. No sirve a un propósito más elevado.
La silla de ruedas de Kohler se detuvo de repente en lo alto de la
colina. Se volvió.
—Créame, señor Langdon, ese ojo desaparecido sirve a un propósito
más elevado..., mucho más elevado.
Mientras los dos hombres cruzaban la colina, el zumbido del helicóptero
se oyó hacia el oeste, y vieron que viraba en su dirección. Se
inclinó con brusquedad, aminoró la velocidad y se posó sobre una helipista
pintada en la hierba.
Langdon miraba como sin ver, y su cabeza daba vueltas como las
hélices del aparato, mientras se preguntaba si una noche de sueño reparador
contribuiría a paliar su desorientación. De todos modos, lo
dudaba.
Cuando los patines tocaron el suelo, un piloto saltó a tierra y empezó
a descargar. Había de todo, bolsos marineros, bolsas impermea-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
42
bles de vinilo, botellas de submarinismo y cajas de lo que parecía ser
un equipo de buceo de alta tecnología.
Langdon estaba confuso.
—¿Es ése el instrumental de la señorita Vetra? —gritó a Kohler
por encima del ruido de los motores.
Kohler asintió.
—Estaba llevando a cabo investigaciones biológicas en las islas
Baleares —gritó a su vez Kohler.
—¿No había dicho que era física?
—Y lo es. Estudia la interacción de los sistemas vivos. Su trabajo
se halla íntimamente ligado al de su padre en física de partículas.
Hace poco refutó una de las teorías fundamentales de Einstein, utilizando
cámaras sincronizadas atómicamente para observar un banco
de atunes.
Langdon escrutó la cara de su anfitrión en busca de algún rastro
de humor. ¿Einstein y atunes? Empezaba a preguntarse si el avión espacial
X-33 le había depositado por error en otro planeta.
Un momento después, Vittoria Vetra descendió del helicóptero.
Robert Langdon comprendió que el día iba a depararle incontables
sorpresas. Vittoria Vetra, en pantalones cortos caqui y top blanco sin
mangas, no se parecía en nada a la científica estudiosa que había imaginado.
Flexible y graciosa, era alta, de piel color castaño y pelo negro
largo, que revolvía la ventolera causada por las palas de las hélices.
Tenía un rostro típicamente italiano, no de una belleza
avasalladora, pero sí de facciones terrenales que, incluso desde doce
metros de distancia, parecían proyectar una sensualidad a flor de piel.
Cuando las corrientes de aire azotaron su cuerpo, las ropas se pegaron
a sus formas, revelando el esbelto torso y unos pechos pequeños.
—La señorita Vetra es una mujer de una energía personal tremenda
—dijo Kohler, como si intuyera la fascinación de Langdon—.
Pasa meses seguidos trabajando en sistemas ecológicos peligrosos. Es
una estricta vegetariana y la gurú residente en el CERN de hatha
yoga.
¿Hatha yoga?, pensó Langdon. El antiguo arte budista de la meditación
parecía una disciplina poco apropiada para la hija científica
de un sacerdote católico.
Langdon contempló a Vittoria mientras se acercaba. Era evidente
que había estado llorando, y sus ojos de un negro profundo estaban
invadidos de unos sentimientos que Langdon fue incapaz de
identificar. De todos modos, avanzaba hacia él con decisión y energía.
Sus extremidades eran fuertes y tonificadas, e irradiaban la saludable
luminiscencia de la carne mediterránea que había disfrutado de largas
horas al sol.
—Vittoria —dijo Kohler cuando estuvo cerca—. Mi más sentido
pésame. Es una terrible pérdida para la ciencia... y para todos los que
trabajamos en el CERN.
Vittoria asintió, agradecida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y
ronca, con fuerte acento.
—¿Ya saben quién ha sido el responsable?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
43
—Estamos trabajando en ello.
Se volvió hacia Langdon y extendió una mano esbelta.
—Me llamo Vittoria Vetra. Supongo que es usted de la Interpol,
¿no?
Langdon estrechó su mano, fascinado por la profundidad de su
mirada lacrimosa.
—Robert Langdon.
No sabía muy bien qué más decir.
—El señor Langdon no es policía —explicó Kohler—. Es un especialista
de Estados Unidos. Ha venido para ayudarnos a descubrir
al responsable de esta situación.
Vittoria compuso una expresión de perplejidad.
—¿Y la policía?
Kohler exhaló un suspiro, pero no dijo nada.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó la joven.
—Se están ocupando de él.
La descarada mentira sorprendió a Langdon.
—Quiero verle —dijo Vittoria.
—Vittoria —la apremió Kohler—, tu padre fue brutalmente asesinado.
Sería mejor que le recordaras tal como era.
Vittoria empezó a hablar, pero la interrumpieron.
—¡Eh, Vittoria! —llamaron varias voces desde lejos—. ¡Bienvenida
a casa!
Se volvió. Un grupo de científicos que pasaba cerca del helipuerto
la saludó con alegría.
—¿Has refutado alguna teoría más de Einstein? —gritó uno.
—¡Tu padre estará orgulloso de ti! —añadió otro.
Vittoria miró a los hombres, confusa. Después, se volvió hacia
Kohler.
—¿Nadie lo sabe aún?
—Decidí que la discreción era fundamental.
—¿No ha dicho al personal que mi padre había sido asesinado?
Su tono de sorpresa se tiñó de ira.
—Tal vez olvidas, Vittoria —replicó Kohler con dureza—, que
en cuanto informe del asesinato de tu padre se abrirá una investigación
en el CERN. Incluyendo un registro minucioso de su laboratorio.
Siempre he intentado respetar la privacidad de tu padre. Sólo me
contó dos cosas sobre vuestro proyecto actual. Una, que existe la posibilidad
de que aporte al CERN millones de francos en contratos durante
la siguiente década. Y dos, que aún no es el momento para darlo
a conocer al público debido a su tecnología, todavía peligrosa.
Considerando estos dos hechos, prefiero que ningún extraño fisgonee
en su laboratorio, para o bien robar su trabajo, o morir en el ínterin
y poner en peligro al CERN. ¿Me he expresado con claridad?
Vittoria le miró sin decir nada. Langdon intuyó que respetaba y
aceptaba a regañadientes la lógica de Kohler.
—Antes de informar a las autoridades —dijo Kohler—, he de
saber en qué estabais trabajando vosotros dos. Has de llevarnos a
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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vuestro laboratorio.
—El laboratorio carece de importancia —dijo Vittoria—. Nadie
sabía lo que estábamos haciendo mi padre y yo. El experimento no
puede estar relacionado con el asesinato de mi padre.
Kohler exhaló un suspiro.
—Las pruebas sugieren lo contrario.
—¿Las pruebas? ¿Qué pruebas?
Langdon se estaba preguntando lo mismo.
Kohler se secó la boca de nuevo.
—Tendrás que confiar en mí.
Estaba claro, a juzgar po a encendida de Vittoria, que r la mirad
no iba a hacerlo.
2) busca las palabras desconocidas del texto y copialas con su respectivo significado
*______________________________
*______________________________
*______________________________
*______________________________
3) busca todos los sustantivos que hay en el texto y copialos
*______________________________
*______________________________
*______________________________
*______________________________
4) con los términos desconocidos y los sustantivos encontrados elabora una sopa de letra
*______________________________
*______________________________
*______________________________
*______________________________
QUINTA FICHA REALIZADA EL 26 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto.
Langdon caminó en silencio detrás de Vittoria y Kohler en dirección
al atrio principal, donde había empezado su peculiar visita. Las piernas
de Vittoria avanzaban con ágil eficacia, como un buceador de alto
nivel, con una potencia, supuso Langdon, nacida de la flexibilidad y
el control del yoga. Oyó que respiraba lenta y deliberadamente, como
si intentara filtrar su dolor.
Langdon deseaba decirle algo, ofrecerle su compasión. Él también
había experimentado en una ocasión el brusco vacío de perder a
un padre de manera inesperada. Recordaba el funeral, lluvioso y gris.
Dos días después de cumplir doce años, la casa se llenó de hombres
con trajes grises de la oficina, hombres que estrecharon su mano con
excesiva fuerza. Todos murmuraron palabras como cardíaco y estrés.
Su madre bromeó entre lágrimas que siempre había podido seguir la
marcha de la Bolsa sujetando la mano de su padre. El pulso era su
cinta de teleimpresor particular.
Una vez, cuando su progenitor vivía, Langdon había oído a su
madre suplicar a su padre que «se parara a oler las rosas». Aquel año,
Langdon regaló a su padre por Navidad una diminuta rosa de cristal
soplado. Era el objeto más bello que Langdon había visto nunca.
Cuando el sol daba en ella, arrojaba un arco iris de colores sobre la
pared. «Es muy bonita», había dicho su padre cuando abrió el paquete,
y le dio un beso en la frente. «Vamos a buscarle un sitio donde
no pueda romperse.» Entonces, su padre la depositó con sumo cuidado
en una estantería elevada del rincón más oscuro de la sala de estar.
Unos días después, Langdon se hizo con un taburete, recuperó la
rosa y la devolvió a la tienda. Su padre nunca reparó en su desaparición.
El timbre de un ascensor devolvió a Langdon a la realidad. Vittoria
y Kohler, que le precedían, estaban a punto de entrar en él.
Langdon vaciló ante las puertas abiertas.
—¿Pasa algo? —preguntó Kohler, más impaciente que preocupado.
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45
—En absoluto —dijo Langdon, y se obligó a entrar en la estrecha
cabina. Sólo utilizaba ascensores cuando era absolutamente necesario.
Prefería los espacios abiertos de las escaleras.
—El laboratorio de la doctora Vetra es subterráneo —explicó
Kohler.
Maravilloso, pensó Langdon cuando entró, y sintió una corriente
de aire frío procedente del hueco del ascensor. Las puertas se cerraron,
y la cabina empezó a descender.
—Seis pisos —anunció Kohler como en un alarde de precisión.
Langdon imaginó la oscuridad del hueco desierto. Intentó alejar
la imagen contemplando los números que iban cambiando a medida
que bajaban pisos. El ascensor sólo mostraba dos paradas. PLANTA
BAJA y LHC.
—¿Qué quiere decir LHC? —preguntó, procurando disimular
su nerviosismo.
—Large Hadron Collider —dijo Kohler—. Un acelerador de
partículas.
¿Un acelerador de partículas? El término le resultaba vagamente
familiar. Lo había oído por primera vez en una cena con unos colegas
en Dunster House, en Cambridge. Un amigo físico, Bob Brownell,
había llegado a cenar un noche hecho una furia.
—¡Esos bastardos lo han cancelado! —maldijo.
—¿Cancelado qué? —preguntaron todos.
—¡El SSC!
—¿Cómo?
—¡El Superconducting Super Collider!
Alguien se encogió de hombros.
—No sabía que Harvard estaba construyendo uno.
—¡No es Harvard! —exclamó—. ¡Estados Unidos! ¡Iba a ser el
acelerador de partículas más potente del mundo! ¡Uno de los proyectos
científicos más importantes del siglo! ¡Dos mil millones de dó-
lares invertidos, y el Senado rechaza el proyecto! ¡Malditos sean los
lobbies de los grupos fundamentalistas cristianos!
Cuando Brownell se calmó por fin, explicó que un acelerador de
partículas era un tubo ancho y circular en el que se aceleraban partí-
culas subatómicas. Imanes situados en el tubo se conectaban y desconectaban
en rápida sucesión para «empujar» partículas de un lado a
otro, hasta que alcanzaban velocidades tremendas. Las partículas
aceleradas al máximo daban vueltas al tubo a una velocidad superior
a los doscientos ochenta mil kilómetros por segundo.
—Pero eso es casi la velocidad de la luz —exclamó uno de los
profesores.
—Muy cierto —dijo Brownell. Explicó que al acelerar dos partí-
culas en direcciones opuestas en el tubo, para luego hacerlas colisionar,
los científicos podían romper las partículas en sus partes constituyentes
y echar un vistazo a los componentes fundamentales de la
naturaleza—. Los aceleradores de partículas —declaró Brownell—
son cruciales para el futuro de la ciencia. Conseguir que las partículas
colisionen es la clave para comprender los patrones de construcción
Dan Brown Ángeles Y Demonios
46
del universo.
El Poeta Residente de Harvard, un hombre silencioso llamado
Charles Pratt, no pareció impresionado.
—A mí me parece un abordaje de la ciencia propio de los neandertales
—dijo—, algo así como destrozar relojes para saber cómo es
su mecanismo interno.
Brownell dejó caer su tenedor y salió de la sala como una exhalación.
¿Así que el CERN tiene un acelerador de partículas?, pensó Langdon,
mientras el ascensor bajaba. Un tubo circular para romper partículas.
Se preguntó por qué lo habían sepultado bajo tierra.
Cuando el ascensor paró, se sintió aliviado de tener tierra firme
bajo los pies, pero cuando las puertas se abrieron, su alivio se evaporó.
Robert Langdon se encontró de nuevo ante un mundo totalmente
desconocido.
El pasadizo se alejaba hasta perderse de vista en ambas direcciones,
a izquierda y derecha. Era un túnel de cemento liso, lo bastante
ancho para permitir el paso de un camión de dieciocho ruedas. El pasillo,
muy bien iluminado en el punto donde se encontraban, estaba
muy oscuro más adelante. Un viento húmedo surgía de la oscuridad,
un recordatorio inquietante de que se hallaban en las entrañas de la
tierra. Langdon casi podía sentir el peso de la tierra y la piedra sobre
su cabeza. Por un momento, volvió a tener nueve años... y la oscuridad
le obligaba a retroceder... a las cinco horas de aplastante negrura
que todavía le atormentaban. Cerró los puños y luchó por sobreponerse.
Vittoria continuó en silencio cuando salieron del ascensor y se
adentró en la oscuridad sin la menor vacilación. Los fluorescentes del
techo se iban encendiendo a su paso. El efecto era inquietante, pensó
Langdon, como si el túnel estuviera vivo... y se anticipara a sus movimientos.
Langdon y Kohler la siguieron a una prudente distancia.
Las luces se iban apagando de forma automática a sus espaldas.
—Este acelerador de partículas —dijo Langdon en voz baja—,
¿está en este túnel?
—Está allí.
Kohler indicó a la izquierda, donde un tubo de cromo pulido corría
a lo largo de la pared interna del túnel.
Langdon miró el tubo, confuso.
—¿Eso es el acelerador? —El aparato no se parecía a nada que
hubiera imaginado. Era perfectamente recto, de unos noventa centí-
metros de diámetro, y se extendía a todo lo largo del túnel hasta desaparecer
en la oscuridad. Recuerda más a una alcantarilla de alta tecnología,
pensó Langdon—. Creía que los aceleradores de partículas
eran circulares.
—Este acelerador es un círculo —dijo Kohler—. Parece recto,
pero se trata de una ilusión óptica. La circunferencia de este túnel es
tan grande que la curva es imperceptible... como la de la Tierra.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Langdon se quedó estupefacto. ¿Esto es un círculo?
—Pero... ¡debe de ser enorme!
—El LHC es la máquina más grande de la tierra.
Langdon recordó que el chófer del CERN había hablado de una
máquina enorme sepultada bajo tierra. Pero...
—Tiene más de ocho kilómetros de diámetro... y veintisiete kilómetros
de largo.
Langdon volvió la cabeza al instante.
—¿Veintisiete kilómetros? —Miró al director, y luego escudriñó
de nuevo el túnel oscuro que se extendía ante él—. ¿Este túnel mide
veintisiete kilómetros de largo? Eso es más de... ¡dieciséis millas!
Kohler asintió.
—Forma un círculo perfecto. Se adentra en Francia y luego vuelve
hacia aquí. Las partículas aceleradas al máximo dan la vuelta al
tubo más de diez mil veces en un solo segundo antes de colisionar.
Langdon sintió que las piernas le fallaban.
—¿Me está diciendo que el CERN excavó millones de toneladas
de tierra sólo para fraccionar partículas diminutas?
Kohler se encogió de hombros.
—A veces, para encontrar , hay que mover montañas. la verdad
16
A cientos de kilómetros del CERN, una voz surgió de un walkie-talkie.
—Ya estoy en el pasillo.
El técnico que vigilaba las pantallas de vídeo oprimió el botón de
su transmisor.
—Estás buscando la cámara ochenta y seis. Se supone que está al
fondo de todo.
Se hizo un largo silencio en la radio. El técnico empezó a sudar.
Por fin, la radio cobró vida de nuevo.
—La cámara no está aquí —dijo la voz—. Pero veo dónde estaba
montada. Alguien se la ha llevado.
El técnico exhaló aire ruidosamente.
—Gracias. Espera un segundo, por favor.
Suspiró y dedicó de nuevo su atención a la hilera de pantallas de
vídeo que tenía delante. Enormes partes del complejo estaban abiertas
al público, y ya habían desaparecido cámaras inalámbricas en ocasiones
anteriores, robadas por visitantes bromistas que querían llevarse
un recuerdo. Pero en cuanto la cámara abandonaba la
instalación y estaba fuera de alcance, la señal se perdía, y la pantalla
se quedaba en blanco. Perplejo, el técnico miró el monitor. Una imagen
clara seguía llegando de la cámara 86.
Si han robado la cámara, se preguntó, ¿por qué seguimos recibiendo
señal? Sabía que sólo existía una explicación, por supuesto. La cá-
mara seguía dentro del complejo, y alguien la había movido de sitio.
Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
48
Estudió el monitor durante un largo momento. Por fin, levantó
su walkie-talkie.
—¿Hay armarios en esa escalera? ¿Aparadores o gabinetes?
La voz que contestó parecía confusa.
—No. ¿Por qué?
El técnico frunció el ceño.
—Da igual. Gracias por tu ayuda.
Cerró el walkie-talkie y se humedeció los labios.
Teniendo en cuenta el pequeño tamaño de la cámara de vídeo y el
hecho de que era inalámbrica, el técnico sabía que la cámara 86 podía
transmitir desde cualquier lugar dentro del recinto, fuertemente vigilado,
un conjunto de treinta y dos edificios diferentes que abarcaban un
radio de un kilómetro. La única pista consistía en que, al parecer, habían
emplazado la cámara en un lugar a oscuras. Eso tampoco servía
de mucho, por supuesto. El complejo albergaba incontables lugares
oscuros: cuartos de mantenimiento, conductos de calefacción, cobertizos
de jardinería, guardarropas, incluso un laberinto de túneles subterráneos.
Podían tardar semanas en localizar la cámara 86.
Pero ése es el menor de mis problemas, pensó.
Pese al dilema planteado por la desaparición de la cámara, había otro
problema aún más inquietante. El técnico miró la imagen que estaba
transmitiendo la cámara perdida. Era un objeto inmóvil. Un aparato de
aspecto moderno, que no se parecía a nada que el técnico hubiera
visto nunca. Estudió la pantalla electrónica parpadeante que tenía en
la base. Si bien el guardia había sido sometido a un riguroso
entrenamiento que le preparaba para situaciones similares, notó que
su pulso se aceleraba. Se dijo que debía dominar su pánico. Tenía
que existir una explicación. El objeto parecía demasiado pequeño para
representar un peligro importante. No obstante, su presencia en el interior
del complejo era preocupante. Muy preocupante, en realidad.
Precisamente hoy, pensó.
La seguridad siempre era prioritaria para su patrón, pero hoy,
más que cualquier otro día de los últimos doce años, la seguridad era
de suprema importancia. El técnico contempló el objeto durante largo
rato, ó el rugido de un lejana. y percibi a tormenta
Después, sudoroso, marc ro de su superior. ó el núme
17
Muy pocos niños podían decir que recordaban el día que conocieron a su
padre, pero Vittoria Vetra era uno de ellos. Tenía ocho años de edad, vivía
donde siempre, el Orfanotrofio di Siena, un orfanato católico cerca de
Florencia, abandonada por padres que no llegó a conocer. Aquel día estaba
lloviendo. Las monjas la habían llamado dos veces para que fuera a cenar,
pero como siempre, fingió no oírlas. Estaba tumbada en el patio, mirando
las gotas de lluvia. Las sentía estrellarse sobre su cuerpo... Intentaba
Dan Brown Ángeles Y Demonios
49
adivinar dónde caería la siguiente. Las monjas la llamaron de nuevo, con
la amenaza de que la neumonía conseguiría que una niña de una tozudez
insufrible sintiera mucha menos curiosidad por la naturaleza.
No puedo oíros, pensó Vittoria.
Estaba empapada hasta los huesos cuando el joven sacerdote salió a
buscarla. No le conocía. Era nuevo. Vittoria suponía que la agarraría y la
metería dentro. Pero no fue así. En cambio, ante su asombro, se tumbó a
su lado, y empapó su hábito en un charco.
—Dicen que haces muchas preguntas —dijo el joven.
Vittoria frunció el ceño.
—¿Es malo preguntar?
El joven rió.
—Supongo que no.
—¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú, preguntándome por qué cae la lluvia.
—¡No me estoy preguntando por qué cae! ¡Ya lo sé!
El sacerdote la miró estupefacto.
—¿Sí?
—La hermana Francisca dice que las gotas de lluvia son como lá-
grimas de ángel que bajan a limpiar nuestros pecados.
—¡Caramba! —exclamó el joven, como asombrado—. Eso lo
explica todo.
—¡Pues no! —replicó la niña—. ¡Las gotas de lluvia caen porque
todo cae! ¡Todo cae! ¡No sólo la lluvia!
El sacerdote se rascó la cabeza, con expresión perpleja.
—Tienes razón, jovencita. Todo cae. Debe de ser la gravedad.
—¿La qué?
El joven la miró, estupefacto.
—¿No has oído hablar de la gravedad?
—No.
El sacerdote se encogió de hombros con tristeza.
—Lástima. La gravedad contesta a un montón de preguntas.
Vittoria se incorporó.
—¿Qué es la gravedad? —preguntó—. ¡Dímelo!
El sacerdote le guiñó un ojo.
—Te lo contaré durante la cena.
El joven sacerdote era Leonardo Vetra. Aunque había sido un
estudiante de física laureado en la universidad, había oído otra llamada
e ingresado en el seminario. Leonardo y Vittoria se hicieron
excelentes amigos en el mundo solitario de las monjas y sus normas.
Vittoria hacía reír a Leonardo, y él la tomó bajo su protección, le enseñó
que cosas tan hermosas como los arco iris y los ríos tenían muchas
explicaciones. Le habló de la luz, los planetas, las estrellas y la
naturaleza, a través de los ojos de Dios y de la ciencia al mismo
tiempo. La inteligencia y curiosidad innatas de Vittoria la convirtieron
en una estudiante cautivadora. Leonardo la protegió como a
una hija.
Vittoria también era feliz. Nunca había conocido la dicha de tener
un padre. Si todos los demás adultos contestaban a sus preguntas
Dan Brown Ángeles Y Demonios
50
con una palmada en la muñeca, Leonardo dedicaba horas a enseñarle
libros. Hasta le preguntaba cuáles eran sus ideas. Vittoria rezaba para
que Leonardo estuviera siempre con ella. Después, un día, su peor
pesadilla se convirtió en realidad. El padre Leonardo le dijo que se
iba del orfanato.
—Me traslado a Suiza —dijo Leonardo—. He conseguido una
beca para estudiar física en la Universidad de Ginebra.
—¿Física? —exclamó Vittoria—. ¡Pensaba que amabas a Dios!
—Le amo, y mucho. Por eso quiero estudiar Sus divinas reglas.
Las leyes de la física son el lienzo que Dios dispuso para pintar en él
su obra maestra.
Vittoria se quedó desolada, pero el padre Leonardo era portador
de otras noticias. Dijo a Vittoria que había hablado con sus superiores,
y le habían dado permiso para adoptarla.
—¿Te gustaría que te adoptara? —preguntó Leonardo.
—¿Qué significa adoptar? —preguntó Vittoria.
El padre Leonardo se lo dijo.
Vittoria le abrazó durante varios minutos, llorando de alegría.
—¡Oh, sí! ¡Sí!
Leonardo le dijo que debía estar ausente una temporada para
instalarse en su nueva casa en Suiza, pero prometió que iría a buscarla
al cabo de seis meses. Fue la espera más larga de la vida de Vittoria,
pero Leonardo cumplió su palabra. Cinco días antes de su noveno
cumpleaños, Vittoria se mudó a la ciudad del lago Leman. Durante el
día asistía a la Escuela Internacional de Ginebra, y por la noche le
daba clase su padre.
Tres años después, Leonardo Vetra fue contratado por el CERN.
El y Vittoria se trasladaron a un lugar de ensueño, como la joven no
había imaginado jamás.
Vittoria Vetra sentía el cuerpo entumecido mientras avanzaba
por el túnel del LHC. Vio su reflejo apagado en el tubo, y notó la
ausencia de su padre. Por lo general, vivía en un estado de profunda
calma, en armonía con el mundo que la rodeaba. Pero ahora, de
repente, todo parecía absurdo. Las últimas tres horas se le antojaban
una ncha borrosa. ma
Eran las diez de la mañana en las Baleares cuando recibió la llamada
de Kohler. Tu padre ha sido asesinado. Vuelve de inmediato
Pese al calor que hacía en la cubierta del barco, las palabras la habían
estremecido hasta lo más hondo. El tono desprovisto de sentimientos
de Kohler la había herido tanto como la noticia.
Había vuelto a casa. Pero ¿qué clase de casa? El CERN, su hogar
desde los doce años, le pareció extraño de repente. Su padre, el hombre
que lo había transformado en algo mágico, había muerto.
Respira hondo, se dijo, pero no podía calmar su mente. Las preguntas
no cesaban de multiplicarse. ¿Quién había matado a su padre?
¿Por qué? ¿Quién era ese «especialista» norteamericano? ¿Por
qué insistía Kohler en ver el laboratorio?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
51
Kohler había dicho que existían pruebas de que el asesinato de
su padre estaba relacionado con el proyecto actual. ¿Qué pruebas?
¡Nadie sabía en qué estábamos trabajando! Y aunque alguien lo hubiera
averiguado, ¿por qué tenían que matarle?
Mientras avanzaba por el túnel del LHC en dirección al laboratorio
de su padre, Vittoria cayó en la cuenta de que iba a desvelar el
gran logro de su padre sin que él estuviera presente. Había imaginado
este momento de una manera muy diferente. Había imaginado que
su padre convocaría en su laboratorio a los científicos más importantes
del CERN para enseñarles su descubrimiento, y verían sus
caras estupefactas. Después, sonreiría con orgullo paternal cuando
les explicara que había sido una de las ideas de Vittoria la que le había
ayudado a transformar el proyecto en realidad, que su hija había sido
la pieza clave de su éxito. Vittoria sintió un nudo en la garganta. Mi
padre y yo debíamos compartir este momento. Pero estaba sola. Sin
colegas. Sin caras felices. Tan sólo un norteamericano desconocido y
Maximilian Kohler.
Maximilian Kohler. Der König.
A Vittoria no le había gustado ese hombre ni cuando era niña. Si
bien llegó a respetar su poderoso intelecto, su comportamiento frío
siempre le pareció inhumano, la antítesis exacta del calor humano de su
padre. Kohler era un adepto de la ciencia por su lógica inmaculada, y
su padre por su prodigiosa espiritualidad. No obstante, tenía la
im n de que siempre había existido un respeto no verbalizado presió
entre los dos hombres. Los genios, le había explicado alguien una vez,
aceptan el genio sin condiciones.
Los genios, pensó. Mi padre... Papá. Muerto.
Se accedía al laboratorio de Leonardo Vetra por un largo pasillo
esterilizado, pavimentado por completo con baldosas blancas.
Langdon experimentó la sensación de estar entrando en una especie
de manicomio subterráneo. Docenas de imágenes en blanco y negro
enmarcadas flanqueaban el corredor. Aunque se había ganado su
prestigio a base de estudiar imágenes, éstas eran totalmente desconocidas
para él. Parecían los negativos caóticos de rayas y espirales
fortuitas. ¿Arte moderno?, meditó. ¿Jackson Pollock atiborrado de
anfetaminas?
—Diagramas de dispersiones —dijo Vittoria, como si hubiera
intuido el interés de Langdon—. Representaciones informáticas de
colisiones de partículas. Ésa es la partícula Z —dijo, señalando una
tenue estela, casi invisible en la confusión—. Mi padre la descubrió
hace cinco años. Energía pura, carente de masa. Puede que sea la
construcción más pequeña de la naturaleza. La materia no es más que
energía atrapada.
¿La materia es energía? Langdon ladeó la cabeza. Suena muy
zen. Miró la diminuta estela de la fotografía y se preguntó qué dirían
sus colegas del Departamento de Física de Harvard cuando les
contara que había pasado un fin de semana en el túnel de un Large
Hadron Collider, admirando partículas Z.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
52
—Vittoria —dijo Kohler, cuando se acercaron a la imponente
puer ero del laboratorio—, ta de ac debería decirte que esta mañana
bajé aquí en busca de tu padre.
Vittoria se ruborizó un poco.
—¿Sí?
—Sí. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que había sustituido
el teclado de seguridad habitual del CERN por otra cosa.
Kohler indicó un complicado aparato electrónico montado junto
a la puerta.
—Lo siento —dijo la joven—. Ya sabe cuánto apreciaba su privacidad.
No quería que nadie, salvo nosotros dos, tuviera acceso. —
Bien —dijo Kohler—. Abre la puerta.
Vittoria esperó un largo momento. Después, respiró hondo y se
acercó al mecanismo de la pared.
Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Vittoria se plantó ante el aparato y miró con su ojo derecho por
una lente que sobresalía como un telescopio. Después, apretó un botón.
Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló
de un lado a otro, y exploró el ojo como una fotocopiadora.
—Es un lector retiniano —explicó la joven—. Seguridad infalible.
Sólo puede validar dos patrones retinianos. El mío y el de mi padre.
Robert Langdon se quedó horrorizado. Revivió la imagen de
Leonardo Vetra en todos sus siniestros detalles: el rostro ensangrentado,
el solitario ojo de color avellana que le había mirado sin ver, la
cuenca vacía. Intentó rechazar la verdad evidente, pero entonces lo
vio... debajo del lector, en el suelo de baldosas blancas, tenues gotas
de color púrpura. Sangre seca.
Vittoria, por suerte, no se fijó.
La puerta de acero se abrió y ella entró.
Kohler dirigió a Langdon una irada inflexible. Su mensaje es- m
taba claro: Ya se lo dije... El ojo desaparecido sirve a un propósito
más elevado.
2) busca los términos desconocidos en el texto y copialos con su respectivo significado.
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3) con los términos encontrados realiza una oración con cada uno
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SEXTA FICHA REALIZADA EL 27 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) lee el texto
Las manos de la mujer estaban atadas, con las muñecas hinchadas y
teñidas de púrpura debido al roce. El hassassin de piel color caoba
estaba acostado a su lado, agotado, admirando a su presa desnuda. Se
preguntó si el sueño en que parecía sumida era un engaño, un patético
intento de evitar prestarle más servicios.
Daba igual. Ya había obtenido suficiente recompensa. Saciado,
se incorporó en la cama.
En su país, las mujeres eran posesiones. Débiles. Herramientas
de placer. Esclavas que se vendían como ganado. Y sabían cuál era su
lugar. Pero aquí, en Europa, las mujeres fingían una energía y una in-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
53
dependencia que le divertía y excitaba a la vez. Forzarlas a la sumisión
física era una gratificación que siempre disfrutaba.
Aunque satisfecho, el hassassin notó que otro apetito crecía en
su interior. Había matado anoche, matado y mutilado, y para él matar
era como la heroína. Cada encuentro le satisfacía tan sólo de manera
temporal, y luego su deseo de más aumentaba. El júbilo se había disipado.
El ansia había regresado.
Estudió a la mujer dormida a su lado. Recorrió su cuello con la
palma de la mano, y tuvo una erección producida por la certeza de
que podía acabar con su vida en un solo instante. ¿Qué importaría?
Era una subhumana, un vehículo de placer y servidumbre. Sus fuertes
dedos rodearon su garganta, saborearon su delicado pulso. Después,
reprimió el deseo y apartó la mano. Tenía trabajo que hacer.
Servir a una causa más elevada que su deseo.
Cuando se apartó de la cama, se regocijó con el honor del trabajo
que le aguardaba. Aún no podía vislumbrar la influencia del hombre
llamado Jano, ni de la antigua hermandad a cuyo frente estaba. La
hermandad le había elegido a él, aunque pareciera un milagro. De alguna
manera, se habían enterado de su odio... y de su talento. Cómo,
nunca lo sabría. Sus raíces son profu as. nd
Ahora, le habían concedido el honor definitivo. Sería sus manos
y su voz. Su asesino y su mensajero. Aquel a quien su pueblo conocía
como Malaq al-haq: el Ángel de . la Verdad
19
El laboratorio de Vetra tenía un aspecto increíblemente futurista.
De un blanco reluciente, repleto de ordenadores y equipo electrónico
sofisticado, parecía una especie de sala de operaciones. Langdon
se preguntó qué secretos podía ocultar este lugar, capaces de justificar
la mutñación de un ojo para poder acceder a él.
Kohler parecía inquieto cuando entraron, y dio la impresión de
que sus ojos buscaban señales de un intruso, pero el laboratorio estaba
desierto. Vittoria también se movía con lentitud, como si no reconociera
el laboratorio sin la presencia de su padre.
La mirada de Langdon se posó de inmediato en el centro de la
sala, donde una serie de columnas cortas se alzaban del suelo. Como
un Stonehenge en miniatura, una docena de columnas de acero pulido
se erguían en círculo en mitad de la sala. Las columnas medían
unos noventa centímetros de altura, y recordaron a Langdon vitrinas
de museo donde se exhibían piedras preciosas. No obstante, estaba
claro que las columnas cumplían otra función. Cada una sostenía un
contenedor transparente grueso, del tamaño de un bote de pelotas de
tenis. Parecían vacíos.
Kohler contempló los contenedores con expresión perpleja. Por
lo visto, decidió hacer caso omiso de ellos por el momento. Se volvió
hacia Vittoria.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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—¿Han robado algo?
—¿Robado? ¿Cómo? El lector retiniano sólo nos permite la entrada
a nosotros.
—Echa un vistazo.
Vittoria suspiró e inspeccionó la sala unos momentos. Se encogió
de hombros.
—Todo parece seguir como mi padre lo deja siempre. Caos ordenado.
Langdon intuyó que Kohler estaba sopesando sus opciones,
como si se preguntara hasta qué punto podía presionar a Vittoria... o
cuánto podía revelarle. Al parecer, decidió esperar. Dirigió la silla de
ruedas hacia el centro de la sala y estudió el misterioso grupo de contenedores,
en apariencia vacíos.
—Los secretos son un lujo que ya no nos podemos permitir
—dijo por fin.
Vittoria asintió, con expresión conmovida de repente, como si el
hecho de estar en este lugar la abrumara con un torrente de recuerdos.
Concédele un minuto, pensó Langdon.
Como si se preparara para lo que estaba a punto de revelar, Vittoria
cerró los ojos e inhaló aire. Después, volvió a respirar. Y una vez
más. Y otra...
Langdon la miró, preocupado de repente. ¿Se encuentra bien?
Miró a Kohler, que parecía impertérrito, como si hubiera contemplado
el ritual en otras ocasiones. Transcurrieron diez segundos antes de que
Vittoria abriera los ojos.
Langdon no dio crédito a la metamorfosis. Vittoria Vetra se había
transformado. Sus labios sensuales estaban relajados, los hombros
caídos, los ojos mansos y obedientes. Era como si hubiera realineado
todos los músculos de su cuerpo para aceptar la situación. El
resentimiento y la angustia habían sido aplacados bajo una frialdad
más profunda.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó.
—Por el principio —dijo Kohler—. Hablanos del experimento
de tu padre.
—El sueño de la vida de mi padre fue rectificar los postulados de
la ciencia mediante la religión —dijo Vittoria—. Aspiraba a demostrar
que la ciencia y la religión son dos campos totalmente compatibles,
dos formas diferentes de encontrar la misma verdad. —Hizo una
pausa, como incapaz de creer lo que estaba a punto de decir—. Y
hace poco... concibió una forma de hacerlo.
Kohler permaneció mudo.
—Ideó un experimento, el cual creía capaz de solucionar uno de
los conflictos más amargos en la historia de la ciencia y la religión.
Langdon se preguntó a qué conflicto se refería, entre tantos que
había.
—El creacionismo —anunció Vittoria—. La eterna batalla sobre
la creación del universo.
Oh, pensó Langdon. El debate con mayúsculas.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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—La Biblia, por supuesto, afirma que Dios creó el universo
—explicó la joven—. Dios dijo: «Hágase la luz», y todo lo que vemos
surgió de la nada. Por desgracia, una de las leyes fundamentales de la
física dice que la materia no puede crearse de la nada.
Langdon había leído acerca de la polémica. La idea de que Dios
había creado «algo de la nada» era totalmente contraria a las leyes
aceptadas de la física moderna y, por tanto, los científicos afirmaban
que el Génesis era absurdo desde un punto de vista científico.
—Señor Langdon —dijo Vittoria, volviéndose hacia él—, supongo
que estará familiarizado con la teoría del Big Bang, ¿verdad?
Langdon se encogió de hombros.
—Más o menos.
Sabía que el Big Bang era el modelo aceptado por la ciencia de la
creación del universo. En realidad, no lo entendía pero, según la teoría,
un solo punto de energía muy concentrada estalló en una explosión
cataclísmica, expandiéndose hacia fuera para formar el universo.
O algo por el estilo.
Vittoria continuó.
—Cuando la Iglesia católica propuso la teoría del Big Bang en
1927, el...
—¿Perdón? —interrumpió Langdon, sin poder reprimirse—.
¿Dice que el Big Bang fue una idea católica?
La pregunta pareció sorprender a Vittoria.
—Por supuesto. Propuesta por un monje católico, Georges Lemaitre,
en 1927.
—Pero yo pensaba... —Langdon se interrumpió—. ¿El Big
Bang no fue propuesto por el astrónomo de Harvard Edwin Hubble?
Kohler se encrespó.
—Una vez más, la arrogancia científica norteamericana. Hubble
publicó su teoría en 1929, dos años después de Lemaître.
Langdon frunció el ceño. Se llama el Telescopio de Hubble, señor.
¡Nunca he oído hablar del Telescopio de Lemaître!
—El señor Kohler tiene razón —dijo Vittoria—. La idea pertenecía
a Lemaître. Hubble se limitó a confirmarla, reuniendo las pruebas
que demostraban que el Big Bang era científicamente probable.
—Oh —dijo Langdon, mientras se preguntaba si los fanáticos
de Hubble del Departamento de Astronomía de Harvard habían
mencionado alguna vez a Lemaître en sus conferencias.
—Cuando Lemaitre propuso por primera vez la teoría del Big
Bang —continuó Vittoria—, los científicos afirmaron que era ridicula.
La materia, dijeron, no se creaba de la nada. Por lo tanto, cuando
Hubble asombró al mundo demostrando por medios científicos que
el Big Bang era correcto, la Iglesia cantó victoria, y anunció que constituía
la prueba de que la Biblia era correcta desde un punto de vista
científico. La verdad divina.
Langdon asintió, concentrado en las explicaciones. —Por supuesto, a
los científicos no les gustó que la Iglesia utilizara sus descubrimientos
para promocionar la religión, de modo que tradujeron en matemáticas
de inmediato la teoría del Big Bang, eliminaron todos los matices
Dan Brown Ángeles Y Demonios
56
religiosos y se la apropiaron. Por desgracia para la ciencia, sin
embargo, sus ecuaciones, incluso hoy, adolecen de una grave
deficiencia que a la Iglesia le gusta subrayar. Kohler gruñó. —La
singularidad.
Pronunció la palabra como si fuera la maldición de su existencia. —Sí,
la singularidad —dijo Vittoria—. El momento exacto de la creación,
Tiempo Cero. Incluso hoy, la ciencia es incapaz de fijar el momento
inicial de la creación. Nuestras ecuaciones explican el universo
primitivo con gran eficacia, pero a medida que retrocedemos en el
tiempo y nos aproximamos al momento cero, nuestras matemáticas se
desintegran de repente, y todo pierde significado.
—Correcto —dijo Kohler en tono nervioso—, y la Iglesia se aferra a
esta laguna como prueba de la intervención milagrosa de Dios.
Vayamos al meollo de la cuestión.
Vittoria adoptó una expresión distante.
—La cuestión es que mi padre siempre creyó en la intervención
divina en el Big Bang. Aunque la ciencia era incapaz de comprender
el divino momento de la creación, él creía que algún día lo haría.
—Señaló con tristeza una hoja impresa clavada con chinchetas
cerca de la zona de trabajo de su padre—. Mi padre me restregaba
eso por la cara cada vez que tenía dudas.
Langdon leyó el mensaje:
CIENCIA Y RELIGIÓN NO SON
ADVERSARIAS. LA CIENCIA ES DEMASIADO
JOVEN PARA COMPRENDERLO.
—Mi padre quería elevar la ciencia a un nivel superior —dijo
Vittoria—, en que la ciencia sustentara el concepto de Dios. —Se
pasó la mano por su largo pelo con expresión melancólica—. Estaba
dispuesto a acometer algo que a ningún científico se le había ocurrido
jamás. Algo para lo que nadie había dispuesto de la tecnología adecuada.
—Hizo una pausa, como insegura de lo que iba a decir a continuación—.
Ideó un experimento capaz de demostrar que el Génesis
fue posible.
¿Demostrar el Génesis?, se preguntó Langdon. ¿Hágase la luz?
¿Materia creada de la nada?
Kohler paseó su mirada mortecina por la sala.
—¿Perdón?
—Mi padre creó un universo... de la nada.
Kobler meneó la cabeza.
—¿Cómo?
—Mejor dicho, recreó el Big Bang.
Dio la impresión de que Kohler estaba a punto de ponerse en
pie.
Langdon no entendía nada. ¿Crear un universo? ¿Recrear el Big
Bang?
—Lo hizo a una escala mucho menor, por supuesto —dijo Vittoria—.
El proceso fue de una simplicidad sorprendente. Aceleró dos
Dan Brown Ángeles Y Demonios
57
haces de partículas ultrafinas en direcciones opuestas dentro del tubo
del acelerador. Los dos haces colisionaron a velocidades enormes, y
toda la energía de ambos se concentró en un solo punto. Consiguió
densidades de energía extremas.
Enumeró a toda prisa una ristra de unidades, y los ojos del director
se abrieron desmesuradamente.
Langdon intentaba no perder el hilo. O sea, Leonardo Vetra estaba
recreando el punto de energía comprimida del cual surgió el universo. —
El resultado —dijo Vittoria— fue espectacular. Cuando se publique,
sacudirá los cimientos de la física moderna. —Ahora hablaba
despacio, como si saboreara la trascendencia de la noticia—. Sin previo
aviso, dentro del tubo del acelerador, en ese momento de energía muy
concentrada, empezaron a aparecer de la nada partículas de materia.
Kohler no reaccionó. Se limitó a seguir mirándola. —Materia —
repitió Vittoria—. Surgida de la nada. Un increíble espectáculo de
fuegos artificiales subatómicos. Un universo en miniatura que nacía a
la vida. Demostraba no sólo que la materia puede crearse de la
nada, sino que el Big Bang y el Génesis pueden explicarse aceptando
la presencia de una enorme fuente de energía.
—¿Te refieres a Dios? —preguntó Kohler.
—Dios, Buda, la Fuerza, Yavé, la singularidad, el punto de
unicidad, llámelo como quiera, el resultado es el mismo. Ciencia y
religión defienden la misma verdad: la energía pura es el padre de la
creación.
Cuando Kohler habló por fin, lo hizo con voz sombría.
—Vittoria, me tienes desconcertado. Da la impresión de que me
estás diciendo que tu padre creó materia... ¿de la nada?
—Sí. —Vittoria indicó los contenedores—. Y ahí está la prueba.
En esos contenedores hay especímenes de la materia que creó.
Kohler tosió y avanzó hacia los contenedores, como un animal
cauteloso que diera vueltas alrededor de algo que intuyera peligroso.
—Me he perdido algo, sin duda —dijo—. ¿Cómo esperas que
alguien crea que estos cilindros contienen partículas de la materia
que tu padre creó? Podrían ser partículas procedentes de cualquier
otro lugar.
—De hecho, eso no es posible —dijo Vittoria, muy segura de sí
misma—. Estas partículas son únicas. Se trata de una clase de materia
que no existe en la tierra. Por consiguiente tuvieron que ser creadas.
La expresión de Kohler se ensombreció.
—Vittoria, ¿qué quieres decir en realidad? Sólo existe un tipo de
materia, y es...
Kohler se interrumpió.
Vittoria le miró con expresión triunfal.
—Usted mismo ha pronunciado conferencias sobre ella, director.
El universo contiene dos clases de materia. Hecho científico.
—Vittoria se volvió hacia Langdon—. Señor Langdon, ¿qué dice la
Biblia acerca de la Creación? ¿Qué creó Dios?
Langdon se sintió perdido, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Er, Dios creó... la luz y la oscuridad, el cielo y el infierno...
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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—Exacto —dijo Vittoria—. Todo cuanto creó tenía su contrario.
Simetría. Equilibrio perfecto. —Se volvió hacia Kohler—. Director,
la ciencia afirma lo mismo que la religión, que el Big Bang creó todo
junto con su contrario.
—Incluyendo la propia materia —susurró Kohler, como si hablara
consigo mismo.
Vittoria asintió.
—Y cuando mi padre llevó a cabo su experimento, aparecieron
dos clases de materia, claro está.
Langdon se preguntó qué significaba esto. ¿Leonardo Vetra creó
lo contrario de la materia?
Kohler se enfureció.
—La sustancia a la que te refieres sólo existe en otra parte del
universo. En la Tierra no, desde luego. ¡Tal vez ni siquiera en nuestra
galaxia!
—Exacto —contestó Vittoria—, lo cual demuestra que las partí-
culas de esos contenedores tuvieron que ser creadas.
La tensión era patente en el rostro de Kohler.
—Vittoria, no me estarás diciendo que esos cilindros contienen
especímenes reales, ¿verdad?
—Pues sí. —La joven co on orgullo los contenedo- ntempló c
res—. Director, está viendo los primeros especímenes de antimateria
del mundo.
2) busca todos los verbos que encuentres en el texto.
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*_____________________________________________
*_____________________________________________
*_____________________________________________
*_____________________________________________
3) busca todos los sustantivos en el texto y copialos.
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*_____________________________________________
*_____________________________________________
*_____________________________________________
4) con los verbos y sustantivos encontrados realiza una sopa de letras.
SÉPTIMA FICHA REALIZADA EL 28 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) lee el texto
Fase dos, pensó el hassassin, mientras se internaba en el lóbrego túnel.
La antorcha que blandía en la mano era superflua. Lo sabía.
Pero era para impresionar. Atemorizar al enemigo era fundamental.
Había aprendido que el miedo era su aliado. El miedo mutila con más
rapidez que cualquier arma de guerra.
No había espejos en el pasadizo donde admirar su disfraz, pero
intuía, a juzgar por la sombra de su holgado hábito, que era perfecto.
Fundirse con el entorno formaba parte del plan, de la maldad de la
conspiración. Ni en sus sueños más desaforados había imaginado interpretar
este papel.
Dos semanas atrás, habría considerado una misión imposible la
tarea que le aguardaba al final del túnel. Una misión suicida. Adentrarse
desnudo en la guarida de un león. Pero Jano había cambiado la
definición de imposible.
Los secretos que Jano había compartido con el hassassin durante
las últimas dos semanas eran numerosos. Este túnel era uno de ellos.
Antiguo, pero perfectamente transitable.
Mientras se acercaba a su enemigo, el hassassin se preguntó si lo
que le esperaba dentro sería tan fácil como Jano había prometido.
Jano le había asegurado que alguien, desde el interior, tomaría las medidas
pertinentes. Alguien de dentro. Increíble. Cuanto más lo pensaba,
Dan Brown Ángeles Y Demonios
59
m se daba cuenta de ás que era un juego de niños.
Wahad... tintain.. thalatha... arbaa, se dijo en árabe cuando estuvo
cerca del final. Uno... dos... tres... cuatro...
21
—Imagino que habrá oído hablar de la antimateria, ¿verdad, se-
ñor Langdon?
Vittoria le estaba estudiando, y su piel morena contrastaba con
la blancura del laboratorio.
Langdon alzó la vista. De pronto, se sintió aturdido.
—Sí. Bien... Más o menos.
Una tenue sonrisa se insinuó en los labios de la joven.
—¿Sigue Star Trek?
Langdon se ruborizó.
—Bien, a mis estudiantes les gusta... —Frunció el ceño—. ¿El
combustible del U.S.S. Enterprise es la antimateria?
Ella asintió.
—La buena ficción científica hunde sus raíces en la buena ciencia.
—¿La antimateria existe?
—Es un hecho de la naturaleza. Todo tiene su contrario. Los
protones tienen electrones. Los quarks up tienen quarks down. Existe
una simetría cósmica en el nivel subatómico. La antimateria es al
ying lo que el yang a la materia. Equilibra la ecuación física.
Langdon recordó que Galileo creía en la dualidad.
—Los científicos saben desde 1918 —continuó Vittoria— que
en el Big Bang se crearon dos tipos de materia. Una materia es la
que vemos en la tierra, la que compone rocas, árboles, personas. La
otra es su contraria, idéntica a la materia en todos los aspectos, excepto
en que las cargas de sus partículas son inversas.
Kohler habló como si emergiera de la niebla, inseguro. —Pero
existen enormes obstáculos tecnológicos que impiden almacenar la
antimateria. ¿Qué me dices de la neutralización?
—Mi padre construyó un vacío de polaridad invertida para absorber
los positrones de antimateria del acelerador antes de que se
destruyeran.
Kohler frunció el ceño.
—Pero un vacío también absorbería la materia. No habría manera
de separar las partículas.
—Aplicó un campo magnético. La materia formando un campo
voltaico a la derecha, y la antimateria a la izquierda. Tienen polos
opuestos.
En aquel instante, la muralla de dudas de Kohler pareció resquebrajarse.
Miró a Vittoria con manifiesto estupor, y después, sin
previo aviso, sufrió un acceso de tos.
—Incre... íble —dijo, mientras se secaba la boca—. Y no obstante. ..
Dan Brown Ángeles Y Demonios
60
—Dio la impresión de que su lógica aún oponía resistencia—. Y no
obstante, aunque el vacío funcionara, esos contenedores están hechos
de materia. No es posible almacenar antimateria en contenedores
hechos de materia. La antimateria reaccionaría al instante con... —Los
especímenes no están en contacto con el contenedor —dijo
Vittoria, como si esperara la pregunta—. La antimateria está flotando.
Los contenedores se llaman «trampas de antimateria», porque atrapan
literalmente a la antimateria en el centro del contenedor, y la
mantienen flotando a una distancia prudencial de los lados y el fondo.
—¿Flotando? Pero... ¿cómo?
—Entre campos magnéticos que se cruzan. Venga a echar un vistazo.
Vittoria atravesó la sala y recogió un aparato electrónico de buen
tamaño. El artefacto recordó a Langdon los fusiles de rayos desintegradores
de los dibujos animados: un cañón ancho con una mira telescópica
encima y una maraña de elementos electrónicos colgando
por debajo. Vittoria apuntó el aparato a uno de los contenedores,
miró por el ocular y manipuló algunos botones. Después, se apartó e
invitó a Kohler a mirar.
Kohler puso cara de perplejidad.
—¿Habéis extraído cantidades visibles?
—Cinco mil nanogramos —dijo Vittoria—. Un plasma líquido
que contiene millones de positrones.
—¿Millones? Pero si sólo se han detectado algunas partículas, a
lo sumo, hasta el momento.
—Xenón —dijo Vittoria—. Mi padre aceleró el haz de partículas
mediante un chorro de xenón, extrayendo los electrones. Insistió
en mantener en secreto el procedimiento exacto, pero implicaba inyectar
electrones puros en el acelerador al mismo tiempo.
Langdon se sentía perdido, y se preguntó si todavía continuaban
hablando en una lengua incomprensible para él.
Kohler hizo una pausa y frunció el entrecejo. De pronto, respiró
hondo. Se derrumbó como si le hubiera alcanzado una bala.
—Técnicamente, eso liberaría...
Vittoria asintió.
—Sí. Montones.
Kohler volvió a posar la mirada en el contenedor. Con expresión
perpleja, se izó en la silla y aplicó el ojo al visor. Miró durante largo
rato sin decir nada. Cuando se sentó por fin, su frente estaba perlada
de sudor. Las arrugas de su rostro habían desaparecido. Habló en un
susurro.
—Dios mío... Es verdad que lo conseguisteis.
Vittoria asintió.
—Mi padre lo consiguió.
—No... no sé qué decir.
Vittoria se volvió hacia Langdon.
—¿Quiere mirar?
Indicó el aparato.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
61
Sin saber muy bien qué esperar, Langdon avanzó. Desde medio
metro de distancia, el contenedor parecía vacío. El tamaño de lo que
hubiera dentro era infinitesimal. Langdon aplicó el ojo al visor. La
imagen tardó un momento en definirse.
Y entonces, lo vio.
El objeto no se encontraba en el fondo del contenedor, tal como
él esperaba, sino que flotaba en el centro, un globo brillante de líquido
similar al mercurio. Flotando como por arte de magia, el líquido
giraba en el aire. Diminutas olas metálicas recorrían la superficie de
la gota. El líquido flotante recordó a Langdon un vídeo que había
visto en una ocasión de una gota de agua en gravedad cero. Aunque
sabía que el glóbulo era microscópico, podía ver cada surco y
ondulación, mientras la bola de plasma giraba poco a poco en
suspensión. —Está... flotando —dijo.
—Menos mal —contestó Vittoria—. La antimateria es muy inestable.
Hablando en términos de energía, la antimateria es la imagen
especular de la materia, de manera que se anulan al instante si entran
en contacto. Mantener aislada la antimateria de la materia constituye
todo un reto, porque todo en la tierra está hecho de materia. Las
muestras han de ser almacenadas sin que toquen nada... ni siquiera el
aire.
Langdon se quedó asombrado. Para que luego hablen de trabajar
en el vacío.
—Estas trampas de antimateria —interrumpió Kohler con expresión
de estupor, mientras recorría con un dedo pálido la base de
una—, ¿las diseñó tu padre?
—De hecho —contestó la joven—, las diseñé yo.
Kohler levantó la vista. Vittoria habló con modestia.
—Mi padre produjo las primeras partículas de antimateria, pero
no sabía cómo almacenarlas. Yo sugerí esto. Cápsulas de nanocompuestos
herméticas con electroimanes opuestos en cada extremo.
—Das a entender que el ingenio de tu padre se había agotado.
—La verdad es que no. Tomé prestada la idea de la naturaleza.
Las medusas atrapan peces entre sus tentáculos utilizando descargas
nematocísticas. El mismo principio rige aquí. Cada contenedor tiene
dos electroimanes, uno en cada extremo. Sus campos magnéticos
opuestos se cruzan en el centro del contenedor y retienen la antimateria
en ese punto, suspendida en el vacío.
Langdon miró otra vez el contenedor. La antimateria flotaba en
el vacío, sin tocar nada. Kohler tenía razón. Era una idea genial.
—¿Dónde está la fuente de energía de los imanes? —preguntó
Kohler.
Vittoria señaló.
—En la columna, debajo de la trampa. Los contenedores están
atornillados a una plataforma que los recarga continuamente, para
que los imanes no fallen nunca.
—¿Y si el campo falla?
—Ocurre lo evidente. La antimateria deja de flotar, toca el fon-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
62
do de la trampa y presenciamos la aniquilación.
Langdon era todo oídos.
—¿Aniquilación?
No le gustó la palabra.
Vittoria no parecía muy preocupada.
—Sí. Si la antimateria y la materia entran en contacto, ambas se
destruyen al instante. Los físicos llaman al proceso «aniquilación».
Langdon asintió.
—Ah.
—Es la reacción más simple de la naturaleza. Una partícula de
materia y una partícula de antimateria se combinan para liberar dos
partículas nuevas, llamadas fotones. Un fotón es una diminuta mota
de luz.
Langdon había leído acerca de los fotones, partículas de luz, la
forma más pura de energía. Decidió reprimirse y no preguntar sobre
la tecnología que permitía al capitán Kirk utilizar torpedos de fotones
contra los klingons.
—De manera que, si la antimateria cae, ¿veremos una diminuta
mota de luz?
Vittoria se encogió de hombros.
—Depende de lo que considere usted diminuto. Se lo voy a demostrar.
Empezó a desenroscar el contenedor de su plataforma.
Kohler lanzó un grito de t lanzó hacia adelante, apar- error y se
tando las manos de la joven.
—¡Estás loca, Vittoria!
22
Kohler, por imposible que pareciera, se había puesto en pie, apoyado
sobre dos piernas maltrechas. Su rostro estaba blanco de miedo.
—¡Vittoria! ¡No puedes sacar esa trampa!
Langdon contemplaba la escena, perplejo por el repentino pánico
del director.
—¡Quinientos nanogramos! —dijo Kohler—. Si rompes el campo
magnético...
—Director —le tranquilizó Vittoria—, no hay peligro. Cada
trampa cuenta con un mecanismo de seguridad, una batería de apoyo
por si la sacan de su recargador. Los especímenes permanecen suspendidos
aunque libere el contenedor.
Kohler no parecía muy convencido. Después, vacilante, se acomodó
en su silla.
—Las baterías se activan automáticamente —dijo Vittoria—,
cuando la trampa se separa del recargador. Tienen veinticuatro horas
de vida. Como un depósito de reserva de gasolina. —Se volvió hacia
Langdon, como si intuyera su inquietud—. La antimateria posee algunas
características sorprendentes, señor Langdon, lo cual la con-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
63
vierte en algo muy peligroso. Sostenemos la hipótesis de que una
muestra de diez miligramos, el volumen de un grano de arena, alberga
tanta energía como doscientas toneladas métricas de combustible
convencional de cohete.
La cabeza de Langdon se puso a dar vueltas de nuevo.
—Es la fuente energética del mañana. Mil veces más poderosa
que la energía nuclear. Cien por cien eficaz. Sin secuelas. Sin radiación.
Sin contaminación. Unos pocos gramos podrían proporcionar
energía eléctrica a una ciudad grande durante una semana.
¿Gramos? Langdon se alejó de la plataforma.
—No se preocupe —dijo Vittoria—. Estas muestras son fracciones
minúsculas de gramo, millonésimas partes. Relativamente inofensivas.
Extendió la mano hacia el contenedor y lo desenroscó de la plataforma.
Kohler se agitó, pero no intervino. Al liberarse la trampa, se oyó
un pi y una pequeña pantal tido agudo, la se activó cerca de la base de
la trampa. Las cifras rojas parpadearon, empezando a desgranar la
cuen einticuatro horas. ta atrás de v
24.00.00...
23.59.59...
23.59.58...
Langdon examinó la cuenta regresiva y decidió que el contenedor
se parecía de una manera muy inquietante a una bomba de tiempo.
—La batería funcionará durante veinticuatro horas seguidas antes
de gastarse —explicó Vittoria—. Se recarga colocando de nuevo
la trampa en su plataforma. Está pensada como medida de seguridad,
pero también es útil para el transporte.
—¿El transporte? —preguntó Kohler, desconcertado—. ¿Vas a
sacar esto del laboratorio?
—Claro que no —dijo Vittoria—, pero la movilidad nos permite
estudiarlo.
Vittoria guió a Kohler y Langdon hasta el fondo de la sala. Apartó
una cortina que dejó al descubierto una ventana, tras la cual se veía
una amplia habitación. Las paredes, los suelos y el techo estaban chapados
de acero. La habitación recordó a Langdon la bodega de carga
de un viejo petrolero en el que había viajado a Nueva Guinea para estudiar
tatuajes llanta.
—Es un tanque de aniquilación —anunció Vittoria.
Kohler levantó la vista.
—¿Has observado aniquilaciones?
—Mi padre estaba fascinado por la física del Big Bang: grandes
cantidades de energía generadas por minúsculos núcleos de materia.
Vittoria abrió un cajón de acero que había bajo la ventana. Colocó
la trampa dentro del cajón y lo cerró. Después, tiró de una palanca
que había al lado del cajón. Un momento después, la trampa
apareció al otro lado del cristal, describió un amplio arco sobre el
suelo de metal y se detuvo cerca del centro de la habitación. Vittoria
sonrió.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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—Están a punto de presenciar su primera aniquilación materiaantimateria.
Unas pocas millonésimas de gramo. Un especimen relativamente
minúsculo.
Langdon contempló la trampa de antimateria que descansaba en
el suelo del enorme tanque. Kohler también se volvió hacia la ventana,
con expresión dubitativa.
—En circunstancias normales —explicó Vittoria—, tendríamos
que esperar veinticuatro horas, hasta que las baterías se agotaran,
pero esta cámara contiene imanes bajo el suelo capaces de neutralizar
la trampa y anular la suspensión de la antimateria. Cuando la materia
y la antimateria entran en contacto... —Aniquilación —susurró
Kohler.
—Una cosa más —continuó Vittoria—. La antímateria libera
energía pura. Una transformación de masa a fotones del cien por
cien. Eso quiere decir que no deben mirar directamente la muestra.
Protéjanse los ojos.
Langdon estaba preocupado, pero se dio cuenta de que Vittoria había
adoptado un tono melodramático. ¿No miren directamente al
contenedor? El aparato se hallaba a casi treinta metros de distancia,
tras un muro ultragrueso de plexiglás tintado. Además, la partícula
del contenedor era invisible, microscópica. ¿Proteger mis ojos?, pensó
Langdon. ¿Cuánta energía podría esa partícula... ? Vittoria oprimió
el botón.
Langdon quedó cegado al instante. Un punto de luz brilló en el
contenedor, y luego estalló hacia fuera en una oleada de luz que irradió
en todas direcciones, lanzándose contra la ventana con fuerza colosal.
Retrocedió dando tumbos cuando la detonación sacudió la cámara. La
luz cegadora brilló un momento, y luego, al cabo de un instante, se
replegó en sí misma, hasta transformarse en un diminuto punto que se
desvaneció sin más. Langdon parpadeó, dolorido, mientras iba
recobrando poco a poco la visión. Miró la cámara. El contenedor
del suelo había desaparecido por completo. Desintegrado. Ni rastro.
—Dios.
Vittoria asintió con tristeza.
—Eso es justo lo que mi p adre decía.
2) realiza una historieta donde representes el texto.
3)busca los términos desconocidos y copialos con su respectivo significado.
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OCTAVA FICHA REALIZADA EL 29 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) lee el texto.
Kohler estaba mirando la cámara de aniquilación con una expresión
de estupor total, debido al espectáculo que acababa de presenciar.
Robert Langdon estaba a su lado, aún más estupefacto.
—Quiero ver a mi padre —exigió Vittoria—. Les he enseñado el
laboratorio. Ahora, quiero ver a mi padre.
Kohler se volvió poco a poco, como si no la hubiera oído.
—¿Por qué esperasteis tanto, Vittoria? Tu padre y tú tendríais
que haberme hablado de este descubrimiento enseguida.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Vittoria le miró. ¿Cuántos motivos quieres?
—Ya discutiremos de esto más tarde, director. Ahora quiero ver
a mi padre.
—¿Sabes lo que implica esta tecnología?
—Claro —replicó Vittoria—. Ingresos para el CERN. Montones.
Ahora quiero...
—¿Por eso lo guardasteis en secreto? —preguntó Kohler en
tono de reproche—. ¿Porque temíais que la junta y yo votáramos a favor
de otorgar la patente?
—Debería otorgarse la patente —replicó Vittoria, arrastrada a la
discusión—. La antimateria es tecnología importante, pero también
peligrosa. Mi padre y yo queríamos tiempo para mejorar los procedimientos
y aumentar la seguridad.
—En otras palabras, no confiabais en que la junta directiva antepusiera
la prudencia de la ciencia a la codicia económica.
El tono indiferente de Kohler sorprendió a Vittoria.
—Había otras cuestiones también —dijo—. Mi padre quería
tiempo para presentar la antimateria a la luz apropiada.
—¿Qué quieres decir?
¿A ti qué te parece?
—¿Materia a partir de la energía? ¿Crear algo de la nada? Es la
prueba definitiva de que el Génesis es una posibilidad científica.
—O sea, no quería que las implicaciones religiosas de su descubrimiento
se perdieran en aras del mercantilismo.
—Por decirlo de alguna manera.
—¿Y tú?
Por una ironía, las preocupaciones de Vittoria eran más bien las
contrarias. El mercantilismo era fundamental para el éxito de la nueva
fuente de energía. Si bien la tecnología de la antimateria poseía un
sorprendente potencial como fuente de energía no contaminante y
eficaz, si se descubría su existencia prematuramente, la antimateria
corría el riesgo de ser vilipendiada por los fracasos políticos y de relaciones
públicas que habían matado las energías solar y nuclear. La
nuclear había proliferado antes de ser segura, y se habían producido
algunos accidentes. La solar había proliferado antes de ser eficaz, y
hubo gente que perdió dinero. Ambas tecnologías tenían mala fama
y languidecían sin remisión.
—Mis intereses eran algo menos elevados que la unificación de
ciencia y religión —dijo Vittoria.
—El medio ambiente —aventuró Kohler.
—Energía sin límites. Sin minas. Sin contaminación. Sin radiación.
La tecnología de la antimateria podría salvar el planeta.
—O destruirlo —repuso Kohler—. En función de quién la utilice
y para qué. —Vittoria notó que el director del CERN fue presa de
un escalofrío—. ¿Quién más está enterado de esto?
—Nadie —dijo la joven—. Ya se lo he dicho.
—Entonces, ¿por qué crees que asesinaron a tu padre?
Los músculos de Vittoria se tensaron.
—No tengo ni idea. Tenía enemigos en el CERN, y usted ya lo
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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sabe, pero el crimen no puede estar relacionado con la antimateria.
Juramos que mantendríamos en secreto el hallazgo durante unos meses
más, hasta que estuviéramos preparados.
—¿Y estás segura de que tu padre fue fiel al juramento?
Vittoria se estaba enfureciendo.
—¡Mi padre ha sido fiel a juramentos más difíciles que ése!
—¿Se lo contaste a alguien?
—¡Claro que no!
Kohler exhaló un suspiro. Hizo una pausa, como si quisiera elegir
sus siguientes palabras con cautela.
—Supón que alguien lo averiguó. Supón que alguien consiguió
acceder al laboratorio. ¿Qué crees que buscaría? ¿Tu padre guardaba
notas aquí? ¿Alguna documentación de su trabajo?
—He sido paciente, director. Necesito algunas respuestas ya.
Habla de un hipotético intruso, pero ya ha visto el lector retiniano.
Mi padre no ha descuidado en ningún momento el secretismo y la seguridad.
—No te vayas por las ramas —dijo con brusquedad Kohler, lo
cual sobresaltó a la joven—. ¿Qué podría faltar?
—No tengo ni idea. —Vittoria examinó el laboratorio, irritada.
Todos los especímenes de antimateria estaban controlados. La zona
de trabajo de su padre parecía en orden—. Nadie ha entrado en el laboratorio
—afirmó—. Todo aquí arriba parece estar en su sitio.
—¿Aquí arriba? —preguntó Kohler sorprendido.
Vittoria lo había dicho sin pensar.
—Sí, aquí, en el laboratorio de arriba. —¿También estáis
utilizando el laboratorio de abajo?
—Como almacén.
Kohler rodó hacia ella y volvió a toser.
—¿Estáis utilizando la cámara de materiales peligrosos como almacén?
¿Almacén de qué?
¡De materiales peligrosos, claro está! Vittoria estaba perdiendo la
paciencia.
—De antimateria.
Kohler se izó sobre los brazos de la silla.
—¿Hay más especímenes? ¿Por qué demonios no me lo has dicho?
—Acabo de hacerlo —replicó Vittoria—. ¡Y usted apenas me ha
concedido la oportunidad!
—Hemos de ir a ver esos especímenes —dijo Kohler—. Ahora.
—Especimen —corrigió Vittoria—. En singular. Y está seguro.
Nadie podría...
—¿Sólo uno? —interrumpió Kohler—. ¿Por qué no está aquí
arriba?
—Mi padre quería conservarlo bajo el lecho de roca como precaución.
Es más grande que los demás.
La mirada de alarma que intercambiaron Kohler y Langdon no
pasó inadvertida a Vittoria. El director rodó hacia ella de nuevo.
—¿Habéis creado un especimen mayor de quinientos nanogra-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
67
mos?
—Por fuerza —se defendió Vittoria—. Teníamos que demostrar
que el umbral de la ecuación inversión/rendimiento podía cruzarse
sin peligro.
Ella sabía que el problema de las nuevas fuentes energéticas
siempre residía en la delicada relación entre inversión y rendimiento:
cuánto dinero había que gastar para recolectar el combustible. Construir
una plataforma petrolífera para obtener un solo barril era tirar
el dinero. Sin embargo, si esa misma plataforma, con un mínimo de
gastos añadidos, podía producir millones de barriles, había negocio.
Con la antimateria sucedía lo mismo. Poner a funcionar veintisiete kilómetros
de electroimanes para crear un diminuto especimen de antimateria
gastaba más energía que la contenida en la antimateria resultante.
Con el fin de demostrar que la antimateria era eficaz y
viable, había que crear especímenes de mayor magnitud.
Aunque el padre de Vittoria se había mostrado reticente a crear
un especimen grande, ella había insistido sin descanso. Decía que, si
querían que la antimateria fuera tomada en serio, ella y su padre tenían
que demostrar dos cosas. Primero, que se podían producir cantidades
que compensaran los gastos. Y segundo, que los especímenes
podían almacenarse sin riesgo. Al final, había ganado ella, y su padre
había accedido contra su voluntad. Pero no sin firmes instrucciones
acerca del secretismo y la accesibilidad. La antimateria, había insistido
su padre, se almacenaría en la sección de materiales peligrosos, una
pequeña cavidad de granito, ubicada a veinticinco metros más abajo.
El especimen sería su secreto. Y sólo los dos tendrían acceso.
—Vittoria —insistió Kohler—, ¿es muy grande el espécimen
que tu padre y tú creasteis?
Vittoria sentía un irónico placer en su fuero interno. Sabía que la
cantidad asombraría hasta al gran Maximilian Kohler. Recreó en su
mente la antimateria almacenada. Una visión increíble. Suspendida
dentro de la trampa, perfectamente visible a simple vista, bailaba una
diminuta esfera de antimateria. No era una partícula microscópica.
Era una gota del tamaño de un balín para escopeta de aire comprimido.
Vittoria respiró hondo.
—Un cuarto de gramo.
Kohler palideció.
—¡Cómo! —Se puso a toser—. ¿Un cuarto de gramo? ¡Eso
equivale a... casi cinco kilotones!
Kilotones. Vittoria detestaba la palabra. Su padre y ella nunca la
empleaban. Un kilotón equivalía a mil toneladas métricas de TNT.
Los kilotones se utilizaban en armamento. Carga explosiva. Poder
destructivo. Su padre y ella hablaban de voltios y julios electrónicos:
potencia de energía constructiva.
—¡Esa cantidad de antimateria podría destruir todo lo contenido
en un radio de un kilómetro! —exclamó Kohler.
—Sí, si se aniquilara toda a la vez —replicó Vittoria—, ¡cosa que
nadie haría jamás!
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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—Excepto alguien con pocos conocimientos. ¡O si tu fuente de
energía fallara!
Kohler ya se estaba encaminando hacia el montacargas.
—Por eso mi padre la guardó en Materiales Peligrosos con todo
tipo de precauciones.
Kohler se volvió con expresión esperanzada.
—¿Hay sistemas de seguridad complementarios en Materiales
Peligrosos?
—Sí. Un segundo lector de retina.
Kohler sólo dijo dos palabras.
—Abajo. Ya.
♦ ♦ ♦
El montacargas descendió como una piedra.
Veinticinco metros más abajo.
Vittoria estaba segura de que presentía miedo en ambos hombres
mientras el montacargas bajaba. El rostro de Kohler, por lo general
carente de emociones, estaba tirante. Sé que la muestra es enorme,
pensó Vittoria, pero las precauciones que hemos tomado son...
El montacargas se detuvo y luego se abrió, y Vittoria los precedió
por el corredor apenas iluminado. Más adelante, el pasillo terminaba
en una enorme puerta de acero. MAT-PEL. El lector retiniano que
había junto a la puerta era idéntico al de arriba. La joven se acercó.
Aplicó su ojo a la lente.
Retrocedió. Algo pasaba. La lente, siempre impoluta, estaba
manchada, manchada de algo parecido a... ¿sangre? Confusa, se volvió
hacia los dos hombres, pero sólo vio dos rostros empalidecidos, con
los ojos clavados en el suelo, muy cerca de sus pies.
Vittoria siguió su mirada.
—¡No! —gritó Langdon, y extendió la mano en su dirección.
Pero ya era demasiado tarde.
La vista de Vittoria se clavó en el objeto del suelo. Le resultó desconocido
y muy familiar al mismo tiempo.
Sólo necesitó un instante.
Después, horrorizada, cayó en la cuenta. Mirándola desde el
suelo, como restos de basura d , había un ojo. Habría reco- esechados
nocido aquel tono avellana en parte.
2) busca los terminos desconocidos y copialos con su respectivo significado.
*______________________________________________________________________________
*______________________________________________________________________________
*______________________________________________________________________________
*______________________________________________________________________________
3) con los terminos desconocidos encontrados realiza una sopa de letras.
4) copia todos los verbos que encuentres en el texto.
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NOVENA FICHA REALIZADA EL 30 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
El técnico de seguridad contuvo el aliento cuando su comandante se
inclinó por detrás de él, estudiando la hilera de monitores. Transcurrió
un minuto.
El silencio del comandante era de esperar, se dijo el técnico. El
comandante era un hombre adicto al protocolo más inflexible. No
había obtenido el mando de una de las fuerzas de seguridad de élite
Dan Brown Ángeles Y Demonios
69
mundiales hablando primero y pensando después.
Pero ¿qué está pensando?
El objeto que estaban observando en el monitor era una especie
de contenedor, de paredes transparentes. Eso era sencillo. Lo difícil
era el resto. Dentro del contenedor, como por obra de algún efecto
especial, una pequeña gota de metal líquido parecía flotar en el aire. La
gota aparecía y desaparecía en el rítmico parpadeo rojo de una pantalla
de cristal líquido, la cual desgranaba una cuenta atrás incesante que
provocaba escalofríos al técnico.
—¿Puede aclarar el contraste? —preguntó el comandante, lo
cual sobresaltó al técnico.
El técnico obedeció, y la imagen ganó más brillo. El comandante se
inclinó hacia adelante y escudriñó algo que se había hecho visible en la
base el contenedor. El técnico siguió la mirada de su comandante. Junto d
a la pantalla había un acrónimo, apenas visible. Cuatro letras
may ulas brillaban en los destellos de luz intermitentes. úsc
—Quédese aquí —dijo el e—. No diga nada. Yo me comandant
ocuparé de esto.
25
Materiales Peligrosos. A cincuenta metros bajo tierra.
Vittoria Vetra avanzó tambaleante, y casi cayó contra el lector retiniano.
Notó que el norteamericano corría a ayudarla, la sostenía,
aguantaba su peso. Desde el suelo, el ojo de su padre la miraba. Sintió
que se asfixiaba. ¡Le han arrancado el ojo! Su mundo se desmoronó.
Kohler estaba detrás de ella, hablando. Langdon la guiaba. Como en
un sueño, se encontró con un ojo pegado al lector retiniano. El
mecanismo emitió un pitido.
La puerta se abrió.
Incluso con el terror del ojo de su padre grabado en el alma, Vittoria
presintió que otro horror la esperaba dentro. Cuando clavó su
vista borrosa en la habitación, confirmó el siguiente capítulo de la pesadilla.
Ante ella, la solitaria plataforma de recarga estaba vacía.
El contenedor había desaparecido. Habían arrancado el ojo a su
padre para robarlo. Las implicaciones se sucedieron con demasiada
rapidez para asimilarlas en su totalidad. Todo había salido mal. Habían
robado el especimen que debía demostrar que la antimateria era
una fuente de energía segura y viable. ¡Pero nadie conocía siquiera lo,
existencia del especimen! Sin embargo, la verdad era innegable. Alguien
lo había descubierto. Vittoria no podía imaginar quién. Ni tan
sólo Kohler, de quien se decía que sabía todo lo que se cocía en el
CERN, tenía idea del proyecto.
Su padre estaba muerto. Asesinado a causa de su genio.
Mientras el dolor estrujaba su corazón, un nuevo sentimiento se abrió
paso en la conciencia de Vittoria. Era mucho peor. Abrumador.
Mortificante. Era la culpa. Culpa incontrolable, implacable. Vittoria
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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sabía que era ella quien había convencido a su padre de que creara la
muestra. Contra su voluntad. Y le habían asesinado por ello.
Un cuarto de gramo...
Como cualquier tecnología (el fuego, la pólvora, el motor de
combustión), la antimateria podía ser mortífera si llegaba a caer en
malas manos. Muy mortífera. La antimateria era un arma letal. Potente
e imparable. Una vez extraído de su plataforma de recarga del CERN,
la cuenta atrás del contenedor proseguiría inexorable. Un tren sin
frenos.
Y cuando se terminara el tiempo...
Una luz cegadora. El rugido de un trueno. Incineración espontá-
nea. Sólo el destello... y un cráter vacío. Un cráter vacío muy grande.
La idea del genio pacífico de su padre utilizado como una herramienta
de destrucción era como veneno en su sangre. La antimateria
era el arma terrorista suprema. Carecía de partes metálicas susceptibles
de disparar un detector de metales, de rastros químicos que pudieran
olfatear los perros, de espoleta que pudiera desactivarse si las fuerzas
del orden localizaban el contenedor. La cuenta atrás había empezado...
Langdon no sabía qué hacer. Sacó su pañuelo y cubrió con él el ojo de
Leonardo Vetra. Vittoria esperaba en la puerta de la cámara vacía,
con el rostro deformado en una expresión de dolor y pánico. Langdon
se acercó a ella de nuevo, pero Kohler intervino.
—Señor Langdon. —El rostro de Kohler era inexpresivo. Indicó a
Langdon con un ademán que se alejara, para que ella no pudiera oírle.
Langdon obedeció de mala gana.
—Usted es el especialista —dijo Kohler en un susurro—. Quiero
saber qué pretenden hacer esos bastardos Illuminati con la antimateria.
Langdon intentó concentrarse. Pese a la locura que le rodeaba, su
primera reacción fue la lógica: de rechazo. Kohler seguía barajando
presunciones. Presunciones imposibles.
—Los Illuminati ya no existen, señor Kohler. No me cabe la menor
duda. El culpable de este crimen podría ser cualquiera, tal vez
otro empleado del CERN que descubrió el proyecto del señor Vetra y
pensó que era demasiado peligroso para permitir que continuara
adelante.
Kohler le miró estupefacto.
—¿Cree que se trata de un crimen de conciencia, señor Langdon?
Absurdo. El asesino de Leonardo sólo quería una cosa: la muestra
de antimateria. No me cabe la menor duda de que ha planeado hacer
algo con ella.
—Está hablando de terrorismo.
—Desde luego.
—Pero los Illuminati no eran terroristas.
—Dígaselo a Leonardo Vetra.
Langdon pensó que no dejaba de ser cierto. Habían marcado a
Leonardo Vetra con el signo de los Illuminati. ¿De dónde había sali-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
71
do? La marca sagrada se le antojaba una treta demasiado complicada
para que alguien la utilizara con el fin de desviar las sospechas hacia
otros. Tenía que haber otra explicación.
Una vez más, Langdon se obligó a considerar lo improbable. Si
los Illuminati siguieran en activo, y si robaron la antimateria, ¿cuáles
serían sus intenciones? ¿Cuál sería su objetivo? La respuesta que le
proporcionó su cerebro fue instantánea. Langdon la desechó con
igual rapidez. Cierto, los Illuminati tenían un enemigo evidente, pero
un ataque terrorista a gran escala contra el enemigo era inconcebible.
Impropio de la secta. Sí, los Illuminati habían matado a gente, pero se
trataba de individuos muy concretos, elegidos con mucho cuidado.
La destrucción en masa era algo burdo. Langdon hizo una pausa.
Una vez más, pensó, habría una elocuencia majestuosa en todo ello:
la antimateria, el descubrimiento científico supremo, se utilizaría
para desintegrar...
Rechazó aquella idea ridícula.
—Existe otra explicación lógica que no es el terrorismo —dijo
de repente.
Kohler le miró, expectante.
Langdon intentó ordenar sus pensamientos. Los Illuminati
siempre habían detentado un tremendo poder gracias a la economía.
Controlaban bancos. Poseían lingotes de oro. Hasta se rumoreaba
que eran los dueños de la joya más valiosa de la tierra: el Diamante de
los Illuminati, un diamante sin mácula de enormes proporciones.
—Dinero —dijo Langdon—. Tal vez hayan robado la antimateria
con fines económicos.
Kohler puso cara de incredulidad.
—¿Fines económicos? ¿Dónde se puede vender una gota de antimateria?
—La muestra no —replicó Langdon—. La tecnología. La tecnología
de la antimateria debe de valer una barbaridad. Quizás alguien
robó la muestra para analizarla.
—¿Espionaje industrial? Pero a ese contenedor le quedan veinticuatro
horas, hasta que las baterías se agoten. Los investigadores
saltarán por los aires antes de averiguar algo.
—Podrían recargarlas antes de la explosión. Podrían construir
una plataforma recargable compatible como las del CERN.
—¿En veinticuatro horas? —rezongó Kohler—. Aunque robaran
los planos, tardarían meses en construir un recargador como ése, no
horas.
—Tiene razón —dijo Vittoria con un hilo de voz.
Los dos hombres se volvieron. Vittoria avanzó hacia ellos, con
paso tan tembloroso como sus palabras.
—Tiene razón. Nadie podría construir un recargador a tiempo.
Tan sólo la interfaz exigiría semanas. Filtros de flujo, servobobinas de
inducción, aleaciones de condicionamiento de energía, todo calibrado
con el grado específico de energía del lugar.
Langdon frunció el ceño. Había captado la idea. Una trampa de
antimateria no era algo que pudiera conectarse sencillamente a un en-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
72
chufe de pared. En cuanto salió del CERN, al contenedor le quedaban
veinti uatro horas de vida. c
Lo cual conducía a una única conclusión, y muy inquietante.
♦ ♦ ♦
—Hemos de llamar a la Interpol —dijo Vittoria. Su voz sonó distante,
incluso a sus propios oídos—. Es preciso llamar a las
autoridades más indicadas. De inmediato.
Kohler negó con la cabeza.
—De ninguna manera.
Las palabras asombraron a la joven.
—¿No? ¿Qué quiere decir?
—Tú y tu padre me habéis puesto en una situación muy delicada.
—Necesitamos ayuda, director. Necesitamos encontrar esa trampa
y recuperarla antes de que alguien salga perjudicado. ¡Tenemos
una responsabilidad!
—Tenemos la responsabilidad de pensar —dijo Kohler en tono
más enérgico—. Esta situación podría tener repercusiones muy graves
para el CERN.
—¿Está preocupado por la reputación del CERN? ¿Sabe el efecto
que podría causar ese contenedor en una zona urbana? ¡Posee un
radio de alcance de un kilómetro! ¡Nueve manzanas!
—Tal vez tu padre y tú tendríais que haber pensado en eso antes
de crear la muestra.
Fue como una bofetada para Vittoria.
—Pero... tomamos toda clase de precauciones.
—Por lo visto, no fueron suficientes.
—Pero nadie sabía nada de la antimateria.
Se dio cuenta de que era una argumentación absurda. Era evidente
que alguien lo sabía. Alguien lo había descubierto.
Vittoria no se lo había dicho a nadie. Eso sólo dejaba dos explicaciones.
O bien su padre se había confiado a alguien sin decirle nada
a ella, lo cual era ilógico porque era su padre quien la había obligado
a jurar que guardaría el secreto, o alguien los había espiado. ¿Pinchando
el teléfono móvil, tal vez? Sabía que habían hablado varias veces
mientras ella estaba de viaje. ¿Se habían ido de la lengua? Cabía
en lo posible. También estaban los correos electrónicos. Pero habían
sido discretos, ¿verdad? ¿El sistema de seguridad del CERN? ¿Los
habían espiado sin que se dieran cuenta? Sabía que nada de eso importaba
ya. Mi padre ha muerto.
El pensamiento la espoleó a entrar en acción. Sacó el móvil del
bolsillo de los shorts.
Kohler aceleró hacia ella, tosiendo con violencia, mientras sus
ojos despedían chispas.
—¿A quién... llamas?
—A la centralita del CERN. Podrán conectarnos con la Interpol.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
73
—¡Piensa! —tosió Kohler, al tiempo que frenaba ante ella—.
¿Cómo puedes ser tan ingenua? En estos momentos, ese contenedor
podría estar en cualquier lugar del mundo. Ninguna agencia de inteligencia
de la tierra podría movilizarse para encontrarlo a tiempo.
—¿Es que no vamos a hacer nada?
A Vittoria le provocaba remordimiento plantar cara a un hombre de
salud tan frágil, pero el director se comportaba de una forma tan rara
que ya ni le reconocía.
—Vamos a emplear la inteligencia —dijo Kohler—. No pondremos
en peligro la reputación del CERN implicando a autoridades
que no pueden sernos de ayuda. Aún no. Hemos de pensar.
Vittoria sabía que los razonamientos de Kohler no carecían de
lógica, pero también sabía que la lógica, por definición, estaba privada
de responsabilidad moral. Su padre había vivido de acuerdo con la
responsabilidad moral: ciencia cauta, compromiso, fe en la bondad
innata del hombre. Vittoria también creía en esas cosas, pero las consideraba
en términos de karma. Se volvió y abrió el teléfono.
—No puedes hacer eso —dijo Kohler.
—Intente detenerme.
Kohler no se movió.
Un instante después, Vittoria comprendió por qué. A la distancia
que se hallaban de la superficie no tenía cobertura. , el teléfono
Furiosa, se dirigió hacia el montacargas.
26
El hassassin se hallaba al final del túnel de piedra. Su antorcha aún estaba
encendida, y el humo se mezclaba con el olor a moho y aire enrarecido.
El silencio le rodeaba. La puerta de hierro que le cerraba el
paso parecía tan antigua como el propio túnel, oxidada pero todavía
resistente. Esperó en la oscuridad, confiado.
Casi había llegado el momento.
Jano había prometido que alguien de dentro le abriría la puerta.
La traición no dejaba de maravillar al hassassin. Habría esperado
toda la noche ante aquella puerta para cumplir su tarea, pero presentía
que no sería necesario. Estaba trabajando para hombres decididos.
Minutos después, a la hora exacta, se oyó el ruido metálico de
llaves pesadas al otro lado de la puerta. El metal arañó el metal cuando
múltiples cerraduras se fueron abriendo. Uno a uno, tres pesados
pestillos se descorrieron. Con un fuerte chirrido, como si hiciera siglos
que no los utilizaran, los tres cedieron.
Después, se hizo el silencio.
El hassassin esperó con paciencia, cinco minutos, tal como le habían
instruido. Después, empu tu. La gran puerta se abrió. jó co ímpe n
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27
—¡No lo permitiré, Vittoria!
Kohler respiraba con dificultad, y su estado iba empeorando
conforme el ascensor subía.
Vittoria le impidió salir. Anhelaba encontrar un refugio, algo familiar
en este lugar que ya no consideraba su hogar. Sabía que no podría.
En este momento, tenía que tragarse el dolor y actuar. Conseguir un
teléfono.
Robert Langdon estaba a su lado, silencioso. Vittoria había dejado
de preguntarse a qué se dedicaba aquel hombre. ¿Un especialista?
¿Habría podido ser Kohler menos concreto? El señor Langdon puede
ayudarnos a encontrar al asesino de tu padre. Langdon no estaba sirviendo
de mucha ayuda. Su simpatía y amabilidad parecían sinceras,
pero estaba ocultando algo. Los dos.
Kohler la apostrofó de nuevo.
—Como director del CERN, soy responsable del futuro de la
ciencia. Si conviertes esto en un incidente internacional y el CERN
padece...
—¿El futuro de la ciencia? —Vittoria se volvió hacia él—. ¿De
veras piensa rehuir su responsabilidad, negándose a admitir que esa
antimateria salió del CERN? ¿Piensa hacer caso omiso de las vidas de
las personas que hemos puesto en peligro?
—No digas «hemos» —puntualizó Kohler—. Habéis sido tú y
tu padre.
Vittoria desvió la vista.
—Y en cuanto a vidas en peligro —siguió Kohler—, este problema
gira en torno a la vida, precisamente. Sabes que la tecnología
de la antimateria posee enormes implicaciones para la vida de este
planeta. Si el CERN va a la bancarrota, destruido por el escándalo,
todo el mundo pierde. El futuro del hombre depende de lugares
como el CERN, de científicos como tú y tu padre, que trabajan para
solucionar los problemas del mañana.
Vittoria había oído ese discurso típico de Kohler en otras ocasiones,
pero nunca se lo había creído. La ciencia causaba la mitad de
los problemas que intentaba resolver. El «Progreso» era la maldad suprema
de la Madre Naturaleza.
—Los avances científicos conllevan riesgos —arguyó Kohler—,
Siempre ha sido así. Programas espaciales, investigación genética,
medicina... Todo el mundo comete errores. La ciencia necesita sobrevivir
a sus propias torpezas, a cualquier precio. Por el bien de
todos.
La habilidad de Kohler para analizar problemas morales con imparcialidad
científica asombraba a Vittoria. Su intelecto parecía ser el
producto de un riguroso divorcio de su espíritu.
—¿Piensa que el CERN es tan importante para el futuro de la
tierra que deberíamos ser inmunes a la responsabilidad moral?
Dan Brown Ángeles Y Demonios
75
—No discutas de moral conmigo. Cruzaste una línea cuando
creaste la muestra, y has puesto en peligro todo el laboratorio. Estoy
intentando proteger, no sólo los empleos de tres mil científicos que
trabajan aquí, sino también la reputación de tu padre. Piensa en él.
Un hombre como tu padre no merece que le recuerden como el creador
de un arma de destrucción masiva.
Vittoria pensó que el hombre estaba en lo cierto. Fui yo
quien convenció a mi padre de que creara esta muestra. ¡Es culpa
mía!
Cuando la puerta se abrió, Kohler aún seguía hablando. Vittoria salió
del ascensor, sacó el teléfono y probó de nuevo.
Seguía sin haber cobertura. ¡Maldita sea! Se encaminó hacia la
puerta.
—Para, Vittoria. —Dio la impresión de que el director sufría un
ataque de asma cuando se precipitó tras ella—. No corras tanto. Hemos
de hablar.
—Basta di parlare!
—Piensa en tu padre —la apremió Kohler—. ¿Qué haría él?
La joven continuó andando.
—Víttoria, no he sido sincero del todo contigo.
Ella aminoró el paso.
—No sé en qué estaba pensando —dijo Kohler—. Sólo intentaba
protegerte. Dime lo que quieres. Hemos de trabajar juntos.
Vittoria se detuvo a mitad del laboratorio, pero no se volvió.
—Quiero encontrar la antimateria. Y quiero saber quién mató a mi
padre.
Esperó.
Kohler suspiró.
—Vittoria, ya sabemos quién mató a tu padre. Lo siento.
Vittoria se volvió.
—¿Cómo?
—No sabía cómo decírtelo. Es tan difícil...
—¿Usted sabe quién mató a mi padre?
—Tenemos una buena idea, sí. El asesino dejó una especie de
tarjeta de presentación. Por eso llamé al señor Langdon. Es un experto
en el grupo que se declara responsable.
—¿El grupo? ¿Un grupo terrorista?
—Vittoria, robaron un cuarto de gramo de antimateria.
La joven miró a Robert Langdon, parado al otro lado de la sala.
Todo empezaba a encajar. Eso explica en parte el secretismo. Estaba
asombrada de que no se le hubiera ocurrido antes. Al fin y al cabo,
Kohler había llamado a los servicios de inteligencia. Ahora, parecía
evidente. Robert Langdon era norteamericano, de aspecto sano, conservador,
muy perspicaz. ¿Quién podía ser, si no? Vittoria tendría que
haberlo adivinado desde el primer momento. Sintió renovadas
esperanzas y se volvió hacia él.
—Señor Langdon, quiero saber quién asesinó a mi padre, y quiero
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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saber si su agencia puede encontrar la antimateria.
Langdon puso cara de perplejidad.
—¿Mi agencia?
—Usted trabaja para los servicios de inteligencia norteamericanos,
supongo.
—Pues la verdad es que no.
Kohler intervino.
—El señor Langdon es profesor de historia del arte en la Universidad
de Harvard.
Vittoria experimentó la sensación de que le habían arrojado un
jarro de agua fría a la cara.
—¿Un profesor de historia del arte?
—Es especialista en simbología religiosa. —Kohler suspiró—.
Vittoria, creemos que tu padre fue asesinado por una secta satánica.
Vittoria registró las palabras en su mente, pero fue incapaz de
procesarlas. Una secta satánica.
—El grupo que asume la responsabilidad se autodenomina los
Illuminati.
Vittoria miró a Kohler, y después a Langdon, como si se preguntara
si la estaban haciendo víctima de una broma perversa.
—¿Los Illuminati? —preguntó—. ¿Se refiere a los Illuminati
bávaros?
Kohler se quedó de una pieza.
—¿Has oído hablar de ellos?
Vittoria sintió que lágrimas de frustración pugnaban por salir a
flote.
—Los Illuminati bávaros: el Nuevo Orden Mundial. Juego de ordenador
de Steve Jackson. La mitad de los técnicos de aquí juegan en
Internet. —Su voz se quebró—. Pero no entiendo...
Kohler dirigió a Langdon una mirada de confusión.
Langdon asintió.
—Un juego popular. Antigua hermandad se adueña del mundo.
Pseudohistórico. No sabía que también había llegado a Europa.
Vittoria estaba perpleja.
—¿De qué está hablando? ¿Los Illuminati? ¡Es un juego de ordenador!
—Vittoria —dijo Kohler—, los Illuminati son un grupo que asume
la responsabilidad de la muerte de tu padre.
Vittoria reunió toda la valentía posible para reprimir las lágrimas.
Se obligó a concentrarse y analizar la situación desde un punto de vista
lógico. Pero cuanto más se concentraba, menos entendía. Su padre había
sido asesinado. El sistema de seguridad del CERN había sufrido un fallo
garrafal. Había desaparecido una bomba de la que ella era responsable,
y cuyo temporizador estaba en plena cuenta atrás. Y el director había
elegido a un profesor de arte para que les ayudara a encontrar a una
her andad de satanistas mítica. m
De pronto, Vittoria se sintió muy sola. Dio media vuelta para
marcharse, pero Kohler se lo im ó algo en su bolsillo. Extrajo pidió. Busc
una arrugada hoja de papel de f ndió. ax y se la te
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Vittoria se tambaleó horrorizada cuando sus ojos vieron la imagen.
—Le marcaron —dijo Kohler—. Le marcaron en el pecho.
2) busca los términos desconocidos y copialos con su respectivo significado
*_______________________________________________________________
*_______________________________________________________________
*_______________________________________________________________
*_______________________________________________________________
3) realiza una historieta donde representes el texto.
DECIMA FICHA REALIZADA EL 31 DE AGOSTO 2016
COLEGIO SAN JUAN DE GIRON
ÁNGELES Y DEMONIOS
1) Lee el texto
La secretaria Sylvie Baudeloque era presa del pánico. Paseaba ante el
despacho vacío del director. ¿Dónde demonios está? ¿Qué debo hacer?
Había sido un día muy peculiar. Por supuesto, cualquier día al
servicio de Maximilian Kohler podía ser peculiar, pero Kohler se había
comportado hoy de una forma muy rara.
—¡Localízame a Leonardo Vetra! —había pedido cuando Sylvie
llegó por la mañana.
Ella, obediente, telefoneó, llamó al busca y envió un correo electrónico
a Leonardo Vetra.
Nada.
Y Kohler se había ido a toda prisa, en apariencia para localizar a
Vetra. Cuando regresó unas horas después, tenía muy mal aspecto...
No es que tuviera buen aspecto alguna vez, pero parecía peor que de
costumbre. Se encerró en su despacho, y le oyó utilizar el ordenador,
el teléfono y el fax. Después Kohler volvió a salir. No había vuelto
desde entonces.
Sylvie había decidido hacer caso omiso de las bufonadas de otro
melodrama kohleriano, pero empezó a preocuparse cuando Kohler
no volvió a la hora de su inyección diaria. El estado de salud del director
exigía tratamiento regular, y cuando decidía tentar su suerte,
los resultados siempre eran nefastos: shock respiratorio, accesos de
tos y carrerillas del personal médico. A veces, Sylvie pensaba que Maximilian
Kohler deseaba morir.
Sopesó la posibilidad de llamarle al busca para refrescar su memoria,
pero había aprendido que la caridad era algo que el orgullo de
Kohler despreciaba. La semana pasada se había enfurecido tanto con
un científico visitante que se puso en pie y arrojó un sujetapapeles a
la cabeza del hombre.
En aquel momento, sin embargo, un dilema mucho más acuciante
estaba socavando la preocupación de Sylvie por la salud de su
jefe. La centralita del CERN había telefoneado cinco minutos antes
para comunicar que había una llamada urgente para el director.
—No sé dónde está —había dicho Sylvie.
Entonces, la operadora de la centralita del CERN le dijo quién
llamaba.
Sylvie rió a carcajada limpia.
—Estás de broma, ¿eh? —Escuchó, y su rostro se tiñó de incredulidad—.
Y la identificación del que llama confirma... —Sylvie
frunció el ceño—. Entiendo. De acuerdo. ¿Puedes preguntar cuál es
el...? —Suspiró—. No. Está bien. Dile que espere. Localizaré al di-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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rector ahora mismo. Sí, lo comprendo. Me daré prisa.
Pero Sylvie no lo había podido encontrar. Había llamado tres
veces a su móvil, y cada vez había recibido el mismo mensaje: «El nú-
mero marcado no se encuentra disponible en este momento». Por lo
tanto, Sylvie había llamado al beeper de Kohler. Dos veces. No hubo
respuesta. No era propio de él. Era como si el hombre se hubiera esfumado
de la faz de la tierra.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó ahora.
Como no fuera registrando todo el complejo del CERN, Sylvie
sabía que sólo había otra manera de conseguir la atención del director.
No le haría ninguna gracia, pero el hombre que esperaba al telé-
fono no era alguien a quien se debiera hacer esperar. Tampoco daba
la impresión de que el individuo en cuestión estuviera de humor para
oír el director no estaba disponible. que
Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el
despacho de Kohler y se encaminó a la caja metálica que había en la
pared, detrás del escritorio. Abrió la tapa, miró los controles y localizó
el botón correcto.
Después respiró hondo y agarró el micrófono.
29
Vittoria no recordaba cómo habían llegado al ascensor principal,
pero allí estaban. Subían. Kohler iba detrás de ella, y su respiración
era trabajosa. La mirada preocupada de Langdon la atravesó como si
ella fuera un fantasma. Le había arrebatado el fax de la mano para
guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, lejos de su vista, pero la imagen
aún estaba grabada en su memoria.
Mientras el ascensor subía, el mundo de Vittoria daba vueltas
en la oscuridad. Papà! Le buscó en su mente. Por un momento, en el
oasis de su memoria, Vittoria se reunió con él. Tenía nueve años de
edad, rodaba por las colinas cubiertas de edelweiss, y el cielo suizo giraba
sobre su cabeza.
Papà! Papà!
Leonardo Vetra estaba riendo a su lado.
—¿Qué pasa, ángel?
—¡Papà! —rió ella, y se acurrucó contra él—. Pregúntame qué
es la materia.
—Pero pareces muy feliz, corazón. ¿Para qué voy a preguntarte
qué es la materia?
—Pregúntamelo.
El físico se encogió de hombros.
—¿Qué es la materia?
Ella se puso a reír al instante.
—¿Qué es la materia? ¡Todo es materia! ¡Las rocas! ¡Los árboles!
¡Los átomos! ¡Hasta los osos hormigueros! ¡Todo es materia!
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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Leonardo Vetra rió.
—¿Te lo has inventado?
—Lista, ¿eh?
—Mi pequeña Einstein.
Ella frunció el ceño.
—Tiene un pelo horrible. Vi su foto.
—Pero tiene una cabeza inteligente. Ya te dije lo que demostró,
¿verdad?
Los ojos de la niña le miraron atemorizados.
—¡No, papá! ¡Lo prometiste!
—¡E = mc2
! —Le hizo cosquillas—. ¡E = mc2 ! La energía
es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado.
—¡Mates no! ¡Te lo dije! ¡Las odio!
—Me alegro de que las odies. Porque las chicas no deben estudiar
matemáticas.
Vittoria paró en seco.
—¿No?
—Pues claro que no. Todo el mundo lo sabe. Las niñas juegan
con muñecas. Los chicos estudian matemáticas. Las matemáticas no
son para las chicas. Ni siquiera me está permitido hablar de matemá-
ticas con niñas pequeñas.
—¡Pero eso no es justo!
—Las normas son las normas. Nada de matemáticas para las ni-
ñas pequeñas.
Vittoria estaba horrorizada.
—¡Pero las muñecas son aburridas!
—Lo siento —dijo su padre—. Podría hablarte de las matemáticas,
pero si me pillan...
Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.
Vittoria siguió su mirada.
—De acuerdo —susurró—. Háblame en voz baja.
El movimiento del ascensor la sobresaltó. Vittoria abrió los ojos. Su
padre ya no estaba.
La realidad hizo acto de presencia y la envolvió con su garra
helada. Miró a Langdon. La preocupación de su mirada era como
ternura de un ángel guardián, en especial comparada con la frialdad
de Kohler.
Un único pensamiento empezó a acosar a Vittoria con fuerza
inexorable.
¿Dónde está la antimateria?
En un instante obtendría la horripilante respuesta.
Dan Brown Ángeles Y Demonios
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30
Maximilian Kohler, haga el favor de llamar a su oficina de inmediato.
Rayos de sol cegadores taladraron los ojos de Langdon cuando
las puertas del ascensor se abrieron al atrio principal. Antes de que el
eco de la voz estentórea se desvaneciera, todos los aparatos electrónicos
de la silla de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos al
mismo tiempo. Su busca. Su teléfono. El programa de correo electró-
nico de su ordenador se activó. Kohler contempló las luces parpadeantes
con aparente perplejidad. El director había regresado a la superficie
de la tierra, y volvía a estar localizable.
Director Kohler, haga el favor de llamar a su oficina.
El sonido de su nombre por la megafonía pareció sobresaltar a
Kohler.
Alzó la vista con expresión irritada, que dio paso a otra de preocupación.
Los ojos de Langdon se encontraron con los de él, y también
con los de Vittoria. Los tres permanecieron inmóviles un momento,
como si la tensión surgida entre ellos se hubiera desvanecido
y hubiera sido sustituida por una aprensión compartida.
Kohler sacó el móvil del apoyabrazos de la silla. Marcó una extensión
y reprimió otro acceso de tos. Vittoria y Langdon esperaron.
—Soy el... director Kohler —dijo respirando con dificultad—.
¿Sí? Estaba en el subterráneo, sin cobertura. —Escuchó, y sus ojos
grises parecieron salírsele de las órbitas—. ¿Quién? Sí, pásemelo.
—Siguió una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del
CERN. ¿Con quién estoy hablando?
Vittoria y Langdon miraron en silencio mientras Kohler escuchaba.
—Sería una imprudencia hablar de esto por teléfono —dijo
Kohler por fin—. Estaré allí de inmediato. —Tosió otra vez—. Vaya
a buscarme... al aeropuerto Leonardo da Vinci. Cuarenta minutos.
—Dio la impresión de que la respiración de Kohler era cada vez
más dificultosa. Sufrió un acceso de tos, y apenas consiguió
pronunciarlas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes...
Ya voy.
Después cerró el teléfono.
Vittoria corrió al lado de Kohler, pero éste ya no podía hablar.
Langdon vio que la joven sacaba su móvil y llamaba al hospital del
CERN. Langdon se sentía como un barco que había escapado de una
tormenta, zarandeado pero incólume.
Vaya a buscarme al aeropuerto Leonardo da Vinci. Las palabras de
Kohler resonaron en su mente.
En un solo instante, las sombras inciertas que habían nublado la
mente de Langdon toda la mañana tomaron cuerpo en una vivida
imagen. Parado allí, en el remolino de la confusión, sintió que una
puerta se abría dentro de él... como si se hubiera derrumbado un
Dan Brown Ángeles Y Demonios
81
umbral mítico. El ambigrama. El científico/sacerdote asesinado, ha antimateria.
Y ahora... el objetivo. El aeropuerto Leonardo da Vinci
sólo podía significar una cosa. En un momento de asombrosa lucidez,
Langdon supo que acababa de cruzar una línea. Se había convertido
en un creyente.
Cinco kilotones. Hágase la luz.
Dos paramédicos se materializaron junto a ellos. Se arrodillaron
al lado de Kohler y le aplicaron una mascarilla de oxígeno. Los científicos
del vestíbulo pararon y retrocedieron.
Kohler aspiró dos largas bocanadas, apartó la mascarilla y, todavía
jadeante, miró a Vittoria y Langdon.
—Roma.
—¿Roma? —preguntó Vittoria—. ¿La antimateria está en
Roma? ¿Quién ha llamado?
La cara de Kohler estaba torcida, y tenía húmedos sus ojos grises.
—La Guardia...
Se estranguló con las palabras, y los paramédicos le aplicaron de
nuevo la mascarilla. Mientras hacían los preparativos para llevárselo,
Kohler agarró el brazo de Langdon.
Langdon asintió. Lo sabía.
—Vaya... —susurró Kohler bajo la mascarilla—. Vaya... Llámeme...
Entonces, los paramédicos se lo llevaron.
Vittoria le siguió con la mirada, con los pies clavados en el suelo.
Después, se volvió hacia Langdon.
—¿Roma? Pero... ¿a qué se refería con eso de la guardia?
Langdon apoyó una mano en su hombro, y susurró apenas las
palabras.
—La Guardia Suiza —dijo—. Los centinelas de la Ciudad del
Vaticano.
31
El avión espacial X-33 tomó altura y enfiló hacia el sur, en dirección
a Roma. A bordo, Langdon permanecía en silencio. Los últimos quince
minutos habían transcurrido como una exhalación. Ahora que
había terminado de informar a Vittoria sobre los Illuminati y su
conspiración contra el Vaticano, empezaba a asimilar el alcance de
la situación.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó Langdon. ¡Tendría que haberme
ido a casa en cuanto tuve la primera oportunidad! En el fondo,
no obstante, sabía que no había gozado de dicha oportunidad.
La sensatez de Langdon le había exigido a gritos que volviera a
Boston. Sin embargo, su asombro como especialista en la materia había
podido más que la prudencia. Todo cuanto había creído siempre
sobre la desaparición de los Illuminati se le antojaba de repente un
engaño monumental. Por una parte, necesitaba con urgencia prue-
Dan Brown Ángeles Y Demonios
82
bas. Confirmación. También se trataba de una cuestión de conciencia.
Con Kohler enfermo y Vittoria abandonada a su suerte, Langdon
sabía que, si sus conocimientos sobre los Illuminati podían ser de
ayuda, tenía la obligación moral de actuar.
Pero había más. Si bien le avergonzaba admitirlo, el horror que
experimentó al saber dónde se hallaba la antimateria no fue sólo por
el peligro que corrían las vidas humanas del Vaticano, sino por otra
cosa.
El arte.
La colección de arte más grande del mundo estaba sentada
sobre una bomba de tiempo. Los Museos Vaticanos albergaban más
de sesenta mil piezas de incalculable valor, distribuidas en mil
cuatrocientas siete salas: Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Botticelli.
Langdon se preguntó si todas esas obras de arte podrían evacuarse en
caso necesario. Sabía que era imposible. Muchas piezas eran esculturas
que pesaban toneladas. Por no hablar de los grandes tesoros
arquitectónicos: la Capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa
escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos...
Incontables testimonios del genio creativo del hombre. Langdon se
preguntó cuánto tiempo faltaría para que el contenedor explotara.
—Gracias por acompañarme —dijo Vittoria en voz baja.
Langdon despertó de su ensueño y alzó la vista. Vittoria estaba
sentada al otro lado del pasillo. Ni la chillona luz fluorescente de la
cabina podía impedir a Langdon ver que de Vittoria se desprendía
una aureola de compostura, un resplandor de entereza casi magnético.
Su respiración parecía más profunda, como si el instinto de conservación
hubiera alumbrado en su interior... una sed de justicia y
desquite, alimentada por el amor filial.
Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse los shorts y el top, y
tenía la carne de gallina, tal como delataba la piel de sus piernas
bronceadas. Langdon se quitó la chaqueta y se la ofreció.
—¿Caballerosidad norteamericana?
Aceptó la chaqueta, y dirigió una mirada de agradecimiento a
Langdon.
El avión atravesó algunas turbulencias, y Langdon se sintió en
peligro. La cabina sin ventanillas se le antojó excesivamente estrecha, y
trató de imaginarse en un prado, al aire libre. La idea era irónica,
pensó. Había estado en un prado cuando ocurrió. Oscuridad agobiante.
Alejó el recuerdo de su mente. Historia pasada.
Vittoria le estaba observando.
—¿Cree en Dios, señor Langdon?
La pregunta le sorprendió. El tono serio de Vittoria era aún más
desarmante que la propia pregunta. ¿Creo en Dios? Había confiado
en una conversación más trivial durante el viaje.
Un enigma espiritual, pensó Langdon. Así me llaman mis amigos.
Aunque había estudiado religión durante años, Langdon no era un
hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las
iglesias, la fuerza que la religión proporcionaba a tanta gente, y sin
embargo, para él, la suspensión de la incredulidad intelectual, obliga-
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toria para los que deseaban «creer», siempre había constituido un
obstáculo demasiado grande para su mente académica.
—Quiero creer —se oyó decir.
La contestación de Vittoria no llevaba implícito ningún juicio o
reto.
—¿Y por qué no lo hace?
Langdon lanzó una risita.
—Bien, no es tan fácil. Tener fe exige saltos de fe, aceptación cerebral
de los milagros, como inmaculadas concepciones e intervenciones
divinas, por ejemplo. Además, existen los códigos de conducta.
La Biblia, el Corán, las escrituras budistas... Todos comportan
exigencias similares y castigos similares. Afirman que, si no riges tu
vida por un código específico, irás al infierno. No imagino a un dios
capaz de gobernar de esa manera.
—Espero que no permita a sus estudiantes esquivar preguntas
con su misma desfachatez.
El comentario le pilló desprevenido.
—¿Cómo?
—Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que el hombre
dice de Dios. Le he preguntado si creía en Dios. Existe una gran diferencia.
Las Sagradas Escrituras son cuentos... Leyendas e historias
de la lucha del hombre por comprender su necesidad de encontrar
un significado. No le estoy pidiendo una crítica literaria. Le pregunto
si cree en Dios. Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la presencia
de la divinidad? ¿Siente en lo más profundo de su ser que está
contemplando la obra de la mano de Dios?
Langdon pensó durante un largo momento.
—Me estoy entrometiendo en su intimidad —se disculpó Vittoria.
—No, es que...
—En sus clases, hablará de temas relacionados con la fe.
—Sin parar.
—Y supongo que hará el papel de abogado del diablo. Siempre
alimentando el debate.
Langdon sonrió.
—Usted debe de ser profesora también.
—No, pero aprendí de un profesor. Mi padre era capaz de
defender que una cinta de Moebius tiene dos caras.
Langdon rió, mientras recreaba en su mente una cinta de Moebius:
una tira de papel en forma de anillo retorcido, que desde un
punto de vista técnico sólo posee una cara. Langdon había visto por
primera vez la forma de una sola cara en las obras gráficas de M. C.
Escher.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?
—Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir vieja.
Langdon suspiró, consciente de pronto de su edad.
—Me llamo Robert, Vittoria.
—Ibas a preguntarme algo.
—Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opi-
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nas de la religión?
Vittoria hizo una pausa, y se apartó un mechón de pelo de los
ojos.
—La religión es como un idioma o un vestido. Tendemos a regresar
hacia las prácticas en que nos educamos. No obstante, al final,
todos proclamamos lo mismo. La vida tiene sentido. Damos gracias al
poder que nos creó.
Langdon se quedó intrigado.
—¿Estás diciendo que ser cristiano o musulmán depende sólo
del lugar en que naces?
—¿No es evidente? Piensa en la distribución geográfica de las
religiones en el mundo.
—¿Así que la fe es algo fortuito?
—No. La fe es universal. Nuestros métodos de comprensión son
arbitrarios. Algunos rezamos a Jesús, otros van a La Meca, algunos
estudiamos partículas subatómicas. Al final, todos estamos buscando
la verdad, algo que nos sobrepasa.
Langdon deseó que sus estudiantes pudieran expresarse con
tanta claridad. Vamos, ojalá él pudiera expresarse con tanta claridad.
—¿Y Dios? —preguntó—. ¿Tú crees en Dios?
Vittoria guardó silencio un largo rato.
—La ciencia me dice que Dios ha de existir. Mi mente me dice
que nunca comprenderé a Dios. Y mi corazón me dice que es
algo que me sobrepasa.
Menuda concisión, pensó Langdon.
—O sea, crees que Dios existe, pero que nunca le comprenderás.
—La comprenderé —rectificó ella con una sonrisa—. Los pobladores
originarios de América del Norte tenían razón.
Langdon rió.
—La Madre Tierra.
—Gaea. El planeta es un organismo. Todos nosotros somos cé-
lulas con propósitos diferentes. No obstante, estamos interrelacionados.
Nos servimos mutuamente. Servimos a la totalidad.
Al mirarla, Langdon sintió que algo se removía en su interior,
algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Había una
limpidez hechizante en sus ojos, una pureza melodiosa en su voz. Se
sintió atraído.
—Señor Langdon, permítame hacerle otra pregunta.
—Robert —dijo.
Señor Langdon me hace sentir viejo. ¡Soy viejo!
—Si no te importa que lo pregunte, Robert, ¿cómo se despertó
tu interés por los Illuminati?
Langdon reflexionó.
—Fue el dinero.
Vittoria pareció decepcionada.
—¿Dinero? ¿Te pidieron asesoramiento?
Langdon rió, cuando se dio cuenta de lo mal que habría sonado.
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—No. Me refiero a la moneda de curso legal. —Hundió la mano
en el bolsillo de los pantalones en busca de dinero. Encontró un billete
de un dólar—. Me fascinó el culto cuando descubrí que los billetes
norteamericanos están cubiertos de símbolos de los Illuminati.
Vittoria entornó los ojos, sin saber si debía tomarle en serio.
Langdon le tendió el billete.
—Mira el dorso. ¿Ves el sello de la izquierda?
Vittoria dio la vuelta al billete de dólar.
—¿Te refieres a la pirámide?
—La pirámide. ¿Conoces la relación de las pirámides con la historia
de Estados Unidos?
Vittoria se encogió de hombros.
—Exacto —dijo Langdon—. Absolutamente ninguna.
Vittoria frunció el ceño.
—¿Por qué es el símbolo central de vuestro sello?
—Un fragmento de historia misterioso —dijo Langdon—. La pirámide
es un símbolo ocultista que representa una convergencia hacia
lo alto, hacia la fuente de Iluminación suprema. ¿Ves lo que hay
encima?
Vittoria estudió el billete.
—Un ojo dentro de un triángulo.
—Se llama trinacria. ¿Has visto un ojo dentro de un triángulo en
algún otro sitio?
Vittoria guardó silencio un momento.
—Pues sí, pero ahora no estoy segura...
—Aparece en los blasones de las logias masónicas de todo el
mundo.
—¿El símbolo es masónico?
—No. Es de los Illuminati. Lo llamaban su «delta resplandeciente».
Una llamada al cambio ilustrado. El ojo significa la capacidad
de los Illuminati de verlo todo. El triángulo resplandeciente representa
el esclarecimiento. El triángulo también representa la letra
griega delta, que es el símbolo matemático de...
—El cambio. La transición.
Langdon sonrió.
—Olvidé que estaba hablando con una científica.
—¿Estás diciendo que el sello de Estados Unidos es una llamada
al cambio ilustrado?
—Algunos lo llamarían el Nuevo Orden Mundial.
Vittoria pareció sobresaltarse. Contempló el billete de nuevo.
—La inscripción que hay debajo de la pirámide dice Novus...
Ordo...
—Novus Ordo Seclorum —dijo Langdon—. Significa Nuevo Orden
Seglar.
—¿Seglar significa no eclesiástico?
—No eclesiástico. No sólo deja claro el objetivo de los Illuminati,
sino que contradice de forma flagrante la frase de al lado. «En Dios
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Confiamos».
La preocupación se reflejó en el rostro de Vittoria.
—Pero ¿cómo pudo acabar esta simbología en los billetes más
poderosos del mundo?
—Casi todos los estudiosos creen que fue por la mediación del
vicepresidente Henry Wallace. Era un masón de rango superior, y
mantenía relaciones con los Illuminati. Tanto si era miembro como si
había caído bajo su influencia sin ser consciente, fue Wallace quien
propuso el diseño del sello al presidente.
—¿Cómo? ¿Por qué accedió el presidente a...?
—El presidente era Franklin D. Roosevelt. Wallace se limitó a
decirle que Novus Ordo Seclorum era otra forma de llamar a su programa
social y económico, conocido también como Nuevo Trato.
Vittoria no parecía muy convencida.
—¿Roosevelt no pidió a nadie que echara un vistazo al símbolo
antes de que la Tesorería lo imprimera?
—No hizo falta. Wallace y él eran como hermanos.
—¿Hermanos?
—Consulta tus libros de historia —dijo Langdon con una sonrisa—.
Franklin D. Roosevelt era masón, y no lo ocultaba.
2) realiza una sopa de letras con todos los terminos desconocidos de todos los anteriores textos incluido este.
3) realiza un resumen sobre todos los textos leídos
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